sábado, 25 de marzo de 2023

“No busco mi gloria” -- Padre Edgar Díaz


Carl Heinrich Bloch (1834-1890)

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Se aproxima la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

“No busco mi gloria” (San Juan VIII, 50), dice el Único merecedor de ser infinitamente glorificado por el Padre: “Mi Padre es quien me glorifica” (San Juan VIII, 54). Antes había dicho: “No busco mi voluntad” (San Juan V, 30), porque la justicia está en pensar, sentir y obrar como Dios quiere. 

Jesús obra en todo como un hijo pequeño y ejemplar, frente a su Padre: “Quien se hiciere pequeño como este niñito, ese es el mayor en el reino de los cielos” (San Mateo XVIII, 4).

“Hay quien la busca” (San Juan VIII, 50). Se refiere al Padre, que busca la gloria del Hijo. ¿Cómo no había de glorificar Él al Hijo amado y al Enviado fidelísimo que así afrontaba los insultos, y hasta la muerte ignominiosa, por cumplir la misión salvadora que el Padre le confió? 

La glorificación que el Padre recibe del Hijo consiste en salvarnos a nosotros. El Padre quedará glorificado más y más al mostrar que su misericordia por los pecadores no vaciló en entregar a su divino Hijo y dejarlo llegar hasta el último suplicio.

Y, a su vez, el Padre, que ya glorificó al Hijo dando testimonio de Él con su Palabra y en los milagros, lo glorificará más y más, después de sostenerlo en su Pasión, y de resucitarlo, sentándolo a su derecha, con su Humanidad santísima, con la misma gloria que eternamente tuvo el Verbo.

Así, Él no buscó su gloria, sino la del Padre, a través de la obediencia: “Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz” (Filipenses II, 8).

Aun la Pasión de Cristo, lo que la hace infinitamente acepta para la gloria del Padre, no fue el tormento por el que pasó sino la amorosa obediencia con que lo sufrió: “Padre, si quieres, aparta de Mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (San Lucas XXII, 42).

Fue así porque “se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Filipenses II, 7).

San Pablo nos descubre la inmensa, la infinita paradoja de la humillación de Jesús, en la cual reside todo su misterio íntimo, que es de amorosa adoración a su Padre, a quien no quiso disputar ni una gota de gloria entre los hombres, como habría hecho si hubiera retenido ávidamente, como una rapiña o un botín que debiera explotar a su favor, la divinidad que el Padre comunicara a su Persona al engendrarle eternamente igual a Él. 

Por eso, sin perjuicio de dejar perfectamente establecida esa divinidad y esa igualdad con el Padre, para lo cual el Padre mismo se encarga de darle testimonio de muchas maneras, Jesús renuncia, en su aspecto exterior, a la igualdad con Dios, y abandona todas sus prerrogativas para no ser más que el Enviado que sólo repite las palabras que el Padre le ha dicho y las obras que le ha mandado hacer. 

Y, lejos de ser un mayordomo que se hace alabar so pretexto que redundará la gloria en favor del amo, Él nos enseña precisamente que “quien habla por su propia cuenta, busca su propia gloria, pero quien busca la gloria del que lo envió, ese es veraz y no hay en él injusticia” (San Juan VII, 18). 

Y así Jesús es, tal como lo anunció Isaías, el Siervo de Yahvé, a quien alaba y adora postrado en tierra: “Entrando en agonía, oraba sin cesar. Y su sudor fue como gotas de sangre, que caían sobre la tierra” (San Lucas XXII, 44). 

Y a quien llama su Dios, declarándolo “más grande” que Él (cf. San Juan XIV, 28); a quien sigue rogando por nosotros, y a quien se someterá eternamente (cf. 1 Corintios XV, 28), después de haberle entregado el reino conquistado para Él (1 Corintios XV, 24). 

Pero hay más aún. Jesús no sólo es el siervo de su Padre, que vive como un simple israelita sometido a la Ley y pasando por hijo del carpintero, sino que, desprovisto de toda pompa de su Sumo Sacerdocio, no tiene donde reclinar su cabeza y declara que es el sirviente nuestro y que lo será también cuando venga a recompensar a sus servidores. 

¿Qué deducir ante tales abismos de humillación divina? Un horror instintivo a la alabanza, que es la característica del Anticristo: “Yo he venido en el nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, ¡a ese lo recibiréis!” (San Juan V, 43).

“¿Cómo podéis vosotros creer, si admitís alabanza los unos de los otros, y la gloria que viene del único Dios no la buscáis?” (San Juan V, 44).

Es impresionante la severidad con que Jesús niega la fe de los que buscan la gloria humana.

Porque Jesús dijo que sus discípulos no éramos más que Él (cf. San Mateo X, 24 ss.) y que, por lo tanto, también entre nosotros, el primero debe ser el sirviente de los demás. 

“En verdad, en verdad, os digo, si alguno guardare mi palabra, no verá jamás la muerte” (San Juan VIII, 51).

Esa gloria que Él no busca sino que se la da el Padre, Jesús se la pedirá al Padre momentos antes de la Pasión para justamente glorificar al Padre: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti” (San Juan XVII, 1).

Esta gloria que Jesús le pide al Padre consistirá precisamente en poder darnos vida eterna, es decir, librar de la muerte a los que guardemos su Palabra:

“Conforme al señorío que le conferiste sobre todo el género humano—dando vida eterna a todos los que Tú les has dado” (San Juan XVII, 2).

En este momento culminante de la vida de Jesús, en esta conversación íntima que tiene con su Padre, nos enteramos de que la gloria que el Hijo se dispone a dar al Padre Eterno, y por la cual ha suspirado desde la eternidad, no consiste en ningún vago misterio ajeno a nosotros, sino que todo ese infinito anhelo de ambos está en darnos a nosotros su propia vida eterna.

Por eso Jesús les dijo a los judíos: “Abrahán, vuestro padre, exultó por ver mi día; y lo vio y se llenó de gozo” (San Juan VIII, 56).

En las promesas que Dios le dio, presintió Abrahán el día del Mesías:

“En verdad, os digo, muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; oír lo que vosotros oís y no lo oyeron” (San Mateo XIII, 17).

“En la fe murieron todos estos sin recibir las cosas prometidas, pero las vieron y las saludaron de lejos, confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Hebreos XI, 13).

También los creyentes nos llenaremos un día de ese gozo:

“A Él (a Jesucristo) amáis sin haberlo visto; en Él ahora, no viéndolo, pero sí creyendo, os regocijáis con gozo inefable y gloriosísimo” (1 Pedro I, 8).

¡Qué prueba para nuestra fe! Sin verlo, pero creyendo, debemos vivir con gozo inefable y gloriosísimo. Era conveniente que Cristo padeciese antes de entrar en su gloria. 

¡Pensamiento de grandeza abismante! Si el Hijo, que era dueño de todo lo del Padre, pagó tan cara su glorificación como Hombre, ¿podría nadie admirarse de que nosotros, culpables y sin derecho alguno, hayamos de pasar por la tribulación, infinitamente menor que la suya, ya que hemos de ser sus co-herederos en aquella misma divina herencia?

Si seguimos contemplando a Cristo, nos encontramos con que Él fue el Cordero de Dios que cargó con todos los pecados del mundo; que después de nacer entre animales, porque no le dieron lugar entre los hombres, fue declarado blanco de la contradicción; que no tuvo una piedra donde reposar su cabeza; que Él mismo dijo: “Yo estoy entre vosotros como un sirviente” (San Lucas XXII, 27); que aunque “todo lo hizo bien” y “pasó haciendo el bien”, rechazaron su Verdad y reprobaron su Persona, cumpliéndose en Él lo que había dicho David: “Me odiaron sin motivo”; que, en fin, para poder “restituir lo que no había robado” (Salmo 68, 5), fue “contado entre los malhechores” (Isaías LIII, 12), hasta sufrir una Pasión sin medida y sin consuelo, y morir renegado por sus amigos y abandonado por todos.

He aquí por qué el Misterio de Jesús lo explica todo. El brevísimo cuadro que precede es el espejo en que hemos de mirar cada vez que nos atormente la duda. En él se explica todo lo que de suyo es inexplicable.

Jesús, con lo que Él sufrió siendo quien era, nos hace comprender por qué sufrimos, frente al misterio del pecado, del dolor y de la muerte, que reinan en este mundo por obra de Satanás, a quien Él llamó príncipe de este mundo.

Ahora bien, Jesús no vino para contagiarnos sus dolores, sino precisamente para vencer a esos enemigos nuestros. Él es el vencedor del pecado, de Satanás y de la muerte (Apocalipsis III, 21). Él es nuestra salvación.

Cuando nos asociamos a su Cruz, es Él quien carga con nuestra parte de cruz, como ya lo hizo una vez. Tal es el sentido de esas palabras que Él repite tantas veces en el Evangelio, cada vez que hace un milagro en favor de los que sufren: “Tu fe te ha salvado”.

El secreto está, pues, en entender y creer que si Él nos asocia a su Cruz, no es para hacernos cargar la suya sino para tomar la nuestra Él, que ya cargó una vez, como Cordero, con todos los pecados del mundo y que ahora es el triunfador poderoso y ansioso de auxiliar.

Amén.

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Domingo de Pasión – 2023-03-26 – Hebreos IX, 11-15 – San Juan VIII, 46-59 – Padre Edgar Díaz