sábado, 18 de julio de 2020

Domingo VII después de Pentecostés – San Mateo VII, 15-21 – Padre Edgar Díaz

¿Qué es lo que debemos evitar y qué es lo que debemos hacer para entrar en el Cielo?

El Evangelio de hoy es parte del Sermón de la Montaña. En unos versículos anteriores, en el capítulo VII, Jesús nos dice que la puerta es estrecha, y que el camino que lleva a la vida es angosto, y que por lo tanto son pocos los que salvan (Cf Matt VII, 13-14). La razón de esto viene explicada en el Evangelio de hoy.

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En primer lugar, el Señor nos previene de los falsos profetas porque son personas muy peligrosas. Son hipócritas (mentirosos) y seductores, porque ponen sus intereses y leyes por encima de la Ley de Dios, y la interpretan de modo tal que se amolde a sus pasiones. Son personas muy orgullosas y engreídas, y alimentan su odio mortal hacia Cristo, porque Cristo les descubre su hipocresía.

Los falsos profetas están entre nosotros: podemos identificarlos a través de su maldad, sus inclinaciones y pasiones desordenadas, su amor propio, su inconsciencia y falta de virtud, que buscan sembrar la incredulidad, el error, los pecados y vicios, ya sea a través de palabras o ejemplos y escritos.

Vienen a nosotros revestidos de oveja. Si se mostraran tal cual son no conseguirían ningún adepto puesto que serían rechazados con desprecio. Sabiendo esto, se visten de oveja: se disfrazan apareciendo como honestos y piadosos, y aparecen como que tienen interés por todos los hombres en su corazón.

Parecen ser inofensivos, pero están llenos de astucia, presentando el mal como lícito bien. Según les sea posible, desobedecen totalmente los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Justifican todo lo que pueda refrenar la sensualidad; llaman exageración al celo por la virtud; tratan de persuadirnos de que abandonemos los ejercicios de mortificación y de abnegación, llamándolos “una excentricidad” que daña nuestra salud y amarga los gozos de nuestra vida. De manera que pretendiendo darnos dulce miel nos dan un amargo veneno.

Satanás es el más claro ejemplo. Fingió benevolencia hacia Eva y le mostró por medio de la tentación que comer del fruto prohibido no tendría ninguna mala consecuencia; al contrario, sería una ventaja para ellos pues se harían iguales a Dios. De la misma manera viene a nosotros en la forma de un ángel de luz, para ganar nuestra confianza; nos hace creer que tal y tales pecados no significan mucho; que podemos confesarnos nuevamente; que Dios es infinitamente misericordioso y siempre listo para perdonarnos; que aún tenemos tiempo para penitencia; que incluso el ladrón en la cruz obtuvo el perdón.

Entre nosotros hay hombres malos realmente. En primer lugar, están los falsos maestros, que buscan diseminar la incredulidad y la impiedad (irreligión). Pretenden aparecer ser amigos de la religión; que solo luchan en contra de la superstición y los abusos, y, que nos ayudan a llegar a la verdad, dándonos luz y haciéndonos feliz.

En segundo lugar, algunos de estos hombres malos son autores y vendedores de libros y escritos malos. Muchos libros, periódico, panfletos están fríamente calculados para destruir la fe y la moral y para desparramar impiedad e inmoralidad. En estas publicaciones los misterios y la doctrina están tergiversados, y el clero y las instituciones de la Iglesia son calumniados para hacerlos quedar ridículos y detestables. La incredulidad, el odio por la religión, y los vicios de todas clases tienen su origen en libros y publicaciones malos. Son fabricaciones del infierno; son responsables ante Dios de la malicia que causan.

En tercer lugar, muchos de estos hombres malos son seductores. Adulan y halagan con el solo propósito de llevar a cabo su mala intención, ya sean hombres o mujeres. Pretenden aparecer modestos, tímidos e inocentes para más fácilmente ganar el corazón del desprevenido e incauto.

Estos son los falsos profetas en contra de los cuales nos previene Cristo, ya que son capaces de seducirnos y hacernos miserables en la vida y en la eternidad.

De ellos, Cristo dice que interiormente son lobos rapaces, y realmente lo son. Así como los lobos se aprovechan del momento en que los pastores dejan de cuidar a las ovejas, o cuando una oveja se escapa del corral, así los falsos profetas atacan a las personas cuando éstas están descuidadas y desprevenidas y no evitan las ocasiones de pecado.

Nuevamente, así como los intentos fallidos de los lobos de cometer estragos no les impide seguir intentado, al contrario, se vuelven más feroces mientras más resistencia encuentren, así los falsos profetas no desisten de sus malvados proyectos cuando estos se frustran por alguna razón, por el contrario, redoblan sus esfuerzos, y furiosamente atacan a quienes les impiden realizar sus planes.

Luego, los infieles y enemigos de nuestra santa religión dirigen su odio particularmente a los sacerdotes porque bien saben que estos obstruyen sus esfuerzos de derrocar la cristiandad.

Finalmente, así como los lobos toman sus presas por el cuello de manera que no puedan gritar ayuda, así los falsos profetas tratan de callar aquellos que caen en sus manos para que oculten sus aberraciones y pecados y así encuentren la muerte y la perdición.

Con respecto a árboles buenos y malos, frutos buenos y malos, es evidente que Nuestro Señor está hablando de buenas y malas personas y de sus obras. El hombre, entonces, produce buenas o malas obras según él sea un hombre bueno o malo.

Un buen hombre tiene pensamientos buenos. Se alegra por el bien mas odia y detesta el mal. Interiormente está siempre pensando en Dios y las cosas divinas. Se humilla ante Dios, y le agradece por todos las gracias y beneficios. Se encomienda a su protección. Se arrepiente de sus faltas, y cuando le surge un pensamiento malo o un deseo pecaminoso lucha contra él y lo reprime. Le desea siempre bien al prójimo y ama y estima a todos.

Un buen hombre habla siempre bien. Se previene de los pecados de la lengua, de las expresiones vulgares e impuras. Se cuida de no calumniar, o denigrar, o mentir, o maldecir, o jurar o blasfemar. Lo que dice es necesario o útil para el honor y el bien de los hombres.

Un buen hombre hace siempre el bien. Se cuida de no dar un paso en falso. Practica las virtudes y conscientemente cumple con las obligaciones de la religión y del estado de su vida.

Estos son los tres frutos del hombre bueno: los frutos del corazón, los frutos de las palabras, y los frutos de las manos.

Mas Jesús dice que un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo frutos buenos. De esto algunos herejes concluyen que el hombre bueno puede hacer solo lo que es bueno, y que el hombre malo, solo lo que es malo; o, dicho de otra manera, sea lo que haga el hombre bueno es algo bueno, y sea lo que haga un hombre malo, es algo malo. Esto es completamente erróneo.

No todo lo que un hombre bueno haga es necesariamente bueno; así como no todo lo que un hombre malo haga es necesariamente malo.

Un hombre bueno podría enojarse desordenadamente, o decir una mentira; podría llegar incluso hasta cometer un pecado mortal, y, por consiguiente, dejar de ser bueno. Por el contrario, un hombre malo puede orar, dar limosnas, llevar su cruz y sus aflicciones pacientemente, y todo eso es bueno.

Luego, la expresión un buen árbol no puede producir frutos malos, y un árbol malo no puede producir frutos buenos, debe entenderse de la siguiente manera. Mientras el hombre es bueno, produce buenas obras; pero este hombre podría convertirse en malo (considérese el peligro que esto implica: ningún ser humano puede garantizar su bondad a otro ser humano) y, por consiguiente, lo que hace ya no es bueno y meritorio.

Un hombre malo, mientras es malo y mientras no tenga la gracia de Dios, no puede hacer obras buenas, ni obras meritorias. Pero podría convertirse en bueno, como el caso de San Pablo, y como él, y todo verdadero penitente, podría hacer obras buenas y meritorias. La conclusión de esto es obvia, ¡qué mal están aquellos cristianos que viven en estado de pecado mortal! El bien que hacen no es malo ni merece castigo, pero no tiene ningún mérito para el cielo.

Si alguien fuera tan desafortunado de vivir en estado de pecado mortal, debería, para empezar, confesarse inmediatamente, de manera tal que al obtener de nuevo la gracia santificante pueda llegar a ser capaz de ganar méritos para el cielo a través de sus buenas obras.

Finalmente, Nuestro Señor nos dice que todo árbol que no produzca buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Es decir, no solo los hombres malos que hacen obras malas, sino también los buenos que no produzcan obras buenas serán rechazados. Es decir, no solo hay que evitar hacer el mal, sino también, hacer positivamente el bien. Estos dos aspectos son necesarios para la salvación.

Luego, sería un gran error pensar que solo los que hacen el mal serán excluidos del cielo: también lo serán quienes no practiquen el bien, pudiendo hacerlo, y debiendo hacerlo. Ejemplo de esto es el siervo inútil que enterró su talento para no gastarlo (Matt XXV, 30); las cinco vírgenes que no tuvieron aceite para entrar a la boda; y especialmente la sentencia de Jesucristo como Divino Juez en el Juicio Final cuando envíe al fuego eterno a quien no haya practicado las obras de misericordia (Matt XXV, 41, etc.)

El cielo es el premio dado a los hombres por sus buenas obras. Luego, quien sea negligente en las buenas obras no obtendrá el premio. El tibio, quien no reza, quien desprecia la Palabra de Dios, los sacramentos y las lecturas espirituales; quien no hace las obras de misericordia y no cumple con los deberes de su estado de vida, tienen suficiente razón para concluir que van a tener la misma suerte que los árboles que no producen buen fruto: son cortados y arrojados al fuego. Luego, “esforzaos más por hacer segura vuestra vocación y elección (con las buenas obras); porque haciendo esto no tropezaréis jamás”. (2 Pedro I, 10).

Finalmente, el Señor nos dice: No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial. Con estas palabras Cristo nos enseña que solo una fe viva, y no una fe muerta, salvará al hombre.

Esta verdad es aplicada a todos los que creen en todo lo que enseña la Iglesia Católica, pero no viven de acuerdo con la regla de la fe. La Carta de Santiago hace referencia a esto: ¿De qué sirve que uno diga que tiene fe, sino tiene obras? ¿Por ventura la fe de ese tal puede salvarle? (Sant II, 14). Si un católico no vive según su fe, en vez de salvarlo será la causa de su condena.

A todos los que profesan una cosa y practican otra. San Pablo nos amonesta: Aunque tenga don de profecía, y sepa todos los misterios, y toda la ciencia, y tenga toda la fe de manera que traslade montañas, si no tengo amor, nada soy. (1 Cor XIII, 2).

A todos los que practican devociones, pertenecen a sociedades y confraternidades, frecuentemente van a la confesión y reciben la comunión; que usan el escapulario, rezan el Rosario, y se aplican las indulgencias, mas no se ponen a trabajar para reformar al hombre viejo, extirpar sus pasiones y cumplir con sus deberes. Todos estos ejercicios religiosos son útiles y necesarios, mas por sí mismos no son suficientes para la salvación. Se debe hacer lo uno y no ser negligente con lo otro.

A todos los que frecuentemente hacen buenas resoluciones, pero nunca las ejecutan, y como consecuencia vuelven a caer en los mismos pecados; a todos los que prometen todo, pero no mantienen sus promesas. Estos le mienten a Dios en la cara y se burlan de Él. ¿Cómo podría estar Dios contento con ellos? Dice San Agustín: “Es un farsante y no un penitente quien hace de nuevo aquello de lo que se ha arrepentido”.

Finalmente, a todos los que tienen celo por el bien, pero solo en determinados momentos, y luego ceden nuevamente a la pereza espiritual. Que recuerden las palabras de Cristo: “Ninguno que pone mano al arado y mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios”. (San Lucas IX, 62).

Pues, solo se salvará aquel quien hace la voluntad de Dios. Para esto es necesario guardar todos los mandamientos de Dios y de la Iglesia, ya que estos mandamientos contienen la expresa voluntad de Dios. “Si quieres entrar en la vida, observa los mandamientos”. (San Mateo XIX, 17). “Si no escucha tampoco a la Iglesia, sea para ti como un pagano y como un publicano”. (San Mateo XVIII, 17).

También es necesario escuchar la voz de nuestra conciencia, ya que a través de la conciencia Dios nos habla y nos revela su santa voluntad. “En todas tus acciones sigue el dictamen de tu fiel consciencia; pues eso es observar los mandamientos”. (Eclesiástico XXXII, 27).

Es necesario escuchar a nuestros superiores espirituales y a nuestros pastores de almas. A ellos se refiere Cristo cuando dice: “Quien a vosotros escucha, a Mí me escucha; y quien a vosotros rechaza, a Mí me rechaza; ahora bien, quien me rechaza a Mí, rechaza Aquel que me envió.” (San Lucas X, 16).

Por último, también es necesario que conscientemente cumplamos con nuestros deberes según el estado de nuestra vida: si casado, casado; si soltero, soltero. “Cada cual persevere en el estado en que fue llamado”. (1 Cor VII, 20). Quien es negligente con los deberes de su estado de vida no puede salvarse, aun cuando lleve una vida piadosa.

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Debemos examinarnos atenta y honestamente a ver si alguna vez hemos sido “un falso profeta”. Tal vez hayamos escandalizado e inducido a cometer pecado a alguien. Examinémonos si hemos sido un buen o un mal árbol, es decir, si hemos caminado por la senda de la virtud o la del vicio. Finalmente, si hemos cumplido o no, y de qué modo, la voluntad de Dios.

Si en este auto-examen de conciencia nos encontramos más o menos culpables, humillémonos delante de Dios, pidámosle perdón, y hagamos la resolución de aquí en delante de enmendar nuestra vida y reparar, a través de verdadera penitencia, todas las heridas que hayamos causado con nuestros pecados.

Dediquémonos a Dios el resto de nuestra vida; sirvámosle con fervor y fidelidad, y Él nos dará la corona de la vida. Amén.