sábado, 15 de abril de 2023

Domingo in Albis - Padre Edgar Díaz

Cima da Conegliano - La Incredulidad del Apóstol Tomás - 1505  

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“¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Juan V, 5).

“Él mismo que vino” (1 Juan V, 6), es equivalente a “el que viene”, nos dice San Pablo:

“Porque todavía un brevísimo tiempo, y el que ha de venir vendrá y no tardará” (Hebreos X, 37).

La actitud que corresponde necesariamente a todo el que vive en un período de expectación, y no de realidad actual, es decir, el que va persiguiendo un fin, y no se detiene en los accidentes del camino, sino que mira y goza anticipadamente aquel objeto deseado, es la de la fe en el sentido de confiada esperanza.

Estamos en tiempos de expectación; lo que sucede a nuestro alrededor es tan solo secundario a la realidad querida por Dios.

“Porque han salido al mundo muchos impostores, que no confiesan que Jesucristo viene en carne. En esto se conoce al seductor y al Anticristo” (2 Juan 7).

Jesucristo vino en carne y nos dejó su doctrina inmutable, que debemos siempre guardar. Por eso, San Juan nos exhorta a examinar los espíritus, para no confundirnos y caer en el error:

“Carísimos, no creáis a todo espíritu, sino poned a prueba los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido al mundo” (1 Juan IV, 1).

Todos tenemos esa natural tendencia a creer que estamos en la verdad, simplemente porque nos la enseñó así nuestra madre o padre o nuestro sabio párroco, etc. 

Pero Dios nos enseña, por boca de San Pedro, que hemos de estar dispuestos para dar en todo momento razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 Pedro III, 15), es decir de la fe que profesamos; pues la esperanza se funda en la fe, en las cosas que no se ven (cf. Romanos VIII, 24). Es, pues, como si dijera: Examinad el espíritu que tenéis, si es bueno o malo, si merece fe o desconfianza. 

Con lo cual vemos que no es recta delante de Dios esa posición que tiene un móvil puramente sentimental o humano, y que no significa certeza en el orden sobrenatural. 

Hoy, muchos católicos por este motivo sentimental o humano creen que la iglesia que conduce Bergoglio es la verdadera Iglesia Católica pero se equivocan. Están sumergidos en la ignorancia y el engaño de la herejía.

La verdadera Iglesia Católica jamás enseñaría el error, o sería ambigua, como lo hace este señor, y como lo hicieron anteriormente a él, los impostores a partir del Vaticano II.

Muchos prefieren seguir bajo la supuesta autoridad de Bergoglio, a no estar bajo autoridad alguna, aún cuando éste continúe diciendo herejías, tal como negar el Dogma de la Inmaculada Concepción, por citar solo un ejemplo.

Como la fe no es una argumentación filosófica, sino el asentimiento prestado a la Palabra de Dios que revela, es necesario para todo católico, hoy más que nunca, examinar los espíritus, buscando todo el tiempo la confirmación de lo que creemos o esperamos, o su rectificación en caso necesario para sanear verdaderamente nuestra fe de cualquier deformación proveniente de creencia popular, o supersticiosa, o del error o herejía.

Una religiosidad enfermiza es la que San Pablo estigmatiza en la Carta a Timoteo:

“Vendrá el tiempo en que no soportarán más la sana doctrina, antes bien con prurito de oír se amontonarán maestros con arreglo a sus concupiscencias. Apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Timoteo IV, 3-4).

Las aberraciones espirituales de los fieles tienen su paralelo en las desviaciones de los predicadores falsos del error y la mentira. La religiosidad de esta clase de cristianos es un problema: “Tendrán, dice San Pablo, ciertamente apariencia de piedad, mas niegan su fuerza” (2 Timoteo III, 5), o sea, su espíritu.

La gran masa continúa en tal deformación de la religión, porque exige poco: solamente algunas apariencias piadosas y la libertad para vivir la vida como se quiera, pues esos hombres son “amadores de los placeres más que de Dios” (2 Timoteo III, 4). 

¡Con qué claridad San Pablo ha visto nuestro tiempo! 

Y le dio también el nombre que le corresponde: tiempo de apostasía, apostasía práctica, por supuesto, ya que las apariencias de piedad impiden la apostasía formal. 

La apostasía disfrazada es para el Apóstol de los Gentiles “el misterio de la iniquidad”, del cual habla en 2 Tesalonicenses II, 7 ss., para abrirnos los ojos sobre los espíritus que nos engañan bajo forma de piedad y aparatosa religiosidad, incluso apariciones, errores y herejías.

¿Cómo podemos reconocer los falsos espíritus? ¿Cómo descubrir “los poderes de engaño” (2 Tesalonicenses 2, 11), que “con toda seducción de iniquidad” (2 Tesalonicenses 2, 10) y vestidos de “ángel de luz” (2 Corintios XI, 14) corrompen la grey de Cristo, no exteriormente, sino interiormente, como lo describe el Apóstol en el segundo capítulo de la II Carta a los Tesalonicenses, y Jesucristo en la parábola de la cizaña (cf. San Mateo XIII, 24 ss.)?

Ésta es la gran prueba que Dios nos ha puesto en los últimos tiempos: discernir la verdadera doctrina del error.

El mismo Dios nos brinda en la Sagrada Escritura las armas defensivas contra los espíritus que falsifican la verdad, diciéndonos que hay que examinarlo todo para ver si es de Dios o de los espíritus malos:

“Examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Tesalonicenses V, 21). 

“No queráis creer a todo espíritu, sino examinad si los espíritus son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido al mundo” (1 Juan IV, 1). 

Lejos de tener esa fe que acepta ciegamente cuanto escucha (cómodo pretexto para no estudiar las cosas de Dios), debemos imitar a los primeros cristianos, que escuchaban a San Pablo en Berea, y siendo “de mejor índole que los de Tesalónica, recibieron la palabra con gran ansia y ardor, examinando atentamente todo el día las Escrituras, para ver si era cierto lo que se les decía” (Hechos de loa Apóstoles XVII, 11). 

A los judíos que no le reconocían como Mesías, dice Jesús: “Escudriñad las Escrituras. . . ellas son las que dan testimonio de Mí” (San Juan V, 39). Lo mismo diría Él hoy a los que no conocen su fisonomía auténtica de Dios-Hombre o le destronan de su única posición de Mediador entre Dios y los hombres:

“Pues hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús” (1 Timoteo II, 5). 

Escudriñad las Escrituras, leed los Evangelios, las Cartas de San Pablo, estudiad rasgo por rasgo la personalidad de Cristo, rumiad cada una de sus palabras, que son luz y vida, imbuíos de su espíritu, siempre bajo la luz que irradia el Magisterio de la Iglesia, y os inmunizaréis contra todo intento de desfigurarlo o sustituirlo por apariencias. 

El atento lector del Evangelio está prevenido contra los falsos apóstoles y las apariencias de piedad y sabe que Cristo es el centro de toda la religión cristiana, y cuanto más una devoción se acerca al centro tanto más es cristiana. 

Enfocando todas las cosas con la luz del Evangelio descubre él lo que es verdad y lo que es apariencia. Demos gracias a Dios que nos ha dado la antorcha de su palabra para orientarnos, y el Magisterio perenne de la Iglesia para correctamente interpretarla. 

San Juan nos da un método muy sencillo para conocer y discernir los espíritus. Dice el Apóstol predilecto: 

“Todo espíritu que confiesa que Cristo ha venido en carne, es de Dios, y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios, sino que es el espíritu del Anticristo” (1 Juan IV, 2-3). 

Es decir, todo lo que redunda en honor de Jesucristo y contribuye a la glorificación de su obra redentora, viene del buen espíritu: y todo lo que disminuye la eficacia de la obra de Cristo o lo desplaza de su lugar céntrico, procede del espíritu maligno, aunque se presente disfrazado como ángel de luz y obre señales y prodigios, (cf. San Mateo XXIV, 24; 2 Tesalonicenses II, 9). 

Pues todo falso profeta tiene dos cuernos como el Cordero (cf. Apocalipsis XIII, 11), es decir, la apariencia exterior de Cristo, y solo pueden descubrirlo los que son capaces de apreciar espiritualmente lo que es o no palabra de Cristo. 

Es por eso por lo que el agua y la sangre son dos pruebas exteriores para creer tanto en la realidad humana de Cristo cuanto en la divinidad de su Persona de “engendrado de Dios” (1 Juan V, 1). 

En el bautismo que Él recibió de Juan santificando el agua, una voz celestial lo proclamó Hijo de Dios (cf. San Mateo III, 13 ss.; cf. San Juan I, 31-34). Es el testimonio del Padre desde el Cielo.

Y con el otro bautismo, el de su sangre (cf. San Lucas XII, 50), Jesús fue el gran mártir, (es decir, testigo), que dio en la Cruz el máximo testimonio de la verdad de todo cuanto afirmara, al punto de que arrancó a los asistentes la confesión: 

“Verdaderamente, Hijo de Dios era éste” (San Mateo XXVII, 54). 

Es el testimonio del mismo Hijo: “Ahora bien, para dar testimonio de Mí, estoy Yo mismo y el Padre que me envió” (San Juan VIII, 18).

En igual sentido dice Tertuliano que nos hizo “llamados, por el agua y escogidos, por la sangre”, pues con el Bautismo empezó la predicación del Evangelio y con su Muerte consumó la Redención, aun para los que no habían escuchado su Palabra (cf. San Lucas XXIII, 34). 

Con su Muerte Jesús nos ganó el Espíritu. Y como el Espíritu es la verdad, nos da testimonio de ella y ese testimonio divino es superior al de los hombres. Después de la muerte de Nuestro Señor y de su Ascensión a los cielos el que da testimonio es el Espíritu. Así es como “los tres concuerdan”:

“Y tres son los que dan testimonio en la tierra, el Espíritu, el agua, y la sangre; y los tres concuerdan” (1 Juan V, 8). 

“Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son uno” (1 Juan V 7).

“Ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1 Juan V, 4).

“Si aceptamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios, porque testimonio de Dios es éste: que Él mismo testificó acerca de su Hijo” (1 Juan V, 9).

Y “quien cree en el Hijo de Dios, tiene en sí el testimonio de Dios; quien no cree a Dios, le declara mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado de su Hijo” (1 Juan V, 10).

Así, la iglesia de Bergoglio declara a Dios un mentiroso, pues no cree en Jesucristo, y la prueba está en que se opone a su doctrina, o la presenta de una manera ambigua. 

Nos dice San Pedro: “Sed sobrios y estad en vela: vuestro adversario el diablo ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar” (1 Pedro V, 8).

Vivir a la defensiva de estos enemigos infernales que rondan sin cesar buscando nuestra muerte espiritual.

La Sagrada Escritura nos enseña que Satanás será juzgado definitivamente al fin de los tiempos:

“Del cielo bajó fuego (de parte de Dios) y los devoró” (Apocalipsis XX, 9).

Como así también a “los ángeles que no conservaron su dignidad” (San Judas 6).

En aquella tarde, bajo las puertas cerradas del recinto, Jesús le dijo a Tomás: “No seas incrédulo, sino creyente” (San Juan XX, 27). Y añadió: “Dichosos los que han creído sin haber visto” (San Juan XX, 29).

Y cuando venga, como los discípulos, también nosotros escucharemos de labios de Jesús:

“Paz a vosotros” (San Juan XX, 19).

Y nos llenaremos de gozo, viendo al Señor (cf. San Juan XX, 20).

Amén.

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Domingo in Albis – 2023-04-16 – 1 Juan V, 4-10 – San Juan XX, 19-31 – Padre Edgar Díaz