jueves, 18 de mayo de 2023

Toda la Verdad sobre el Papa Juan XXII


TODA LA VERDAD SOBRE EL PAPA JUAN XXII

Tomado de Sapientiae Sedei Filii

¿De dónde viene esta idea de que un Papa puede desviarse de la fe? Que el Papa pueda errar en la fe es una tesis aparecida en la época moderna, bajo el impulso de corrientes heréticas, sobre todo el galicanismo y el protestantismo, y más recientemente del lefebvrismo, aprendido por el fundador de la Fraternidad SSPX del hereje P. Le Floch; desde donde se ha extendido a los conciliares conservadores, a los miembros de esa Fraternidad, tanto de dentro, como a los expulsados.

Todos los santos canonizados eran favorables a la infalibilidad papal.

“Frente a estos hombres que veneramos sobre los altares, percibimos en primer lugar en el campo de los adversarios de la infalibilidad papal todos los enemigos de la Iglesia que la han traicionado desde adentro. Pregunto: el sentido católico, él solamente, ¿no arrastraría a donde se encuentran los santos, aunque nada más fuera por huir de la triste compañía de quienes, es verdad, son enemigos de la infalibilidad del Papa, pero que comprometen tan extremadamente a quienes se aventuran con ellos?” (Dom Prosper Guéranger: La monarchie pontificale, Paris y Le Mans, pp. 220-221).


EL PAPA JUAN XXII

El Papa Juan XXII (1316-1334), habría enseñado una herejía sobre la visión beatífica durante años y se habría retractado sólo en su lecho de muerte. Se reprocha a Juan XXII haber predicado que las almas de los justos, separadas de sus cuerpos, no verán la esencia y las personas divinas más que después de la resurrección general; y que en la espera, no gozarán más que de la vista de la humanidad santa del Salvador.

En verdad, este Papa creía exactamente lo opuesto de la opinión que se le reprochaba. He aquí su profesión de fe: “Nos, declaramos como sigue el pensamiento que es y que era el nuestro: Nos, creemos que las almas purificadas separadas de los cuerpos son reunidas en el cielo y que, siguiendo la ley común, ellas ven a Dios y a la esencia divina cara a cara” (Juan XXII: bula Ne super his, diciembre 3 de 1334, redactada poco antes de su muerte). La expresión “que es y que era” prueba que él creyó esto durante toda su vida.

Este Papa fue un defensor intrépido de la fe, pues refuta sin descanso a los herejes de diversos países, sin temor de hacerse de los peores enemigos. Entre ellos figuraba el monarca bávaro Luis IV, que había puesto en Roma un antipapa. El monarca fue excomulgado por Juan XXII. Los cismáticos de Baviera se vengaron entonces de forma innoble: atribuyeron al Papa propósitos que él jamás había tenido y difundieron por todas partes que habría desviado de la fe. Esto llevó al rey de Francia, Felipe VI de Valois, a ordenar una investigación. Los teólogos de La Sorbona, mandados por el rey, examinaron este asunto con el más grande cuidado. Concluyeron en la inocencia de Juan XXII.

Para comprender bien el origen de las calumnias proferidas contra Juan XXII, es conveniente conocer mejor a sus enemigos: los fraticelli y su protector Luis de Baviera.

Los fraticelli eran monjes franciscanos herejes y cismáticos. En 1294, los franciscanos se habían escindido en dos órdenes: los “conventuales”, que admitían la propiedad común, a saber los ingresos y los bienes inmobiliarios y los “fraticelli”, también llamados ermitaños pobres o “espirituales”, que la recusaban.  

Los fraticelli se entusiasmaban con los sueños apocalípticos de Olivi y de Casale, salidos de las herejías de Joaquín de Fiore. Según Joaquín de Fiore, retomado por los fraticelli, la era de la Iglesia estaba terminada. Con el fin de la Iglesia comenzaba la era del Espíritu Santo. La Iglesia era la gran prostituta, librada a los placeres de la carne, el orgullo y la avaricia: los fraticelli representaban la nueva Iglesia, casta, humilde y, sobre todo, absolutamente pobre. Juan XXII los reprendió severamente: “El primer error que sale de su laboratorio colmado de tinieblas inventa dos Iglesias, la una carnal, agobiada por las riquezas, desbordando de riquezas y manchada de fechorías, sobre la cual reinan, dicen ellos, el Pontífice Romano y los prelados inferiores; la otra espiritual, pura por su frugalidad, ornada de virtudes, ceñida por la pobreza, en la cual ellos se encuentran solos con sus pares, y a la cual presiden ellos mismos por el mérito de una vida espiritual, si vamos a dar crédito a sus mentiras” (Constitución Gloriosam Ecclesiam, enero 23 de 1318).

Identificando su regla y su interpretación con el Evangelio mismo, los fraticelli rehusaron reunificar su orden con los conventuales, lo cual fue exigido por Clemente V y por Juan XXII. Cuando Juan XXII demanda algunos cambios a su regla monástica, le declaran enemigo del Evangelio y privado de toda autoridad. El Papa condena muchas proposiciones absurdas de los fraticelli en la constitución Gloriosam Ecclesiam de 23 de enero de 1318, lo que le valió un odio tenaz de su parte. Por su bula Cum inter nonnullos del 12 de noviembre de 1323, el Papa condena especialmente como herética la opinión según la cual Cristo y los Apóstoles no habrían poseído nada, sea individualmente, sea en común. Buen número de franciscanos se rebelaron abiertamente. Se refugiaron en la corte de Luis de Baviera, que estaba en lucha con la Santa Sede. Desde allí inundaron Europa de panfletos contra quien ellos llamaban desdeñosamente “Juan de Cahors”, porque lo consideraban como caído del soberano pontificado en razón de su supuesta herejía.

El monarca Luis IV de Baviera (1287- 1347) quiso estar por encima del Papado, ser una suerte de superior del Papa. Su loca pretensión correspondía bastante bien a una tesis enunciada por un filósofo de la época, pero tachada de herética por Juan XXII. El maestro parisino Marsilio de Padua fue, en efecto, condenado por el Papa (constitución Licet iuxta doctrinam, octubre 23 de 1327) por haber sostenido muchas herejías, entre las cuales ésta: “corresponde al emperador corregir al Papa y castigarlo, instituirlo y destituirlo”.

Durante la elección del emperador del santo imperio romano germánico en 1314, los príncipes electores no pudieron ponerse de acuerdo. Unos designaron al austríaco Federico el Hermoso, otros a Luis el Bávaro. Luis gana la batalla de Mühldorf (septiembre 28 de 1322) y encarcela a Federico el Hermoso. Mas el Papa rehúsa la corona imperial a Luis el Bávaro, pues quería guardar neutralidad entre los dos rivales: el Papa se reserva la gerencia de los territorios italianos del Imperio, conforme a la decretal Pastoralis cura de Clemente V, que decía: “No siendo posible el recurso al poder secular, el gobierno, la administración y la jurisdicción suprema del Imperio corresponden al soberano Pontífice, a quien Dios, en la persona de San Pedro, ha entregado el derecho de comandar todo a la vez en el cielo y en la tierra”.

A pesar de esto, Luis no duda en ejercer su pretendida soberanía imperial en Italia y, como añadidura, recibe a los fraticelli herejes. Fue excomulgado el 23 de marzo de 1324. Replica, haciendo redactar la réplica por los Fraticelli, la apelación de Sachsenhausen (22 de mayo de 1324), que declaraba a Juan XXII hereje y caído del soberano pontificado. El Papa a su vez decreta el 11 de julio de 1324, que Luis había perdido todo derecho a la corona.

Luis emprende entonces una expedición militar en Italia (1327-1330). Encuentra apoyo entre los herejes italianos y pudo tomar Roma. Se hizo coronar en la ciudad eterna el 17 de enero de 1328, por cuatro romanos, en violación flagrante del derecho, pues sólo el Papa podía coronar a un emperador. El 18 de abril de 1328, declara la caducidad de Juan XXII y el 12 de mayo, impone al antipapa Pietro Rainal Lucci, que toma por pseudónimo artístico el nombre de Nicolás V (1328-1330). El antipapa era originario de Corvara, villa situada en la región de L’Aquila, la patria del jefe de los fraticelli, Pedro de Morrone.

El Papa legítimo residía en Avignon. El “cónclave” de los cismáticos tuvo lugar en Roma. El candidato designado por Luis de Baviera era uno de sus cortesanos. “Este antipapa agregaba la herejía al cisma, sosteniendo que Jesucristo y sus discípulos nada habían poseído como propio, ni en común, ni en particular” (Monseñor Paul Guérin: Los concilios generales y particulares, Bar-le-Duc 1872, t. III, p. 5). Igualmente, había una concepción exagerada de la pobreza monástica.

El “cónclave” viola todas las reglas más elementales del derecho. El pueblo de Roma se reúne delante de San Pedro, hombres y mujeres, todos aquellos que lo quisieran.

Ese era el sacro colegio que entraba en cónclave. El sedicente emperador Luis apareció sobre el estrado que estaba en lo alto de las gradas de la iglesia. Llama a un cierto monje y levantándose de su silla, le hizo sentar bajo el palio. Era un franciscano cismático, Pedro, nativo de Corbière en los Abruzos, que sostenía que los religiosos mendicantes no podían ni tener aun la propiedad de la sopa que comían y que sostener lo contrario era una herejía. Y era por esto que “Luis de Baviera lo hizo sentar a su costado” para crearlo antipapa (Padre René François Rohrbacher: Historia universal de la Iglesia Católica, 1842-1849, t. VIII. p. 483). Pues Pedro de Corvara y Luis de Baviera tenían la misma concepción falsa de la pobreza evangélica.

Se propone al pretendido sacro colegio, compuesto de hombres, mujeres y niños, la cuestión ritual: “¿Queréis por Papa al hermano Pedro de Corvara?” Las pobres gentes tuvieron tanto temor del emperador y de sus soldados, que accedieron. Juan XXII renueva la excomunión del emperador. Este último preparaba su revancha. Esperando ésta, recibe en su corte a los filósofos tristemente célebres por sus herejías: Marsilio de Padua, Ockham, Cesena y Bonagratia.

Marsilio de Padua (1290-1343?) fue rector de la universidad de París en 1312. En 1324 publica su libro Defensor pacis, lo que le valió en 1326, una cita a comparecer ante el inquisidor del arzobispado de París. Marsilio prefiere huir a Baviera. Muchas proposiciones extraídas del Defensor pacis fueron calificadas de heréticas por Juan XXII. Marsilio había sostenido que el emperador estaba por encima del Papa; la separación de la Iglesia y del Estado estaba contenida en germen en su libro. Luis de Baviera lo nombra su vicarius in spiritualibus, director espiritual. Se piensa que fue Marsilio quien empujó a Luis a hacerse coronar en Roma sin el consentimiento del Papa.

El hereje Guillermo Ockham (1285-1347) es considerado como uno de los más importantes filósofos de la Edad Media. Este franciscano inglés quebranta la filosofía medieval e influye en la doctrina de Lutero. Su enseñanza naturalista lo lleva a poner en duda la transubstanciación. Fue convocado a Aviñón, donde residía el Papa. Desde 1324 hasta 1328, Ockham residió en un convento de Aviñón, mientras la Inquisición examinaba sus escritos. Trabó conocimiento con los fraticelli Cesena y Bonagratia, y adoptó sus ideas.

Miguel de Cesena (muerto en 1342) era el antiguo superior general de los fraticelli. Había sido convocado a Aviñón en razón de su herejía.

Bonagratia de Bérgamo (1265-1340) había sido convocado también ante el tribunal aviñonés.

En la noche del 26 al 27 de mayo de 1328, los tres compadres huyeron y se reunieron con Luis de Baviera en Pisa. Lo acompañaron enseguida a Baviera y allí permanecieron hasta sus muertes. Los tres excomulgados, cismáticos y herejes, llevaron una guerra de pluma pérfida contra la Santa Sede, despotricaron contra la autoridad del Papa, las riquezas de la Iglesia oficial, etc.

En el tiempo de Juan XXII, la cuestión de la naturaleza de la visión beatífica no había sido zanjada todavía por la Iglesia. Los teólogos tenían libertad para discutir sobre esa cuestión. Una corriente mayoritaria sostenía que las almas de los difuntos en el cielo veían la esencia de Dios, mientras que una minoría de teólogos pensaba que verían la esencia de Dios solamente después del juicio final, y que debían contentarse, en la espera, con la vista de la humanidad de Nuestro Señor.

En esta disputa entre teólogos, Juan XXII pensaba muy bien que la opinión mayoritaria era correcta, como lo atestiguan su bula citada supra y el testimonio de su sucesor Benedicto XII citado infra, pero aun así quiso examinar los argumentos contrarios. Reunió a este efecto testimonios variados de los padres de la Iglesia e invitó a los doctores a discutir los pros y los contras.

Entonces sus enemigos aprovecharon la ocasión propicia para deformar sus intenciones. “En ese momento (1331), por malevolencia, los Bávaros que habían seguramente seguido el cisma de Luis IV de Baviera y los falsos hermanos menores condenados por herejía (los fraticelli), de los cuales los conductores eran Miguel de Cesena, Guillermo de Ockham y Bonagratia, atacaron por calumnias la reputación pontificia, afirmando que Juan habría pronunciado una definición ex cathedra como que las almas no veían la esencia divina antes del juicio final. Es por eso que, poco tiempo después, movidos por un celo perverso, comenzaron a formular demandas de convocatoria a un concilio ecuménico contra él en tanto que hereje” (Odoric Raynald: Annales ecclesiastici ab anno MCXVIII ubi desinit cardinales Baroniuis, anotado y editado por Jean Dominique Mansi, Lucae 1750, anno 1331, n. 44).

“Los enemigos calumniaron al Pontífice. Un insigne doctor alemán, Ulrich, los refuta. Demuestra, hacia el fin de su obra (libro IV, último capítulo, manuscrito n. 4005 de la Biblioteca del Vaticano, p. 136), en contra de los calumniadores del Pontífice, que los propósitos criticados por los enemigos, el Papa los había tenido en tanto que moderador de un debate escolástico” (Raynald, anno 1331, n. 44).

¿Qué debe entenderse por un debate escolástico? Hay que comprenderlo como una disputatio, es decir un debate contradictorio en el que los adversarios hacen valer argumentos a favor y en contra de tal o cual punto de la doctrina. Santo Tomás de Aquino, en la Summa theologiae, procede así: enumera sistemáticamente toda una retahíla de argumentos a favor de la tesis errónea, y enseguida la refuta por los argumentos opuestos. Sería deshonesto decir que santo Tomás es hereje, bajo el pretexto de que cita también argumentos falsos. Y, sin embargo, es exactamente lo que hicieron los cismáticos bávaros respecto al Papa: lo acusaron de herejía, siendo que Juan XXII había simplemente citado, sin adherir de ninguna manera a algunos textos de los Padres que iban en contra de la opinión predominante. El Papa mismo dice haber evocado estas palabras patrísticas “citando y repitiendo, pero de ninguna manera determinando o adhiriendo” (Juan XXII: bula Ne super his del 3 de diciembre de 1334).

El “insigne doctor” en teología Ulrich explica: “Si verdaderamente se comprende piadosa y santamente el estilo Pontificio, se descubrirá, pesando cuidadosamente las cosas, que no se trata, propiamente hablando, de un sermón, ni de una definición, ni de una determinación, ni de una predicación, sino más bien de un debate contradictorio (scholastica disputatio) o de una confrontación de opiniones disputadas” (Ulrich, in: Raynald, anno 1333, n. 44).

El Papa, prosigue Ulrich, “evita la forma y el modo y la costumbre de la predicación de un sermón; asume la forma y el modo y la costumbre de las disputas escolásticas: citas de autoridades, razonamientos, analogías, argumentos, glosas, silogismos y muchas otras sutilezas verbales, mostrando por eso que habla no como predicador, sino como disputador” (Ibídem).

La intervención de Ulrich calma los espíritus por un tiempo. Pero la cuestión de la visión beatífica no era todavía zanjada.

La controversia prosigue con más fuerza dos años más tarde, en 1333. “Deseando ardientemente clausurar ese debate, Juan (XXII) pone ante los ojos de los cardenales sus recopilaciones de los oráculos de las Santas Escrituras y de las sentencias de los Padres de la Iglesia, que podían ser invocados sea por una u otra parte. Fue dada orden a los cardenales, a los superiores y a otros doctores de examinar con cuidado y solicitud la controversia y de aportar de todas partes las palabras pronunciadas por los santos padres que hubieran localizado. El Pontífice reunió todos estos datos en un libro, que transmite a Pedro, arzobispo de Ruan, el futuro Clemente VI. En este libro, nada era suyo, sino que todas las palabras eran extraídas de la Santa Escritura y de los Padres” (Raynald, anno 1333, N. 45).

Los doctores de París estaban divididos entre ellos. Una minoría pensaba que las almas de los difuntos salvados no verían la esencia divina hasta después del juicio final. “Se difundió la calumnia que el Pontífice era el autor y abanderado de su opinión. Pero el Pontífice, a fin de contrarrestar esta calumnia, escribió muchas cartas al rey y a la reina de Francia; se quejaba en ellas que esta cosa le era atribuida por los malintencionados, que él jamás había estatuido cualquier cosa que fuera en esta cuestión, sino que había coleccionado las palabras de los padres únicamente para que eso se pusiera al estudio en vista de buscar la verdad. Ruega al rey no silenciar uno u otro partido para que la discusión arrojara la verdad” (Raynald, anno 1333, n. 45).

“Nos no hemos proferido ninguna palabra de nuestra propia cosecha”, escribía Juan XXII al rey, “sino solamente las palabras de la Santa Escritura y de los santos, aquellos cuyos escritos son aceptados por la Iglesia. Muchas personas, los cardenales y otros prelados, próximos o lejos de Nos, han hablado a favor y en contra sobre esta materia en sus discursos. En los discursos, aun los públicos, los prelados y maestros en teología disputan sobre esta cuestión de muchas maneras, a fin de que la verdad pueda ser encontrada más completamente” (Juan XXII: carta Regalem notitiam, diciembre 14 de 1333, dirigida al rey de Francia Felipe VI de Valois, in Raynald, anno 1333, n. 46).

Los rumores con los que fue inundada Francia venían de los cismáticos bávaros. En Baviera, los fraticelli aguzaron sus plumas contra el soberano Pontífice. Bonagratia publica un comentario mentiroso: como verdadero falsario, hacía creer que Juan XXII pretendía imponer la opinión minoritaria. Ockham y Nicolás el minorita publicaron sermones de Juan XXII totalmente ficticios. Miguel de Cesena recorrió reinos y provincias en vista de organizar un conciliábulo en Alemania contra “Juan de Cahors”, antes Papa. El director de orquesta del complot era, bien entendido, el sedicente emperador Luis IV de Baviera.

El 28 de diciembre de 1333, Juan XXII reúne un consistorio e informa a la reina de Francia: “Nos ordenamos a los cardenales, prelados, doctores en teología y canonistas presentes en la Curia que hagan un estudio con diligencia y nos expongan su sentimiento; y para que puedan hacerlo más rápidamente, hemos hecho una copia de las colecciones de los santos, de las autoridades y de los cánones que pueden ser invocados por una u otra parte” (Juan XXII: carta Quid circa, 1334, in: Raynard, anno 1334, n. 27). El Papa ordena la lectura de las autoridades que había reunido. Esta lectura dura cinco días.

Un año más tarde, en su bula, declara que siempre había creído la opinión mayoritaria y que había solamente expuesto, a título de hipótesis contestable, la opinión minoritaria: “Nos, creemos que las almas purificadas separadas de los cuerpos ven a Dios en la esencia divina cara a cara. Pero si de forma cualquiera sobre esta materia otra cosa hubiera sido dicha por Nos, afirmamos haberla dicho así citando, reportando, pero no determinando, menos aún adhiriendo a ello: recitando dicta sacrae scripturae et sanctórum et confiriendo, et non determinando, nec etiam tenendo” (Juan XXII: bula Ne super his de diciembre 3 de 1334). Los términos “recitando et confiriendo” empleados por el Papa, se traducen así:

Recitare significa “leer en alta voz (una ley, un acta, una carta)”. “Producir, citar” (Plauto: Persa 500 y 528; Cicerón: In Verrem actio II, 23). El Papa no hace más que citar las opiniones de. 

Conferre quiere decir “aportar en conjunto, aportar de todos lados, acopiar” (Cicerón: In Verrem actio IV, 121; César De bello gallico VII, 18, 4 etc.). El Papa no hace más que reunir los documentos sobre esta materia. Conferre puede tener el sentido de “poner en conjunto para comparar” (Cicerón: De Oratore I, 197: “comparar nuestras leyes a las de Licurgo y Solón”). El Papa hace una disputatio, que consiste en comparar los argumentos antes de los términos empleados por el Papa corresponden perfectamente con los términos de un juicio dado por los doctores de París, encargados de examinar la ortodoxia del Papa. El rey Felipe VI de Valois había ordenado un examen, que comienza el 19 de diciembre de 1333. Los teólogos de la Sorbona, luego de una investigación minuciosa, dieron su veredicto, que contenía esta frase clave: “nosotros por cierto considerando lo que hemos oído y conocido por la relación de muchos testigos dignos de fe, que todo lo que Su Santidad ha dicho en esta materia, lo ha dicho no asegurándolo o aun opinando, sino solamente citando” (In: Constant, t. II, p. 423; Constant traduce por “recitando”).

El Papa Benedicto XII, que sucede a Juan XXII, procede con la misma prudencia que su predecesor. Bien que fue persuadido de lo bien fundada de la opinión mayoritaria, el nuevo Papa continúa no obstante el examen de la cuestión, comenzada bajo su predecesor. El 7 de febrero de 1335, tuvo un consistorio donde convocó a quienes habían predicado la opinión minoritaria y les ruega exponer sus argumentos. El 17 de marzo, designa una comisión de una veintena de expertos encargados de preparar la definición ex cathedra. Ahora bien, entre los expertos figuraba Gérard Eudes, partidario de la opinión minoritaria. El Papa se retira durante cuatro meses al castillo de Pont-de-Sorgues, cerca de Aviñón, estudiando largamente el documento. Finalmente, el 29 de enero de 1336, define ex cathedra con la constitución Benedictus Deus, que la opinión mayoritaria debía en lo sucesivo ser tenida como un dogma.

En el preámbulo de esta constitución Benedictus Deus, Benedicto XII toma gran cuidado en defender a su predecesor atacado injustamente por los calumniadores bávaros. Sobre la cuestión de la visión beatífica, muchas cosas fueron escritas y dichas, y especialmente “por nuestro predecesor de feliz memoria (felicis recordationis) el Papa Juan XXII y por muchos otros en su presencia. Queriendo hacer frente a las palabras y dichos de los malvados (malignantium)” y deseando precisar “sus intenciones”. Juan XXII había preparado su profesión de fe, la bula Ne super his, que Benedicto XII cita en su totalidad. Luego el nuevo Papa prosiguió, definiendo ex cathedra la verdad.

Esta verdad definida solemnemente por Benedicto XII, Juan XXII la había creído desde siempre. Tenemos por pruebas no solamente su bula de 1334, sino además ciertos textos escritos anteriormente por el santo Papa Juan XXII: las bulas de canonización de San Luis de Tolosa (1317), de Santo Tomás de Hereford (1320) y de Santo Tomás de Aquino (1323). Especialmente para San Luis de Tolosa, el Papa Juan XXII había, en efecto, mostrado a este joven santo entrando al cielo en su inocencia, para contemplar la esencia divina en el éxtasis y ha descubierto: “ad Deum suum contemplandum in gaudio, facie revelata” (Bula de canonización, § 18).

Desgraciadamente, las imposturas de Ockham, Bonagratia y Cesena fueron sin embargo exhumadas por los herejes de los siglos posteriores, que embellecieron sus fábulas. Uno de estos “historiadores” posteriores fue el heresiarca ginebrino Juan Calvino (Institution de la religión chrestienne, 1536, libro IV, c. 7, § 28). San Roberto Belarmino, después de citar las palabras de Calvino contra Juan XXII, exclama: “Yo digo a Calvino: tú has proferido, en muy pocas palabras, cinco mentiras impudentísimas” (De Romano Pontifice, libro IV, c. 14). En seguida, refuta con mucha soltura al pseudohistoriador genovés.

Los herejes de todas épocas han acusado a muchos otros Papas, pero ¿a qué recordar todos sus fraudes? Antes que nosotros, el sabio y santo cardenal Belarmino ha rehabilitado, él solo, una cuarentena de acusados, de los cuales el trigésimo sexto fue el Papa Juan XXII.

La historia eclesiástica no conoce ningún caso en el que un Papa hubiera errado en la fe o hubiera enseñado un error. Escritores falsarios arrianos, monotelitas, cismáticos griegos, protestantes, galicanos, febronianos y antiinfalibilistas han acusado a los Papas, porque ellos odiaban al Papado que los anatematizaba. Es de ellos que el Papa León XIII decía: “El arte del historiador parece ser una conspiración contra la verdad”.

Martín Lutero rehúsa obedecer al Papado (Apelación contra el Papa en el concilio, 28 de noviembre de 1518). Bajo el pretexto de que San Pedro habría pretendidamente errado en la fe luego de su estancia en Antioquía, Lutero afirma que el Papa León X se equivocaba en toda la línea y que era luego legítimo a todo cristiano seguir su propia iluminación mucho más que la voz del Papado. El francmasón Voltaire, enemigo encarnizado del cristianismo, se dio el maligno placer de poner en valor las supuestas caídas de Honorio y de Juan XXII en su Ensayo sobre las costumbres (1756). ¿Qué valor dar a este escrito? ¡Ninguno! Pues este mismo Voltaire había escrito a su confidente Thiriot, el 21 de octubre de 1736: “Es necesario mentir como un diablo, no tímidamente, no por un tiempo, sino audazmente y siempre”.

Las pretendidas caídas de ciertos Papas ponen de relieve la pseudociencia histórica. Esta falsa ciencia es directamente opuesta a la fe católica. “Repruebo también el error de aquéllos que pretenden que la fe propuesta por la Iglesia puede estar en contradicción con la historia. Condeno y rechazo también la opinión de aquéllos que dicen que el cristiano erudito reviste una doble personalidad, la del creyente y la del historiador, como si estuviera permitido al historiador sostener lo que contradice la fe del creyente o proponer premisas de las que se seguiría que los dogmas son falsos o dudosos, aunque estos dogmas no sean negados directamente” (San Pío X: motu proprio Sacrorum antistitum, mejor conocido como el Juramento Antimodernista).

Canon 2. Si alguno dijere que las disciplinas humanas deben ser desarrolladas con tal grado de libertad que sus aserciones puedan ser sostenidas como verdaderas incluso cuando se oponen a la revelación divina, y que estas no pueden ser prohibidas por la Iglesia: sea anatema.

Canon 3. Si alguno dijere que es posible que en algún momento, dado el avance del conocimiento, pueda asignarse a los dogmas propuestos por la Iglesia un sentido distinto de aquel que la misma Iglesia ha entendido y entiende: sea anatema.

“Toda teoría o doctrina filosófica, moral, teológica o científica, que está en contradicción con la fe cristiana, es para nosotros necesariamente falsa y mentirosa. Un católico que la profese y se ligue a ella es un no-católico, un apóstata y un sectario del Anticristo” (Clemente XII: Carta secreta contra los francmasones, anexada a su bula In eminenti, mayo 4 de 1738).

Resumen: La historia eclesiástica no conoce ningún caso en el que un Papa hubiera desviado de la fe o hubiera enseñado una herejía. Eso son invenciones de los herejes y cismáticos lefebvrianos, siguiendo en eso a las fábulas de los protestantes y galicanos.

Fuente: Misterio de Iniquidad