sábado, 1 de agosto de 2020

Dom IX post Pent -- 2020-08-02 -- Padre Edgar Díaz

Dom IX post Pent
San Lucas XIX, 41-47

Ésta sería la última visita de Jesús a Jerusalén pues el día de su crucifixión estaba cerca. Mucha gente se había agolpado a recibirlo y con gozo y grandes voces alababan a Dios: “Bendito el que viene, el Rey, en nombre del Señor” (San Lucas XIX, 38). Pero las voces se detuvieron en la cima del Monte de los Olivos, desde donde Jesús pudo ver toda la ciudad; y Jesús lloró por ella.


¿Cómo podría haber llorado? ¿Acaso llorar no es un signo de debilidad, indigno de un hombre? Los Estoicos en la antigüedad enseñaban que el hombre debía controlar totalmente sus sentimientos, incluso en la peor de las circunstancias.

Sin embargo, tal insensibilidad contradice totalmente la naturaleza humana. Es natural expresar tanto la alegría como la tristeza. Jesús es hombre; tiene los sentimientos de un ser humano; por eso, expresó su tristeza llorando por Jerusalén.

Luego, no está mal ceder ante nuestra naturaleza, y llorar por aquello que nos resulte penoso.

Sin embargo, debemos moderar nuestra pena, especialmente cuanto ésta tiene su causa en males temporales, a la vez que debemos esforzarnos por confiar en Dios y resignarnos a su Santa Voluntad.

Muchas personas experimentan pena porque no pueden gratificar sus pasiones, y, porque sus planes y proyectos pecaminosos no tienen éxito.

Así, por ejemplo, Amán se puso extremadamente triste al tener que honrar a Mardoqueo cuando en realidad deseaba colgarlo en la horca; así, Antíoco estuvo triste hasta la muerte por no poder vengarse de sus enemigos.

Las mujeres y los niños lloran con frecuencia porque no pueden satisfacer su propia voluntad, y mucha gente joven por poco no muere de dolor al verse obligados a abandonar a la persona que aman.

Tal dolor y llanto es pecaminoso, porque provienen casi siempre del egoísmo; las causas del mal yacen en el fondo de ese dolor y de ese llanto, y las palabras del Apóstol se aplican perfectamente aquí: “la tristeza del mundo obra muerte” (2 Cor VII, 10).

Jesús tenía razón de llorar más por sí mismo que por Jerusalén. Por su omnisciencia tenía presente en su mente su inevitable pasión y su próxima muerte. Sin embargo, no derramó ninguna lágrima por sí mismo ya que no había venido a derramar lágrimas sino su preciosísima Sangre. Aún así, lloró por Jerusalén y sus ingratos habitantes.

A las mujeres de Jerusalén les dijo: “No lloréis por Mí, sino llorad por vosotras mismas, y por vuestros hijos” (San Lucas XXIII, 28). Lloró por causa de la insensibilidad, impenitencia e ingratitud de Jerusalén, donde había enseñado y trabajado constantemente, y donde no encontró fe; lloró por la destrucción de Jerusalén y sus habitantes, que ocurriría en poco tiempo, porque se determinaron a seguir empeñados en su falta de fe y en el pecado; lloró por la perdición de muchos judíos que debido a su obstinación perdieron no solo su territorio, sino también el cielo, al morir eternamente.

En lo que toca a nosotros deberíamos sentir pena y llorar por nuestros pecados, defectos e imperfecciones. Tenemos buena razón para actuar de esta manera ya que desde niños hemos ofendido gravemente a Dios muy a menudo, y porque aún ahora seguimos ofendiéndolo de muchas maneras, y apenas pasa un día que no tengamos que acusarnos de nuestras faltas.

Ejemplo de tal saludable dolor penitencial lo tenemos en David quien, como dice él mismo, “cada noche inundo en llanto mi almohada” (Ps VI, 7); en María Magdalena, quien derramó sus lágrimas a los pies de Jesús; en Pedro, quién lloró amargamente haber negado a Jesús.

También los santos lloraron sus más pequeñas faltas e insistieron en hacer penitencia. San Jerónimo relata que Santa Paula lloraba sus pecados veniales de tal manera que uno pensaría que habría sido por los más horribles crímenes. ¿Y nosotros? ¿Lloramos nuestros pecados, aunque más no sea, internamente?

También deberíamos sentir pena y llorar por los pecados de los demás, y por la perdida de tantas almas, por la incredulidad y por los escándalos del mundo, por el sufrimiento y la persecución de la Iglesia y de los justos.

Así, San Pablo lloró por la obstinación de los judíos: “Siento tristeza grande y continuo dolor en mi corazón, porque desearía ser yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos, deudos míos según la carne” (Rom IX, 2-3).

San Francisco de Asís casi encegueció por llorar continuamente con amargas lágrimas la ingratitud de los hombres ante el infinito amor del divino Redentor.

No está bien quien permanece indiferente ante los pecados y la pérdida de muchas almas, ya que la virtud cristiana fundamental, la Caridad, el amor a Dios y a los hermanos, falta en esa persona. Aún así, hay cristianos que se regocijan y ríen cuando ven u oyen que otro comete un pecado grave y peor aún cuando ellos mismos conducen a otros a pecar.

***

Cristo predijo la destrucción de Jerusalén. Las causas por las cuales Dios permitió su destrucción son muchas.

En primer lugar, porque Jerusalén no conoció lo que sería para la paz, es decir, las cosas o condiciones por las cuales lograría ser salvada de su ruina tanto temporal como eterna, resultando, obviamente, en su paz. No reconoció al Cristo; no conoció que Jesús era el Hijo de Dios, el Mesías prometido, y, por lo tanto, no creyó en Él.

Pero este rechazo e ignorancia no tuvieron excusas, ya que Jesús les había dado tanto a los judíos en Jerusalén como a los de los pueblos y ciudades vecinas pruebas incontrovertibles de su divinidad: a través de sus enseñanzas, el ejemplo de su vida, y especialmente sus milagros. Por eso Jesús les dijo: “… las obras que… Yo realizo dan testimonio de Mí…” (San Juan V, 36).

Los Sumos Sacerdotes y los Fariseos estaban perfectamente convencidos de los milagros de Cristo, cuando dijeron: “¿Qué haremos? Porque este hombre hace muchos milagros” (San Juan XI, 47). Y las turbas enteras estuvieron influenciadas, al menos por un tiempo, por lo que vieron, que les hizo exclamar con admiración: “Un gran profeta se ha levantado entre nosotros”, y, “Dios ha visitado a su pueblo” (San Lucas VII, 16).

Nicodemo expresó el sentimiento común de los discípulos: “Sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro, porque nadie puede hacer los milagros que Tú haces, si Dios no está con él” (San Juan III, 2). Pero la nación siguió impenitente. Los sacerdotes y los príncipes del pueblo, en vez de creer en Él, decretaron su muerte. Los judíos no conocieron a Jesús porque no quisieron conocer a Jesús. Eran perversos, maliciosos, y por eso, no creyeron en Él.

Hoy, el número de personas en el mundo que tienen una actitud similar a la de estos judíos con respecto a Jesús es enorme. La Santa Iglesia Católica podría ser fácilmente reconocida como la Iglesia establecida por Cristo por las claras marcas de su origen divino y por la verdad de su doctrina. Pero no hay quien tenga buena voluntad para adherirse a ella; además de no tener buena voluntad, no aman la verdad, porque prefieren amar la oscuridad.

A propósito, tergiversan muchas enseñanzas católicas. Por ejemplo, la doctrina de la veneración de los santos y sus imágenes, llamándola “adoración”; la doctrina de la infalibilidad del Papa, la cual explican en el sentido de “impecabilidad”, o, creyendo que se debe recibir todo lo que el Papa dice como verdad divina.

Además, niegan los continuos milagros en la Iglesia Católica, como las apariciones de la Santísima Virgen María y sus importantes y oportunos mensajes; milagrosas curaciones de gente enferma; aún más, la Presencia Real de Jesús en la Eucaristía en la Santa Misa. Inventan mentiras y calumnias con respecto a la Iglesia, e insultan a sus miembros, especialmente a los sacerdotes.

Gente de esta calaña carece de buena voluntad y amor por la verdad, y, por consiguiente, no llegan al conocimiento de las cosas necesarias para su salvación. La fe es más un negocio del corazón (voluntad) que del entendimiento; quien tiene una mente pervertida permanece, como los judíos, en infidelidad y error, y mil milagros no los llevaría a creer en la verdad ni a someterse a ella consecuentemente.

Otra razón por la cual en su día Jerusalén no conoció lo que sería para la paz fue dejar pasar y desaprovechar el tiempo de la gracia. Nuestro Señor les había dado a los judíos suficiente tiempo y gracia para que conocieran la verdad que redundaría en su salvación.

Su nacimiento, el anuncio de los ángeles, el encuentro con los magos, su visita al Templo cuando tenía 12 años. Durante su vida pública, la santidad de su conducta y su doctrina, sus numerosos milagros, de los cuales Jerusalén fue muchas veces testigo. Su entrada solemne en Jerusalén fue indiscutiblemente una gran gracia que les habría permitido reconocer su divinidad.

Fue todo en vano. Rechazaron obstinadamente todas las gracias dadas y se empeñaron en permanecer en su incredulidad y pecado hasta que la medida de su iniquidad se completó y la ira de Dios vino sobre ellos.

Así como le sucedió a Jerusalén puede sucederle hoy a cualquier católico; a cualquiera de nosotros. Hay momentos decisivos y circunstancias favorables en las que el alma debe dejar definitivamente el pecado y dedicarse plenamente a luchar por su perfección y perseverancia final.

Nadie podrá decir que nunca “ha sido visitado por Dios”, así como lo fue Jerusalén. Nadie podrá decir que Dios no hizo nunca de su alma una morada privilegiada en algún momento de su vida, en la cual Dios le mostró a esa alma su poder y gracia con los más excelsos signos de su amor. Por lo tanto, con toda certeza podemos decir que hemos sido visitados por Dios.

Pero el amor de Dios no es correspondido por el alma. O, peor aún, la respuesta es desobediencia, ingratitud e indiferencia. No apreciamos lo que ha sido hecho por nosotros. No conocemos la manera en que Dios nos ha visitado.

Condenamos a Jerusalén por no haber conocido al Señor y pretendemos simpatizar con Nuestro Señor con nuestras lágrimas, pero ¿acaso no hemos sido nosotros también causa de sus lágrimas? ¿Qué más tendría que hacer por nosotros para que entendamos de una vez? Cuidado con resistir la gracia de Dios. Podría ocurrir que su gracia no vuelva nunca más.

Muy especialmente hoy, 2020, en que Dios nos está mostrando claramente los errores cometidos por la Iglesia: las herejías solapadas del Vaticano II, la Nueva Misa, los Nuevos Papas y Obispos y Sacerdotes. ¡Cuidado! Dios nos ha visitado. Es nuestra la obligación de reconocer su visita (el señalarnos el error) y obrar en consecuencia (salir del Modernismo y de la Iglesia Conciliar). Lo que vemos hoy no es la Iglesia Católica. Es otra Iglesia, porque es otra fe, y sus sacerdotes no son sacerdotes católicos.

***

“Porque vendrán días sobre ti, y tus enemigos te rodearán con un vallado, y te cercarán en derredor y te estrecharán de todas partes; derribarán por tierra a ti, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no conociste el tiempo en que has sido visitada”.

Esta profecía ha sido cumplida al pie de la letra. En el año 70, desde la Pascua hasta septiembre de ese año, Tito sitió la ciudad, cuando ésta estaba llena de peregrinos. Los cristianos lograron huir a las montañas gracias a los avisos que Nuestro Señor les había dado. Los sitiadores crucificaban 500 prisioneros por día.

La gran mayoría de las personas perecieron de hambre: el número de muertos más confiable que tenemos gracias a la historia es de 1.100.000. La terrible profecía de Jeremías se cumplió: una gran hambruna al punto tal que las madres tuvieron que comerse a sus propios hijos. Finalmente, los romanos mataban a cualquiera que encontraran; la sangre de los masacrados corría por las calles, y la ciudad fue quemada y quedó completamente en ruinas.

Los juicios de Dios sobre los habitantes de Jerusalén y el pueblo judío en general han venido y vendrán sobre todos, naciones e individuos que no hayan conocido el tiempo de su visita. Como ejemplo tenemos los grandes imperios de la historia que cayeron por causa de sus pecados y vicios: Asirios, Medos, Persas, Griegos y Romanos. Y también, grandes personajes de la historia que se obstinaron en el mal: Caín, el Faraón de Egipto, Saúl, Absalón y Judas Iscariote. Las palabras del Señor son siempre verdad: “Los transgresores y los pecadores serán quebrantados juntamente, y anonadados los que abandonan a Dios” (Isaías I, 28).

Por lo tanto, temamos a Dios, y dejemos el pecado. La longanimidad de Dios tiene sus límites, y cuando haya pasado el tiempo fijado por Él, en su eterna sabiduría, para que cada ser humano se arrepienta y se salve, sin misericordia rechazará al pecador.

Luego, consideremos la seria advertencia del Espíritu Santo: “No añadas pecados a pecados. No digas: ‘¡Oh, la misericordia del Señor es grande! Él me perdonará la multitud de mis pecados’. Porque tan pronto como ejerce su misericordia, ejerce su indignación, y tiene fijos sus ojos sobre el pecador” (Sirácida V, 5-7).

En el atrio del Templo funcionaba un mercado en donde se vendían los animales para ser ofrecidos a Dios. También había cambistas de moneda, ya que los animales solo se podían comprar con moneda judía, y no con moneda extranjera, como lo era la romana. Lo más lógico era que este mercado, necesario para las ofrendas del Templo, estuviera localizado fuera del Templo.

Pero lo que causó que en esta ocasión Nuestro Señor se comportara tan severamente con quienes profanaban el Templo fue el hecho de que estos cambistas y vendedores se aprovecharan de la gente, cobrándoles precios injustos.

Podemos imaginar este mercado como cualquier otro mercado: gran bullicio de gente y animales, trampas, estafas, engaños, mentiras, falsedades y toda clase de injusticias. Esto constituía ciertamente una gran profanación del Templo. No debemos extrañarnos, pues, que Nuestro Señor se dejara llevar por su santo enojo y echara del Templo tanto a quienes vendían como a quienes compraban.

Dios ya había dicho a través del profeta Isaías: “Mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos” (Isaías LVI, 7). Nuestro Señor hace referencia a esta cita del profeta Isaías y enseña que el Templo de Jerusalén, como toda otra casa de Dios, es un lugar para la oración y ejercicios de devoción, y que por esta razón, todo lo que sea contrario a este propósito debería ser mantenido fuera.

Cristo al decirles que habían convertido la casa de Dios en una cueva de ladrones hace referencia a las injusticias practicadas por los vendedores y cambistas. Es notable que Nuestro Señor, que usualmente es tan amable y gentil, haya usado la fuerza en esta ocasión para echar a los vendedores y cambistas del Templo.

Fue tan compasivo con Zaqueo, tan gentil con la adultera, y se mantuvo con la más grande tranquilidad al soportar las más grandes aberraciones e insultos hacia su Persona. Luego, al echar a los vendedores y cambistas del Templo constituye evidentemente una prueba de que nada le disgusta tanto como la profanación de los lugares sagrados.

Esto es particularmente cierto de nuestras Iglesias, que ciertamente son más santas que el Templo de Jerusalén, ya que, mientras que en el Templo estaba presente el Arca de la Alianza, tipología de la divinidad de Jesucristo, en nuestras Iglesias Nuestro Señor está verdadera y realmente presente en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Deberíamos, pues, saber lo que son nuestras Iglesias, un lugar de oración.

No el lugar para charlar y reír; no para satisfacer nuestra mirada y curiosidad. Es el lugar para pensar y hablar con Dios, y fijar nuestra mirada en lo que sucede en el Altar. En el pasado se ponían avisos en las puertas de las Iglesias para recordar a los fieles sobre los malos efectos de charlar dentro de las Iglesias. Algunos avisos decían así:

“Se roba el gozo a Dios, a los ángeles y a los santos, y el consuelo a las almas del purgatorio”.

“El alma se priva de la necesaria devoción y de ventajas espirituales, y sus oraciones no son escuchadas”.

“Es desedificante y un gran disturbio para nuestro prójimo”.

“Es un pecado venial que será gravemente castigado en el purgatorio. Que los padres cuiden que sus hijos se comporten bien dentro de la Iglesia”.

***

El Evangelio de hoy concluye con estas palabras: “Y día tras día enseñaba en el Templo”. A Jesús solo le quedaban unos pocos días de vida. Tal vez podríamos pensar que se habría retirado a la oración y a reposar, lejos del gentío. Pero no. Siguió enseñando en el Templo hasta el último momento. Hasta el Jueves Santo por la tarde, antes de caer el sol.

Luego, de ahí, y después de la Última Cena, fue al monte de los Olivos donde fue apresado. Es muestra clara de cuán solícito fue de cumplir la voluntad de su Padre, quien lo había enviado a la tierra para la redención de la humanidad.

No busquemos el reposo mientras estemos en esta tierra. Seamos activos según nuestra vocación, ya que estamos en este mundo no para descansar sino para trabajar. Cumplamos con nuestro deber; con todo nuestro deber, y trabajemos con celo y perseverancia en nuestra perfección y santificación, y en cuanto más podamos, en el bienestar de nuestros hermanos. Que Dios nos conceda la eterna felicidad en el reino de los cielos como recompensa por nuestras fatigas.