La Soledad de la Virgen |
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Es casi unánime la postura que sostiene que en el Capítulo XXIV del Evangelio de San Mateo Jesús hace dos profecías distintas: una relativa a la destrucción de Jerusalén, centro y símbolo del universo; y otra al cataclismo que sobrevendrá antes de la Parusía de Nuestro Señor.
“Saliendo Jesús del Templo, se marchó de allí, y sus discípulos se le acercaron para hacerle contemplar las construcciones del Templo (de Jerusalén). Entonces Él les respondió y dijo: ‘¿Veis todo esto? En verdad, os digo, no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada’” (San Mateo XXIV, 1-2). Esa profecía se refiere a la destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70.
Y, como dijimos, esta profecía que ya se cumplió es figura de otra que aun no se cumplió: el cataclismo que sobrevendrá sobre la tierra antes de su Segunda Venida, en donde tampoco quedará piedra sobre piedra: “Después, habiendo ido a sentarse en el Monte de los Olivos, se acercaron a Él sus discípulos en particular, y le dijeron: ‘Dinos cuándo sucederá esto, y cuál será la señal de su advenimiento y de la consumación del siglo” (San Mateo XXIV, 3).
Las señales son la gran tribulación, matanzas, odio, escándalos, traición, falsedades, error, iniquidad, frío … (cf. San Mateo XXIV, 9-12), “porque habrá, entonces, grande tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá más” (San Mateo XXIV, 21). El cumplimiento de la primera profecía es garantía del cumplimiento de la segunda.
Fue tan terrible el asedio y toma de Jerusalén en el año 70 que muchas madres llagaron a comerse a sus propios hijos. 1.100.000 judíos fueron pasados a cuchillo. 97.000 hebreos hechos prisioneros y duramente castigados, e innumerables condenados al suplicio de la cruz. Esto fue figura de una realidad futura previa a la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo.
¿Cuándo sucederá esto? “En cuanto al día aquel y a la hora, nadie sabe, ni los ángeles del cielo, sino el Padre solo” (San Mateo XXIV, 36). La venida de Nuestro Señor a la tierra nos tomará, pues, de sorpresa.
Y en medio de todos estos terribles acontecimientos, todos los hombres, justos y pecadores, quedarán consternados al aparecer la majestad de Cristo, porque ninguno se sentirá seguro de su inocencia: “Y entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre; y entonces plañirán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre que vendrá sobre las nubes del cielo, con gran poder y majestad” (San Mateo XXIV, 30).
Y clamarán a Dios:
“Recuerda, oh, Señor, lo que es la vida; ¿acaso habrías creado en vano a los hijos de los hombres? … Señor, acuérdate del oprobio de tus siervos: llevo yo en mi pecho las hostilidades de los gentiles, el insulto con que tus enemigos (el mundo pagano) persiguen, oh, Yahvé, persiguen los pasos de tu ungido (Nuestro Señor Jesucristo y su Iglesia)” (Salmo 88 [89], 48-52).
La incertidumbre de la que está rodeada el tiempo de la Parusía parece ser el aspecto más penoso de esta espera. Llenos de ansiedad, esperamos a Nuestro Señor vigilantes, porque puede ser que llegue dentro de mucho, como también mañana mismo.
Pero al dolor presente seguirá la alegría de verlo. Así como la parturienta siente dolor y alegría a la vez por el hijo que está por nacer, así también la espera causa esta suerte de sentimientos encontrados.
La Santísima Virgen María fue la primera en experimentar este sufrir con alegría por el tiempo que tuvo que esperar desde que su Hijo le fuera arrebatado en la Cruz hasta el momento de la Resurrección. Mientras esperamos la ansiada venida de Nuestro Señor, deberíamos hacer nuestra la actitud de la Virgen cuando en su soledad esperaba la resurrección de su Hijo.
Se tiene por verdad que cuando se lee que Nuestro Señor resucitado se “apareció a tantos otros” (cf. 1 Corintios XV, 6) es una expresión que hace referencia principalmente a la aparición a Nuestra Señora. ¿Por qué no podría haber sido ésta la primera y más importante aparición de Nuestro Señor?
Esta verdad no está dicha explícitamente en las Sagradas Escrituras. Sin embargo, las Sagradas Escrituras suponen que tenemos entendimiento: “¿También vosotros estáis sin entendimiento?” (San Marcos VII, 18). Que la primera aparición de Nuestro Señor resucitado haya sido a su Santísima Madre es sostenido por San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales.
La Iglesia jamás le discutió a San Ignacio el hecho de que esta verdad no esté explícitamente revelada en las Sagradas Escrituras, y es cosa piadosa que lo creamos así. Mientras las otras mujeres fueron a la tumba a ver el cuerpo de Nuestro Señor, la Santísima Virgen María se quedó sola en casa, ocupándose en lágrimas y oración por la soledad de ese día.
¿Por qué Nuestra Señora la Santísima Virgen María habría ido a ver a su Hijo muerto cuando Él ya no estaba ahí? Supo por ciencia cierta que su Hijo no estaba ya en el sepulcro sino que había resucitado inmortal e impasible.
Estando así la Virgen con semblante muy lamentable se le apareció Nuestro Señor, su Hijo, vestido de vestiduras muy blancas refulgentes de gloria, con cara serena, más hermoso que los cielos, más glorioso que el paraíso y más alegre que todos los ángeles, todo festival y triunfante.
Desconsolada por su tardanza, cuando lo vio se levantó, y sus lágrimas, de ser llantos de dolor, se convirtieron en glorioso descanso y alegría perpetua. María le preguntó si ya había pasado todo, o si le quedaba algún rastro de penalidad o dolor en su cuerpo y alma por sufrir.
No solamente no había más de morir sino vivir para siempre, y señorearse por derecho perdurable del cielo, la tierra, y toda creatura. San Ambrosio afirma: “Vio la gloriosísima Virgen María la resurrección del Señor, porque así como primero la creyó, primero la vio. Y después de Ella la vio Santa María Magdalena, como quiera que aun ésta en algo dudase”.
A aquellos a los cuales quiso probar con argumentos dignos de fe la verdad de su resurrección, de la cual dudaban, se les apareció primero, según las Santas Escrituras; mas a la Virgen, se le apareció primero no para que le creyese, porque Ella creía con perfección y esperaba con plenísima confianza, sino para alegrarla con la vista de su cuerpo impasible y glorificado.
Por aquel gozo María es la consoladora de todos los desconsolados que se deleitan amando y esperando la Venida de Nuestro Señor, escogidos de Dios para los gozos eternos: “¡Dichoso el pueblo que conoce el alegre llamado! Pues caminará, oh, Yahvé, a la luz de tu rostro” (Salmo 88 [89], 16). Esta alegría es el preámbulo de los gloriosos acontecimientos que tendrán lugar con la Parusía.
Dichosos, entonces, los que lloran y esperan la alegría y el gozo triunfal. El Apóstolo Santiago el Mayor, hermano de San Juan, y compañero de éste y de San Pedro en la Transfiguración Gloriosa de Nuestro Señor en el Monte Tabor puede testificar con certeza el gozo que experimentó. Ya en España, y junto al Ebro, cierta noche, oyó voces de ángeles que cantaban “Ave María gratia plena” y vio aparecer a la Virgen Madre de Cristo de pie sobre un Pilar de mármol.
La Santísima Virgen, que aún vivía en carne mortal habló con el Apóstol para pedirle que se le construyese allí una Iglesia con el altar en torno al Pilar donde estaba de pie y que “permanecerá en (ese) sitio hasta el fin de los tiempos, para que la virtud de Dios obre portentos y maravillas por (la) intercesión (de la Virgen), con aquellos que en sus necesidades imploren (su) patrocinio”. Desapareció la Virgen y quedó ahí el Pilar.
“Hasta el fin de los tiempos”, dijo María. El Pilar será un recordatorio de su cuidado de Madre para todos los católicos, especialmente, la Hispanidad. Palabras proféticas, dichas a un Testigo Ocular de la Gloria de Jesús, Santiago el Mayor, a quien encomendó el cuidado de España.
Palabras que llenan de aliento a quienes sufren la intolerancia de quienes no siguen la interpretación profética del Apocalipsis. Esta intolerancia es una calificada persecución. No es cualquier persecución, como por ejemplo, la que viene de los poderes o determinadas instituciones mundiales, como la Naciones Unidas, sino calificada, pues proviene del interno de la Iglesia.
Y no se podría esperar otra cosa en estos tiempos borrascosos, pues así Dios lo permite, para su Gloria: “Porque menester es que haya entre vosotros facciones para que se manifieste entre vosotros cuáles sean los probados” (1 Corintios XI, 19).
La intolerancia es producto de la necedad, y lleva a graves consecuencias: “Hijitos, es hora final y, según habéis oído que viene el Anticristo, así ahora muchos se han hecho anticristos, por donde conocemos que es la última hora. De entre nosotros han salido, mas no eran de los nuestros, pues si de los nuestros fueran, habrían permanecido con nosotros. Pero es para que se vea claro que no todos son de los nuestros” (1 Juan II, 18-19), y para que brille más aún la Gloria de Dios.
Nuestro Señor lo había advertido: “surgirán falsos cristos y falsos profetas” (San Mateo XXIV, 24). Se estaba juntos, en comunión y afinidad de ideas, pero resultaron anticristos. Al perseguir la verdad y las buenas razones, por influencia del demonio y por decisión propia se convirtieron en anticristos.
También por perseguir la caridad. Mientras que, por un lado, hay un empeño por ser caritativo en acoger y comprender a todos, por otro, hay un empeño por hacer el mal.
Principalmente la persecución viene por negar a Jesucristo. Negar a Cristo es negar su divinidad y su doctrina completa, al no enseñar un dogma de fe tal como el que Cristo viene en su Parusía a reinar.
Es como decir, viene Cristo, pero realmente no me interesa que venga, y toda esta manera de pensar afecta a la verdadera fe. Estamos en apostasía general, uno de los signos de la Parusía. Profesar la verdadera fe católica es profesarla completa o no profesarla.
Lo más peligroso y urgente para un buen católico es preservar la fe de errores y manipulaciones y luchar por mantener la pureza y la totalidad de la fe así como también las costumbres católicas. Esto es lo que mantiene vivo y ayuda a resistir los embates.
En el Introito se lee: “Haré volver a vuestros cautivos de todos los lugares, el Señor ha bendecido tu tierra, Jerusalén”, la única Ciudad Santa de siempre, y para siempre, y para su Reino. Añade también el Introito que el Señor “ha terminado con la cautividad de Jacob”.
Todos entran en la Iglesia, pero no todos, sino los verdaderos católicos, y los que posteriormente se conviertan, judíos, gentiles y los que siempre siguieron la doctrina de los Apóstoles.
Pero, ¡ay! de los muchos de estos que se dan por elegidos por predicar la Parusía, y que en realidad son cizaña, por no dejar de estar en comunión con los herejes, sin retractarse, en desobediencia con la Iglesia, con la liturgia adulterada, y negando el Dogma de la Infalibilidad, citando a San Pedro, que sigue dormido en Getsemaní, o que niega a Cristo por cuarta vez.
¡Ay! de aquellos que se siguen adhiriendo a infamas y falsas pruebas para desparramar sus errores y orgullos. Hablan muy bien de la Parusía, pero no son de los nuestros, puesto que se hicieron herejes y siguieron lo adulterado. Aun hay tiempo de arrepentirse y convertirse.
Igualmente para los que esperan una restauración de la Iglesia, por adherirse a falsas profecías, que no vienen de los Padres Apostólicos.
“El Señor nos ha librado de aquellos que nos afligían y ha confundido a los que nos aborrecían”, dice el Gradual. Ha confundido a quienes llevaban a estar en comunión con los herejes y al sacrificio adulterado. Es este accionar la abominación desoladora anunciada por el profeta Daniel, la cual está en el lugar santo. ¡Quien quiera entender, que entienda!
A todos estos, la Epístola de hoy les dice: “No cesamos de orar por vosotros, y de pedir que alcancéis pleno conocimiento de la voluntad de Dios, con toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis de una manera digna del Señor, a fin de serle gratos en todo ... creciendo en el conocimiento de Dios ... dando gracias al Padre, que os capacitó para participar de la herencia de los santos ... y nos ha trasladado al Reino del Hijo ...” (1 Colosenses I, 9-13), esto es, en su Parusía.
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Dom XXIV post Pent – 2023-11-26 – Colosenses I, 9-14 – San Mateo XXIV, 15-35 – Padre Edgar Díaz