miércoles, 6 de diciembre de 2023

La Inmaculada Concepción - Padre Edgar Díaz

Bartolomé Esteban Murillo - 1645-1655

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La única Virgen Madre fue María. Entre los incontables privilegios de su elección está este singularísimo de su maternidad. “La Virgen concebirá”—dice Isaías—es decir, no una virgen cualquiera, sino una virgen determinada, María (cf. Isaías VII, 14).

Y María cuenta sobre esos privilegios de gracia por ella recibidos: “Venid, oíd y os contaré cuán grandes cosas ha obrado el Señor en mi alma” (Introito de la Vigilia), “porque así como es bueno guardar el secreto del Rey, así es cosa honorífica revelar y pregonar las obras de Dios” (Tobías XII, 7), según el Arcángel San Rafael a Tobías.

Las obras de Dios han de propalarse, porque su gloria consiste en la manifestación de su misericordia y su verdad. Al poseso de Gerasa, Jesús lo despidió diciéndole: “‘Vuelve de nuevo a tu casa, y cuenta todo lo que Dios ha hecho contigo’. Y él se fue proclamando por toda la ciudad todas las cosas que le había hecho Jesús” (San Lucas VIII, 39).

Los más hermosos textos de la Sagrada Escritura son aplicados por la liturgia a la Santísima Virgen: “Yo soy madre del amor hermoso y del temor y de la sabiduría y de la santa esperanza … Venid a mí todos los que me deseáis y saciaos de mis frutos; porque mi espíritu es más dulce que la miel …” (Lección de la Vigilia; cf. Sirácida XXIV, 24-26).

Estos versículos del libro del Sirácida faltan totalmente en el texto hebreo. Los conocemos gracias a la traducción al griego de los LXX, basada en el original (sin manipulaciones). Si bien se refieren a la Sabiduría increada, la liturgia católica los acomoda a la Santísima Virgen, y de ahí el rechazo por parte de los hebreos.

Siendo Madre de la Sabiduría encarnada, María es el “Trono de la Sabiduría”: “cuando estableció los cielos, allí estaba yo” (Proverbios VIII, 27). El sentido espiritual de esas aplicaciones nos recuerda que María es quien aprovechó más plenamente las enseñanzas de esa Sabiduría divina que había de encarnarse en Ella. 

La Virgen sapientísima, lejos de atribuirse a sí misma el ser la Sabiduría, nos dice lo contrario, que Ella es la Esclava del Señor (cf. San Lucas I, 38); que Él es su Salvador, y puso los ojos en la nada de su sierva (cf. San Lucas I, 48), y que si todas las generaciones la llamarán dichosa, es porque en Ella hizo grandes cosas el único que posee en propiedad el Poder, la Santidad, y la Misericordia (cf. San Lucas I, 49 ss.), y que elige a los humildes para exaltarlos y a los hambrientos para saciarlos.

La fiesta de la santidad de la Madre de Dios celebra el dichoso instante en que comenzó la existencia de la Santísima Virgen y, al mismo tiempo, el sublime privilegio, por el que, sola entre todos los nacidos, María fue, por los méritos de Cristo, preservada de toda mancha de pecado original: “En mí está toda la gracia del camino y de la verdad; en mí toda esperanza de vida y de virtud” (Sirácida XXIV, 25). La gracia del camino, es decir, la gracia de conocer la verdad y de atinar con el camino que lleva a ella.

La Santísima Virgen María no sólo no pecó jamás de hecho, sino que fue confirmada en gracia desde el primer instante de su inmaculada concepción y era, por consiguiente, impecable. (Doctrina completamente cierta en teología). 

Pueden distinguirse tres clases de impecabilidad: metafísica, física y moral, según que el pecado sea metafísica, física o moralmente imposible con la impecabilidad. 

La metafísica o absoluta es propia y exclusiva de Dios. Repugna metafísicamente, en efecto, que Dios pueda pecar, ya que es Él la santidad infinita y principio supremo de toda santidad. 

Esta misma impecabilidad corresponde a Cristo-Hombre en virtud de la unión hipostática, ya que las acciones de la humanidad santísima se atribuyen a la persona del Verbo, y, por lo mismo, si la naturaleza humana de Cristo pecase, haría pecador al Verbo, lo que es metafísicamente imposible. 

La impecabilidad física, llamada también intrínseca, es la que corresponde a los ángeles y bienaventurados, que gozan de la visión beatífica. La divina inteligencia llena de tal manera el entendimiento del bienaventurado, y la divina bondad atrae de tal modo su corazón, que no queda al primero ningún resquicio por donde pueda infiltrarse un error, ni al segundo la posibilidad del menor apetito desordenado. 

Ahora bien, todo pecado supone necesariamente un error en el entendimiento (considerando como bien real lo que sólo es un bien aparente) y un apetito desordenado en la voluntad (prefiriendo un bien efímero y creado al Bien infinito e increado). Luego los ángeles y bienaventurados son física e intrínsecamente impecables. 

La impecabilidad moral, llamada también extrínseca, coincide con la llamada confirmación en gracia, en virtud de la cual, Dios, por un privilegio especial, asiste y sostiene a una determinada alma en el estado de gracia, impidiéndole caer de hecho en el pecado, pero conservando el alma, radicalmente, la posibilidad del pecado si Dios suspendiera su acción impeditiva. Esta última es la que tuvo la Santísima Virgen María durante los años de su vida terrestre. 

En virtud de un privilegio especial, exigido moralmente por su Inmaculada Concepción y, sobre todo, por su futura maternidad divina, Dios confirmó en gracia a la Santísima Virgen María desde el instante mismo de su purísima concepción. 

Esta confirmación no la hacía intrínsecamente impecable como a los bienaventurados—se requiere para ello, como hemos dicho, la visión beatífica—, pero sí extrínsecamente, o sea, en virtud de esa asistencia especial de Dios, que no le faltó un solo instante de su vida. Tal es la sentencia común y completamente cierta en teología. 

Luego, la Santísima Virgen María en el primer instante de su concepción inmaculada fue enriquecida con una plenitud inmensa de gracia, superior a la de todos los ángeles y bienaventurados juntos. (Doctrina completamente cierta).

Los designios eternos de Dios se cumplen: el alma inmaculada y llena de gracia de María se une a su cuerpo santísimo para convertirse en la morada de Dios entre los hombres.

Es, pues, la Virgen, el modelo perfecto de los hijos de Dios. En medio de la maldición general por el pecado original, María, la mujer que aplastó la cabeza de la antigua serpiente infernal, es nuestro consuelo, porque por su intercesión nuestra lucha contra el pecado nos borra la imagen de Eva y nos asemeja cada vez más a Ella.

“Corramos a Ella por la fragancia de sus perfumes” (cf. Cantar de los Cantares I, 3-4), dice el texto de Nona. Así, saturada el alma de armonía interior, ésta estará dispuesta a ofrecer a Dios, por medio de María, toda su existencia, para encontrarla, en el día de la Venida del Señor, transformada en vida eterna y gloriosa.

Adquirimos por María nuevas fuerzas para aplastar en nosotros a la antigua serpiente infernal, para matar al hombre viejo, y para tender al ideal de la pureza sin mácula: “Mi alma glorifica al Señor, porque obró en mí grandes cosas” (cf. San Lucas I, 46).

María suple la pobreza de la morada que le ofrecemos a Dios.

En Ella y por Ella nos mira el Señor complacido.

La herida mortal del pecado (nosotros) y la Inmaculada. Lo que María fue desde el primer instante de su existencia debemos ser nosotros con su socorro en el futuro: inmaculados.

Amén.

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2023-12-08 Inmaculada Concepción