Dios Padre - Domenico Alfani - 1479-1557 |
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El Evangelio de este Domingo nos da la oportunidad de hablar del Padre: “Vosotros me habéis amado, y habéis creído que Yo vine de Dios. Salí del Padre, y vine al mundo; otra vez dejo el mundo, y retorno al Padre” (Juan XVI, 27-28).
¿Quién es el Padre, de donde salió Jesucristo y hacia dónde retornó después de que dejó el mundo?
Ese Padre a quien Él llamó “mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios” (Juan XX, 17), ¿sería la Santísima Trinidad? ¿Jesús sería entonces el Hijo de la Santísima Trinidad?
Esa fue exactamente la herejía del P. Harduin y su discípulo el P. Berruyer, que refutó tan claramente San Alfonso María de Ligorio.
En un excelente trabajo “El Padre Celestial en el Evangelio” Monseñor Straubinger explica que el mal de esta herejía viene de ignorar el Evangelio, pues cualquiera que lo ha leído, aunque sea una sola vez, no puede dejar de admirar la insistencia de Jesús en hablar de su Padre, del Padre que lo envió, es decir de esa Primera Persona, cuya gloria es para Cristo una obsesión constante. Habla Jesús claramente de la distinción de Personas.
De ahí que defina los tiempos mesiánicos como aquéllos en que se va a “adorar al Padre en espíritu y en verdad, porque tales son los adoradores que el Padre quiere” (Juan IV, 23 s.). Quienes no lo hagan así seguirán adorando no al verdadero Dios, sino a una creación de la mente.
A esta divina Persona del Padre, cuya gloria es la preocupación de Jesús, se dirige Él en su Oración Sacerdotal para darle cuenta de que ha cumplido su voluntad manifestando a los hombres su Nombre de Padre. Y concluye insistiendo en que nos hará conocer más y más a ese Padre, que nos ama a nosotros como a Él lo amó.
A Él se dirige Jesús en la Cruz al decirle: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Marcos XV, 34). A Él la última palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas XXIII, 46). A Él se refiere la sentencia que oiremos de Jesús como Juez de las naciones: “Venid, benditos de mi Padre” (Mateo XXV, 34).
A Él reverencia el mismo Verbo Encarnado cuando dice “mi Padre es mayor que Yo” (Juan XIV, 28), lo cual se explica perfectamente, pues si la Segunda Persona tiene la plenitud de la Divinidad, lo mismo que la Primera, siempre será cierto que la recibe de Ésta, es decir del Padre (así como el Espíritu Santo la recibe del Padre y del Hijo), en tanto que el Padre que la comunica, no la recibe de nadie.
De ahí que Jesús, aunque “Dios le puso todas las cosas en su mano” y “no (le) comunicó su Espíritu con escasa medida” (Juan V, 54-55) y “le dio el tener la vida en Sí mismo” (Juan V, 26), mantiene siempre esa devoción por la Persona del Padre (como lo hace todo buen hijo aunque sea adulto y tan rico y poderoso como su padre); y esa devoción, y amor, y celo por la gloria de su Padre, es lo que llena su vida entera, desde que a los 12 años se queda en el Templo, aún a trueque de dejar a su Madre en la angustia, para “estar en las cosas de su Padre” (Lucas II, 49).
Desde entonces y sin perjuicio de dejar perfectamente definida la propia divinidad del Hijo (“mi Padre y Yo somos uno”, Juan X, 50) y el misterio de la circuminsesión (“mi Padre es en Mi y Yo soy en mi Padre”, Juan XIV, 10), Jesús va ahondando ese concepto del Padre, y lo llama siempre Dios por antonomasia.
Jesús vino, pues, a revelarnos el Nombre de Padre, es decir, la Primera Persona, cuyo conocimiento es, por consiguiente, fundamental en la doctrina católica. Y de tal manera nos quiere llevar a ese conocimiento y amor de la Primera Persona, que dice claramente: “Si me conocierais a Mí, conoceríais también a mi Padre” (Juan XIV, 7).
Esto lo dice porque Él, Jesús, “resplandor de la gloria del Padre y figura de su sustancia” (Hebreos I, 3) es el espejo purísimo en cuya faz vemos reflejarse las mismas perfecciones del Padre; y también porque el divino Hijo habló tanto de su Padre, tanto lo alabó, tanto se humilló (Filipenses II, 8) para darle al Padre toda la gloria; tanto insistió en que Él era Enviado que nada hacía sin el Padre... que realmente es imposible conocer, por poco que fuera, a semejante fiel Enviado, sin conocer a aquella Primera Persona que lo envió y a quien Él tanto se empeñó por dar a conocer a los hombres.
No conocer al Padre de Jesús, es, pues, el mayor desaire que podría hacerse a Jesús, la mayor prueba de no haber prestado atención a sus palabras, sobre todo al Evangelio de San Juan.
EI mismo Jesús explica que “la vida eterna consiste en conocer al Padre y a Jesucristo como enviado por el Padre” (Juan XVII, 5), es decir, en saber que ese Padre Dios fue capaz de amarnos hasta darnos su Hijo como Víctima, además de dárnoslo como Mediador, Maestro, Amigo, Hermano, Alimento...
Ahora bien, si la vida eterna estriba en ese conocimiento del Padre, parece que la falta de ese conocimiento debe ser muy grave. Veamos lo que enseña sobre ello Jesús.
Al anunciar a sus verdaderos discípulos la persecución, no sólo por parte de los incrédulos sino también por parte de los que pretenden agradar a Dios, les dice: “Tiempo llegará en que cualquiera que os quite la vida, creerá ofrecer con ello un homenaje a Dios” (Juan XVI, 2).
E inmediatamente nos da la explicación de esta aberración tan monstruosa: “Y esto harán porque no conocen al Padre, ni a Mí” (Juan XVI, 3). Y añade todavía, como para prevenir a los que vivieren en esos malos tiempos: “Os lo he dicho para que, cuando llegue ese tiempo, os acordéis de que Yo os lo he dicho” (Juan XVI, 4).
Apresurémonos, pues, a sacar la saludable consecuencia de estas lecciones de Jesús: la necesidad urgente de conocer al Padre, y esto, mediante el Único que puede revelárnoslo porque es el Único que lo conoce: “A Dios nadie lo ha visto nunca. Su Hijo Unigénito que está en el Seno del Padre, Ese es quien le dio a conocer” (Juan I, 18).
Así dijo el Evangelista Juan y Cristo mismo confirma: “Nadie conoce... al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quisiere revelarlo” (Lucas X, 22). “Nadie viene al Padre sino por Mí” (Juan XIV, 6).
Esta doctrina básica de toda espiritualidad auténticamente católica, está sintetizada por San Juan, el discípulo amado, quien en su gran Epístola nos dice que “nos ha dado a conocer (en su Evangelio) la Vida que estaba en el Padre y vino a nosotros”, para que vuestra unión (ut societas vestra) sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo (I Juan I, 2 y 5).
Y el Espíritu Santo es precisamente quien nos está llevando al conocimiento y amor del Padre y del Hijo, pues Él es el Amor que une a Ambos en la misma Esencia.
Pero no es la Esencia distinta de las tres Personas lo que se adora, sino las Personas.
Así lo define una importantísima decisión del IV Concilio de Letrán para prevenirnos de que la Divinidad no existe sino en las Personas y en cada una de Ellas, y que por lo tanto hemos de adorar y glorificar al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo.
Pretender adorar a un Dios que no fuese el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo, sería, declara el Concilio, introducir una como “cuaternidad”, atribuyendo personalidad a la esencia divina (Denzinger 432).
Éste es el vago concepto deísta que muchos tienen cuando dicen Dios, o “el Señor”, o Nuestro Señor, o Dios nuestro Señor, sin saber si hablan de Cristo o del Padre; o cuando oran sin pensar a qué Persona se están dirigiendo.
Concluyamos recordando la gravedad que atribuía a esto San Cirilo de Jerusalén al decir que el Anticristo es la apostasía, y que ésta consiste en abandonar la verdadera fe confundiendo el Padre con el Hijo (Cyrillus Hieros. Catech. 15).
El máximo peligro hoy es sin duda la falsificación de la Iglesia Católica, convirtiéndola en la falsa religión moderna del Vaticano II, religión del ecumenismo, mezcla de todas las religiones, instrumento del anticristo, del gobierno mundial, confusión.
Hacer creer que todas las religiones adoran al mismo Dios es falso. Y para lograr esto se introdujo en el Catolicismo confusión entre las Personas Divinas, diciendo que Cristo no es Dios, sino un puro hombre, o un gran profeta, a la manera protestante. Luego, no habría ninguna razón para admitirlo como Dios.
Y si Cristo no es Dios, que vino a mostrarnos a la Persona del Padre, tampoco habría porqué admitir a la Santísima Trinidad y su única religión, el Catolicismo. De la Nueva Religión Mundial la única que queda excluida es precisamente la verdadera: el Catolicismo, la única religión que salva.
Por eso, para un católico fiel, existe la necesidad imperiosa de saber distinguir las Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, la Santísima Trinidad, que conforma su única religión: el Catolicismo, para no contaminarse con el error y la confusión.
La misma inefabilidad del misterio (de la Santísima Trinidad) actúa como garantía del verdadero Dios (y de la verdadera religión) entre todas las formas de religión y conceptos falsos de Dios que se presentan en el mundo.
No en vano vino Jesús a mostrarnos al Padre y a declararnos que Él es Dios: “Salí del Padre, y vine al mundo; otra vez dejo el mundo, y retorno al Padre” (San Juan XVI, 28), para luego volver como Rey en su Parusía.
Amén.
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Dom V post Pascha – 2023-05-14 – Santiago I, 22-27 – San Juan XVI, 23-30 – Padre Edgar Díaz