Bernhard Plockhorst - 1825-1907 |
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Los últimos versículos de la Epístola de hoy, “Porque erais como ovejas descarriadas; mas ahora os habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas” (1 Pedro II, 25), la enlazan con el Evangelio y la Liturgia Dominical del Buen Pastor.
A Dios le agrada que por amor suyo soporte uno las ofensas injustamente inferidas:
“Porque en esto está la gracia: en que uno, sufriendo injustamente, soporte penas por consideración a Dios... si padecéis por obrar bien y lo sufrís, esto es gracia delante de Dios” (1 Pedro II, 19-20).
Cristo que sufrió injustamente y supo con sus padecimientos redimir a las ovejas descarriadas nos ofrece ejemplo a seguir. Pasó ya la esclavitud de la que habla San Pedro en su Epístola, pero la injusticia y el dolor durarán con el mundo, y la lección gozará de una utilidad siempre relevante.
“Para esto fuisteis llamados. Porque también Cristo padeció por vosotros dejándoos ejemplo para que sigáis sus pasos” (1 Pedro II, 21). El Buen Pastor da a las ovejas el ejemplo a seguir.
“Ésta es la vocación y éste es el carácter propio de los discípulos de Jesucristo: abrazarse con la Cruz de su divino Maestro, copiar fielmente a este divino original, imitarle en la paciencia con que Él sufrió todos los agravios y las persecuciones” (San Cipriano).
“Cuando lo ultrajaban no respondía con injurias y cuando padecía no amenazaba, sino que se encomendaba al justo Juez” (1 Pedro II, 23).
Al justo Juez, es decir, al Padre celestial, en cuyas manos había puesto Jesús la justicia de su causa. Magníficamente escribió Monseñor Straubinger sobre el “Justo Juez”, el Padre Celestial, marcando así el tenor del Buen Pastor.
No nos conviene, ciertamente, que Dios sea justo, en el sentido humano de la palabra. El litigante desea un justo juez cuando su causa es buena. Pero cuando la causa es mala, cuando no tiene razón, ¿acaso le conviene un juez justo?
Ahora bien, ¿qué tal es nuestra causa delante de Dios? Él mismo nos lo enseña por si acaso nuestra ceguera no lo viese: “Ningún viviente puede aparecer justo en tu presencia”, dice el Profeta David (Salmo 142 [143], 2);
Y en otra parte: “Si examinaras, Señor, nuestras iniquidades, ¿quién podría subsistir? (¿Quién quedaría en pie?)” (Salmo 129 [130], 3). Y San Juan añade:
“Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos, y no hay verdad en nosotros” (1 Juan I, 8).
¿Qué haríamos, pues, con un juez justo?
Jesús, que es y será nuestro Juez porque el Padre así lo quiso, ha definido su justicia en estos términos: “El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que había perecido” (San Lucas XIX, 10).
“Que no envió Dios su Hijo al mundo para juzgar al mundo sino para que por su medio el mundo se salve” (San Juan III, 17).
¿En qué consiste, pues, la justicia de Dios? ¿Acaso será que el Padre sea más severo que su Hijo en materia de justicia? Parece que debiéramos dudarlo cuando vemos que San Pablo lo llama “Padre de las misericordias y Dios de toda consolación” (2 Corintios I, 3) y que desde el Antiguo Testamento nos dice el mismo Padre: “¿Acaso quiero Yo la muerte del impío, y no antes bien que se convierta de su mal proceder y viva?” (Ezequiel XVIII, 23).
Pero donde se ve hasta qué punto llega la justicia de Dios, es en las palabras de su Hijo que nos hace aquella inaudita revelación: “Tanto amó Dios al mundo que no reparó en dar a su Hijo Unigénito...” (San Juan III, 16). ¿Es esto justicia, condenar al inocente para salvar al culpable?
Se dirá: Bueno, eso lo hizo Dios una vez. Pero ahora será sin duda más severo. Veamos lo que dice San Pablo: “Lo que hace brillar más la caridad de Dios hacia nosotros es que cuando éramos aún pecadores, Jesucristo, al tiempo señalado, murió por nosotros; con mayor razón, pues, ahora que estamos justificados por su Sangre, nos salvaremos por Él de la ira” (Romanos V, 8-9).
“El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo después de habernos dado a Él, dejará de darnos cualquier otra cosa?” (Romanos VIII, 32).
Quiere decir, pues, que ahora el Padre es aún “menos justo” que antes. Entonces ya nos llamaba a su mercado diciendo: “Venid y comprad sin dinero” (Isaías 55, 1). ¿Qué “justicia” puede haber donde se vende sin dinero?
Ahora Él mismo se ha obligado más aún a no negarnos nada, pues que nos ha provisto de una moneda de valor infinito: la Sangre del Hijo amado en quien tiene todas sus complacencias. Con esa moneda no hay cosa que se nos pueda negar, y Jesús lo ha dicho terminantemente: “Todo lo que pidiereis al Padre en mi Nombre os lo dará” (San Juan XVI, 24).
¿De dónde puede sacarse entonces la prueba de que Dios es justo?
Así lo supone sin duda la metafísica (la filosofía del ser), pero la Revelación nos dice que los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos, sino que distan tanto de ellos como el cielo de la tierra (cf. Isaías 55, 9).
“Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del Cielo dará el buen espíritu a los que se lo pidan?” (San Lucas XI, 13). “¿Acaso no es Él bueno con los desagradecidos y malos?” (San Lucas VI, 35).
Dios no juzga a nadie (cf. San Juan V, 22) en esta vida, ni odia a sus creaturas, porque es Padre y ama con un amor de infinita misericordia. No podemos poner en duda su justicia o santidad, pero ésta ya está satisfecha de un modo superabundante con los méritos de Jesucristo.
Por lo tanto, Dios no necesita tratarnos según nuestro humano concepto de justicia, antes bien, puede dar rienda suelta a su misericordia incontenible que rebosa de su corazón de Padre. Lo vemos obrar así en todas las relaciones con nosotros. Cuando uno peca, dice San Ambrosio, Dios lo mira como una flaqueza propia de lo que somos; mas cuando se arrepiente, Dios se lo cuenta además como una buena obra.
Pero entonces, si Dios es así, ¿para quién es el Infierno? Simplemente para el que quiere ir a él. Para el que no quiere aceptar que Dios le dé ese buen espíritu que ofrece a todos gratis y que no es sino el Espíritu Santo (cf. Romanos V, 5), el Espíritu de Jesús (cf. Gálatas IV, 6). ¿Y quién puede haber tan insensato que se resista a admitir el don gratuito de la misericordia que viene del amor? Precisamente el que no cree en verdad en ese amor. ¿Cómo puede aceptarlo si no cree en él?
Ese es el que piensa que Dios es exclusivamente justo y que no puede pedírsele nada más que justicia, y que sería incorrecto acogerse a su misericordia, posición que ha sido condenada por la Iglesia Católica (Denzinger 1256.)
Es, en una palabra, el soberbio, que no quiere dejarse amar, porque le parece que no lo necesita. Y a ese soberbio, Dios lo castiga entonces, no ya por sus pecados, pues que está siempre dispuesto a perdonar, sino por su dureza que no ha querido creer en el amor y aceptar el perdón.
Entonces sí que aparece el Dios justo, terrible y lleno de ira. ¿Por qué? Por venganza espantosa del amor despreciado. Desde Moisés sabemos que “Dios es un fuego devorador y celoso” (Deuteronomio IV, 24). El Cantar de los Cantares nos da luego todo su retrato: “El amor es fuerte como la muerte, y los celos son duros como el infierno” (Cantar de los Cantares VIII, 6).
El amor del Padre y del Hijo no se detuvo ni ante la perspectiva del Calvario, porque es fuerte como la muerte. Y esto fue para comprarnos el Espíritu Santo, ese “buen espíritu” que hemos visto que Dios da gratis, ese espíritu de hijo, que el Padre nos regala para que nos santifique con sus dones, por los méritos de Cristo.
Pero ¡ay del que rechaza ese Espíritu de amor, porque entonces los celos son duros como el infierno! ¡Ay del que rechaza “el espíritu de príncipe” (Salmo 50 [51], 14) que el Rey divino ofrece en un alarde de amor y generosidad infinita!
No será entonces la Justicia de Dios la que juzgará sus obras. Será el amor ofendido quien juzgará su desamor. ¿Acaso no es el primero de los diez mandamientos el que nos manda devolver a Dios amor por amor? Por eso se pedirá mucha cuenta al que mucho se le dio.
Pero no por pura justicia, pues el Apóstol Santiago nos enseña que Dios no está sometido a más ley que a su beneplácito (cf. Santiago IV, 12). Será por “celos”, según dice el mismo Apóstol: “¿Pensáis acaso que sin motivo dice la Escritura: El Espíritu de Dios que habita en vosotros os ama y codicia con celos?” (Santiago IV, 5). Esto lo hallamos muchas veces en Jeremías y en Ezequiel.
No es, pues, Dios un juez que condena, sino un Padre que está siempre deseando perdonar. El soberbio que rechaza el perdón, es quien se abre él mismo las puertas del Infierno. Si hasta Judas Iscariote habría quedado en un instante, con sólo quererlo, perdonado gratuitamente, y esto por los méritos del mismo Cristo a quien entregó, ¿cómo puede hablarse de justicia? ¡Infeliz!, dice San Martín de Tours hablando a Satanás: Si tú fueras capaz de pedir misericordia, también la tendrías.
Por lo demás, ¿es posible que Dios no use Él mismo la conducta que nos mandó tener a nosotros? Si nos mandó no resistir al mal, y entregar también la túnica al que nos toma el manto, y perdonar siempre hasta cuatrocientas noventa veces por día, y amar al enemigo y devolverle el bien por el mal, ¿cómo es posible que Dios nos mire con aquella justicia que solemos atribuir a los hombres?
Cuando Jesús nos dio esa regla de caridad total y misericordia sin límites, ¿a quién puso por modelo de ella, sino a su Padre Celestial? Sed perfectos —misericordiosos— como vuestro Padre Celestial es perfecto —misericordioso— que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos y pecadores (cf. San Lucas VI, 36; San Mateo V, 44 s.).
Si el Padre da este ejemplo; si el Hijo, que es su imagen perfecta, muere implorando perdón por sus verdugos y dejándoles su Madre por herencia, ¿cómo puede un cristiano calumniar a Dios creyéndolo justo a la mezquina manera humana?
¿Fue en vano, entonces, que Cristo enseñara las parábolas del Hijo Pródigo y de la Oveja Perdida? ¿A quién se refieren esas parábolas? ¿No es acaso a la misericordia sin límites con que siempre nos mira el amor de Dios?
Las revelaciones estupendas que nos brinda así cada página de la Sagrada Escritura destruyen, como se ve, ese falso concepto de un Dios justo a lo humano que el hombre se ha formado según su lógica jurídica, como si no existiera el misterio de la Redención.
Después de esto, ¿habrá aún quien se preocupe de defender la justicia de Dios en el sentido de que Él nunca da menos de lo que debe? ¡Inútil defensa! Santo Tomás explica que Dios no obra nunca contra la justicia, pero si praeter justitiam, más allá de la justicia, en cuanto da mucho más de lo merecido.
Y el mismo dice que Dios es misericordioso porque es justo. En efecto, la Iglesia ha condenado contra Bayo la proposición de que Dios no premia sino según nuestros méritos (Denzinger 1014): “Con la medida con que medís, se medirá para vosotros; y más todavía os será dado a vosotros los que oís” (San Marcos IV, 24).
¿Cómo explicar entonces ese empeño nuestro en tenerle miedo en vez de confianza? ¿Cómo no repetimos todos con David: “De vultu tuo judicium meum prodeat: quiero que sea tu rostro el que me juzgue” (Salmo 16 [17], 2)?
La explicación es clara, aunque asombrosa: Nuestra soberbia prefiere contar consigo misma y no con la limosna de Dios. Nuestra falta de fe, nuestra fe deformada, empequeñece a Dios y lo juzga con criterio humano, atribuyéndole sentimientos como los nuestros, en vez de “sentir bien del Señor”, según enseña desde su primer verso el Libro de la Sabiduría (Sabiduría I, 1).
La verdad es que no queremos confiar a Dios un negocio tan importante como el de la salvación. ¡No sea que Él nos juegue una mala partida!
No nos bastan las pruebas que Dios ha dado de su amor lleno de misericordia. Y es para esos tales, que quieren salvarse por propia suficiencia y no por los méritos de Cristo, para quienes dijo Él su terrible palabra: “El que quiere salvar su alma, la perderá” (San Mateo XVI, 25).
Para esos duros y tardos de corazón, que tratan de mentiroso a Dios, porque no creen en la declaración de amor que Él nos formula y sella con la Sangre de su Hijo, para esos sí será el infierno, no por ser Dios justo, — pues estaba deseando perdonarles todas sus culpas— sino por los celos de su amor desdeñado.
Por eso dijo muy bien el Dante que el Infierno es obra del divino Amor (Inferno V, 6).
Hasta aquí el admirable escrito de Mons. Straubinger sobre el “Justo Juez”, en cuyas manos se encomendó Nuestro Señor Jesucristo, dejándonos ejemplo como Buen Pastor. Pastor y Obispo de nuestras almas es Jesucristo, nos dice hoy San Pedro.
Y lo es por ser el Mediador de la Nueva Alianza mediante su Sangre (cf. Hebreos XII, 24), pues tampoco la antigua alianza o Testamento había sido sin la sangre de los becerros, que se llamaba “sangre de la alianza” (cf. Hebreos IX, 18 ss.), por lo cual fue necesario que Jesús muriera, para cumplir las promesas hechas a los padres por el Dios veraz (cf. Romanos XV, 8).
Al final de la Epístola a los Hebreos San Pablo alude expresamente sobre el Pastor fiel, cuando le anuncia a los hebreos la resurrección de Cristo, diciéndoles:
“El Dios de la paz, el cual resucitó de entre los muertos al (que es el) gran Pastor de las ovejas, ‘en la sangre de la Alianza eterna’, el Señor nuestro Jesús, os haga aptos para todo bien, a fin de que hagáis su voluntad. Él obre en vosotros por Jesucristo lo que sea agradable a sus ojos. A Él sea dada la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hebreos XIII, 20).
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Domingo II de Pascua – 2023-04-23 – 1 Pedro II, 21-25 – San Juan X, 11-16 – Padre Edgar Díaz