El Ayo - Jan Steen - 1668 |
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En la antigüedad las casas de las personas importantes tenían ayos, encargados de custodiar sus niños y jóvenes y criarlos y educarlos. San Pablo se sirve de esta comparación para dar a comprender la función que tuvo la Ley en el Antiguo Testamento: “La Ley (los judíos) fue nuestro ayo para conducirnos a Cristo, a fin de que seamos justificados por la fe” (Gálatas III, 24).
Por cuanto dio testimonio en favor de la fe y no cesó nunca de inculcarnos la necesidad de la fe, la Ley fue nuestro instructor en el pasado: “Mas venida la fe, ya no estamos bajo el ayo” (Gálatas III, 25); “ahora … vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó por mí” (Gálatas II, 20).
San Juan Crisóstomo afirma que “San Pablo muestra que la fe no solo no recibe daño ni descrédito alguno por parte de la Ley sino que ésta le sirve de ayuda, introductora y pedagoga, preparándole el camino”.
En su plan de salvación Dios dispuso que la Ley (el pueblo judío, de donde vendría el Mesías) fuera instructor de la humanidad, para preparar el camino a la única fe que salva, Nuestro Señor Jesucristo y su Santa Iglesia Católica.
Y para la salvación es de absoluta necesidad la filiación divina, cuyo sello es la fe. En efecto, “nadie es hijo adoptivo de Dios, si no está unido al Hijo natural de Dios”, afirma Santo Tomás de Aquino, es decir, unido a Nuestro Señor Jesucristo.
La inserción de las almas en un linaje divino, la filiación divina, no se obtenía por la Ley (los judíos). Esa misma condición transitoria no le alcanzaba para lograr esa inclusión. Solo estaba para preparar la fe en Nuestro Señor Jesucristo, y su Santa Iglesia Católica.
El Antiguo Testamento no conocía la grandiosa idea del Cuerpo Místico de Cristo, porque este misterio, reservado para que San Pablo lo revelara, estaba escondido desde toda la eternidad, aun para los ángeles: “A mí, el ínfimo de todos los santos, ha sido dada esta gracia: evangelizar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo, e iluminar a todos acerca de la dispensación del misterio, escondido desde los siglos en Dios creador de todas las cosas” (Efesios III, 8-9).
San Pablo, antes fariseo y defensor de los privilegios de Israel, sin haber pertenecido a los Doce ni haber siquiera conocido a Jesús personalmente, es el elegido por la libérrima voluntad de Dios para cambiar el panorama espiritual del mundo, predicando la universalidad de la salvación, y los inefables misterios del amor de Cristo y sus riquezas.
Esto le valió tener que sufrir grandes luchas por parte de los que desconocían la legitimidad de su misión. Y aun así, para los judíos, el misterio escondido desde toda la eternidad sigue siendo escondido. Un velo les impide ver, y, por eso, a diferencia de San Pablo, fallaron en su misión de ser ayos para la humanidad.
Producto de una interpretación viciada de las Sagradas Escritura es el odio que profesan. Hoy, el libro de cabecera de ellos es el Talmud, que es la guía religiosa y ética suprema basado en una interpretación arbitraria, inicua y ventajosa del Antiguo Testamento. Supera con creces la Torah (el Pentateuco) y la Tanah (todo el Antiguo Testamento).
En el Talmud, junto con el Zohar y la Cábala (interpretaciones de la Torah), se afirma y se enseña, en repetidas ocasiones, que los gentiles (los no-judíos), a quienes San Pablo evangelizó, son intrínsecamente malos, y los judíos buenos, y aún más, que los mejores de los gentiles (los no-judíos) merecen ser asesinados, para no hacer sombra a ningún judío.
A diferencia de la Biblia, que está disponible ampliamente a todos, es muy difícil de conseguir el libro más sagrado para los judíos. Tal vez esto se deba a que en el Talmud se hace constar expresamente que está prohibido enseñarlo a algún no-judío, y la pena para el que lo hace está indicada en sus páginas: “Esta persona merece la muerte”.
Un ejemplo actual de aplicación del Talmud es el comportamiento del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu. En 1986, en su libro “Terrorismo: ¿Cómo puede ganar Occidente”, se refiere a los palestinos como: “Un cáncer maligno que debe ser eliminado”. Vemos que después de más de 30 años de haber escrito esto su ideal se está haciendo realidad.
En su primera venida Jesús se presentó como la luz que nos saca de las tinieblas propias de Satanás, es decir, el mundo, el siglo malo, como lo llama San Pablo. Lejos quedó atrás el exterminio que había sido mandado en ocasiones en el Antiguo Testamento. Con Jesús comenzó un cambio radical, la conversión universal y la filiación divina, como ya indicamos.
Este don universal es tanto para judíos como para griegos, es decir, gentiles (no-judíos): “No hay ya judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón y mujer; porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús. Y siendo vosotros de Cristo, sois por tanto descendientes de Abrahán, herederos según la promesa” (Gálatas III, 28-29).
Por su universalidad, la fe en el Evangelio elimina todas las barreras que nos separan: raza, nacionalidad, condición social (pobre-rico), condición humana (hombre-mujer). Todos están llamados a ser hijos de Dios.
Un caso especial de este llamado a ser hijo de Dios es el que experimentó el judío Alfonso de Ratisbona, a partir del milagro que Dios obró por medio de la Medalla Milagrosa de Nuestra Señora, la Virgen, cuya fiesta celebramos el pasado 27 de Noviembre.
Algunos extractos de esta maravillosa conversión instantánea, que luego fue certificada por la Iglesia, nos sirven de ilustración para lo que San Pablo viene diciendo sobre la expresa voluntad de Dios para judíos y griegos (gentiles) de ser “uno solo en Cristo Jesús” (Gálatas III, 28).
Cuenta el padre Alfonso de Ratisbona: “Si en ese momento un interlocutor me hubiera dicho: ‘Alfonso dentro de un cuarto de hora tú adorarás a Jesucristo tu Dios y Salvador … te golpearás el pecho a los pies de un sacerdote, irás a … a prepararte para el bautismo, listo para inmolarte por la fe católica … y no aspirarás más que a seguir a Jesucristo y a llevar su cruz hasta la muerte’, yo digo que si tal profeta me hubiera hecho tal predicción, lo habría juzgado el hombre más insensato del mundo y sin embargo es esa locura lo que hace hoy mi cordura y mi felicidad”.
Y continúa Alfonso: “¡Oh, mi Dios! La palabra humana no puede expresar lo que es toda descripción (de María, a quien vio en una aparición) por sublime que sea (esa descripción) …”
“Era Ella, María. Yo no sabía dónde estaba, no sabía si era Alfonso, u otra persona. Sentía un cambio tal que creía ser otra persona … Yo salía como de una tumba, de un abismo de tinieblas, y estaba totalmente vivo, y lloraba y veía … las miserias de las que había sido sacado por una misericordia infinita”.
“No quería revelar a nadie lo que había pasado. Sentía en mí algo tan sagrado y solemne que pedí un sacerdote y cuando … recibí su orden de hablar, hablé, de rodillas y con el corazón temblando”.
“¿Cómo entendí ciertas verdades? … Yo nunca abrí un libro de religión. Jamás había leído una página de la Biblia y el dogma del pecado original totalmente olvidado o negado por los judíos de nuestros días nunca había ocupado mis pensamientos”.
“¿Cómo llegué a esos conocimientos?” No lo sé … Entreveía el sentido y el espíritu de los dogmas … los sentía por los efectos inexpresables que producían en mí … El amor de Dios había tomado posesión (mía) en lugar de cualquier otro amor”.
Posteriormente, Alfonso fue ordenado sacerdote, y se unió a su hermano Teodoro, también sacerdote, quien había fundado la Congregación de Nuestra Señora de Sión, dedicada especialmente a la conversión de los judíos.
Como una de sus primeras medidas el Vaticano II suprimió esta Congregación. Si la salvación viene a través de cualquier religión, como sostiene la herejía modernista, entonces no hay necesidad de predicar el Evangelio (la única fe que salva), y menos aún de mantener una congregación dedicada a la conversión de los judíos.
Es este clima de apostasía general uno de los principales signos de la inminente Parusía: “Nadie os engañe en manera alguna, porque primero debe venir la apostasía y hacerse manifiesto el hombre de iniquidad, el hijo de perdición” (2 Tesalonicenses II, 3).
Siendo este signo más que evidente desde que tuvo lugar el Vaticano II, el poco énfasis en la predicación de la Parusía no se puede explicar sino por una firme voluntad por parte de algunos en la Iglesia de no querer ver y aceptar los signos de Dios.
Tal vez, la defección de Israel, el haber fallado en su misión de ser ayo, sea figura de la falta de delicadeza hodierna para con la Revelación de Dios.
El Misal de los Fieles, del año 1948, del Padre Andrés Azcarate, en la breve introducción al Adviento, dice que éste “es un tiempo de preparación para la Navidad” y que “por asociación de ideas, la Iglesia une a la primera venida de Jesucristo a la tierra el pensamiento de la segunda”.
¿Cómo la venida de Nuestro Señor Jesucristo, su Parusía, puede tener su origen en una “asociación de ideas” o “un pensamiento”? ¿Es acaso una fábula, o un mito, o una alegoría asociada a la venida de Jesús en Belén? ¿Dónde está el valor que se le da a la Palabra de Dios que insistentemente revela su Segunda Venida?
La realidad es que Cristo ya vino una vez. Y cada vez que en la liturgia del Adviento se proclama la palabra “Ven”, ésta no puede hacer referencia sino a su Segunda Venida. ¿Para qué pedir que venga si ya ha venido y ha reinado?
El Introito de la Misa nos hace decir: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en Ti confío; no sea yo avergonzado; ni se burlen de mí mis enemigos; porque todos los que en Ti esperan no quedarán confundidos. Muéstrame, Señor, tus caminos y enséñame tus sendas”.
Los caminos y sendas del Señor conducen a la Parusía y su Reino en la tierra. Se burlan de la verdadera doctrina quienes creen estar encaminados hacia la Parusía, pero siguen defendiendo a los falsos Papas del Concilio Vaticano II. No se humillan y no se retractan de haber celebrado la Santa Misa en comunión con ellos, desde Juan XXIII, y ni de su Misa adulterada.
Y la Oración Colecta de la Misa nos hace pedir: “Despierta tu poder, oh, Señor, y Ven, te lo rogamos, para que por tu protección merezcamos ser arrancados de los inminentes peligros a que nos han expuesto nuestros pecados, y nos salvemos librados por Ti”. Tan engañosos son los espíritus de maldad que nos rodean que la Iglesia los llama “inminentes peligros”.
Ante la Parusía, hay dos posiciones propugnadas por estos malos espíritus: algunos la aceptan, pero encadenados por malas doctrinas, como la falsa interpretación del dogma de la infalibilidad; y otros, la niegan, también encadenados por malas doctrinas, como la quimera de la restauración de la Iglesia.
Ambos cometen un grave error: la mala interpretación de las Sagradas Escrituras, en particular, la promesa hecha a Pedro por Nuestro Señor, y el Reinado de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra, a partir de su Parusía. Este error lleva a desobedecer a la Santa Iglesia, Esposa Inmaculada de Cristo.
Luego, esperar la Parusía del Señor nos libra de la confusión, pero solo si reconocemos nuestros errores. Solo Él nos puede llevar a su verdadera doctrina, la transmitida por los Apóstoles.
Dice San Justino que los Doctores del Templo se maravillaban de la sabiduría de Nuestro Señor Jesucristo, a la edad de 12 años. Éste les mostraba con las Escrituras, que su pueblo sería deicida, que por sus llagas serían salvos, y que no volvería su rostro hasta que no fuese elegido el último de los gentiles.
Muchos de ellos le creyeron y otros se rebelaron contra Yahvé. Había nacido la Gran Apostasía, se inclinaban a la antigua serpiente. Hoy, trabajan en contra de la Iglesia: ¿Para qué más obispos? ¿Para qué más sacerdotes? Solo les falta preguntar: ¿Para qué más fieles? Éstas son también señales de los últimos tiempos.
La prudencia cristiana no está en desentenderse de estas señales, sino en prestarles la debida atención, que Dios bondadosamente nos anticipa, tanto más cuanto que el supremo acontecimiento puede sorprendernos en un instante, menos previsible que el momento de la muerte.
“Vuestra redención”, es como llama Jesús al ansiado día de la resurrección corporal en la Parusía, en que se consumará la plenitud de nuestro destino: “Mas cuando estas cosas comiencen a ocurrir, erguíos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca” (San Lucas XXI, 28).
Amén.
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Dom I Adv – 2023-12-03 – Romanos XIII, 11-14 – San Lucas XXI, 25-33 – Padre Edgar Díaz