En todos los tiempos encontramos gente que creen ser buenos y justos y, por esa razón, desprecian a los demás. Estas personas se atribuyen las buenas cualidades que tienen a sí mismos, y no a Dios.
Así eran (y aún son) los Fariseos. Se imaginaban a sí mismos modelos de santidad a causa de su estricta y celosa observancia exterior, mientras que a los demás los consideraban malos. Nuestro Señor Jesucristo elevó su voz en contra de estos hombres orgullosos y arrogantes, y mostró que Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes.
Sin embargo, para ser justos, debemos decir que no todo era malo en el Fariseo de nuestra historia. Había algo de bueno y digno de alabanza en su oración.
Era bueno que el Fariseo fuera al Templo a hacer su oración. El Templo de Jerusalén era el único lugar santo donde se realizaba el culto que a Dios le agradaba en el Antiguo Testamento, y donde los judíos celebraban sus fiestas.
En comparación, siendo mucho más venerables nuestras Iglesias Católicas que el Templo de Jerusalén, la Iglesia es el lugar apropiado y agradable a Dios para expresar nuestra piedad y devoción a Dios, dicho esto en oposición, claro está, a la situación que nos toca, al presente, de tener que celebrar la Santa Misa en garajes, o estrechas y modestas casas de familias, o en pequeñísimos departamentos. Después de todo, la Santa Misa es el verdadero culto a Dios donde Jesús se ofrece a sí mismo a su Padre celestial por manos del sacerdote; Jesús está realmente presente en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, aunque no lo esté hoy en lo que otrora fuera una Iglesia Católica.
Por lo tanto, decir que debemos ir a la Iglesia, así como el Fariseo fue al Templo, para ser justos y mejor honrar a Dios, es ciertamente un anacronismo en nuestra situación actual. La gran mayoría de las Iglesias Católicas en este momento no nos pertenecen más, pues el enemigo las ha convertido en iglesias de otra fe.
Hemos sido hurtados de la verdadera casa de oración. Dice Dios a través del Profeta Isaías: “Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones” (Isaías LVI, 7). Y es verdaderamente así porque todo lo que hay en ella y todo lo que en ella se hace es ayuda para que recemos adecuadamente: la Presencia Real de Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento; las imágenes de los santos que nos mueven a la devoción; el ejemplo de nuestros hermanos hincados en firmísima piedad; el lugar donde Dios está más inclinado a escucharnos. De todo eso hemos sido hurtados.
El Fariseo no tendría en nuestros días un templo donde ir a orar. ¿Es pecado rezar en una iglesia que actualmente está en manos de la iglesia conciliar del Novus Ordo? Es un pecado contra el Primer Mandamiento de Dios. Es como ir a rezar a una iglesia protestante, ya que nuestras Iglesias han sido desacralizadas por la presencia de otra fe y de otro culto. ¡Cuidado! ¡No infrinjamos el Primer Mandamiento! ¿Iríamos a una iglesia protestante episcopal para rezar allí? Ciertamente que no. En cambio, respetaríamos el Primer Mandamiento de Dios y también reconoceríamos el escándalo que produciríamos al orar en una iglesia de la iglesia conciliar Novus Ordo.
El Fariseo dio gracias. El Apóstol San Pablo nos exhorta a dar gracias continuamente: “En todo dad gracias, pues que tal es la voluntad de Dios en Cristo Jesús en orden a vosotros” (1 Tes V, 18). Por esta razón, el sacerdote, en el prefacio de la Misa, exhorta a dar gracias con estas palabras: “Demos gracias al Señor Nuestro Dios”. Mucho le debemos a Dios. ¿Le hemos dado suficientemente gracias?
El Fariseo no era un ladrón, un hombre injusto, un adultero. Estas cosas están prohibidas primeramente por la ley natural. San Pablo expresamente declara que “…ni los fornicarios, no los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los que viven en rapiña, heredarán el reino de Dios” (1 Cor VI, 9-10).
Muchos, en realidad, no podrían decir: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy un ladrón, un hombre injusto, un adúltero”, puesto que sus consciencias les dicen que han cometido adulterio, ya sea de hecho o con el deseo, y, de esa manera, han pecado gravemente en contra de la castidad; que han perpetrado varias clases de injusticias y que han dañado a su prójimo y a su propiedad. Quien se sienta culpable de algo de esto no demore su enmienda, devuelva lo robado, y repare el daño.
El Fariseo ayunaba dos veces por semana. Ayunar es un ejercicio de mortificación, y, por lo tanto, saludable y agradable a Dios. Los grandes hombres del Antiguo Testamento como Moisés y Elías ayunaron. Jesús mismo recomendó el ayuno con su propio ejemplo, y la Iglesia lo prescribe en ciertos días desde la más temprana edad de la cristiandad. Los santos ayunaron rigurosamente. Por lo tanto, no es propio de un buen católico despreciar el precepto del ayuno y el de no comer carne en los días de abstinencia.
Finalmente, listando lo bueno del Fariseo, él daba el diezmo de todo lo que poseía. Dios mismo en el Antiguo Testamento ordenó dar el diezmo: “El diezmo entero de la tierra, tanto de las semillas de la tierra como de los frutos de los árboles, es de Dios; es cosa consagrada a Dios” (Levítico XXVII, 30). Sabemos que Abraham (Génesis XIV, 20) y Tobías (Tobías I, 6) daban el diezmo a Dios.
¿Qué es lo que el Fariseo tiene de injusto y de qué habría que culparlo, si es que en él hay algo injusto y de qué culparlo?
Lo que tiene de injusto y de culpable es de ser orgulloso. Era uno de los cuales se puede decir que confiaba más en sí mimo que en Dios, y por esto, uno de los que por esta razón despreciaban a los demás.
El orgullo, de lo cual el Fariseo dejó que su corazón se embotara, lo enceguecía de tal manera que no le permitía ver en él nada malo. Solo veía lo bueno que hay en él. Sin lugar a duda, sus obras eran buenas, pero sin mérito para el cielo, y sin valor alguno.
Por el contrario, el Fariseo se debería haber acusado de sus pecados; como no lo hizo, se deduce que se consideró a sí mismo impecable. ¿Qué es lo que afirma Dios sobre esto? “No hay sobre la tierra hombre justo que obre bien y no peque nunca” nos dice en (Eclesiastés VII, 21). Y San Juan asevera que “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan I, 8). Por lo tanto, fue una gran figuración y ceguera espiritual no pensar de sí mismo ser culpable de algún pecado.
Hay católicos que dicen: “¿Por qué me debería confesar frecuentemente? No he cometido ningún pecado”. Tales católicos se figuran ser más santos que los santos del Antiguo Testamento, y que los santos del Nuevo Testamento que frecuentemente, semanalmente, incluso diariamente, si les es posible, recurren al Sacramento de la Confesión. ¡Qué orgullo! ¡Qué infatuación!
El Fariseo se creía mejor que los demás. Esto es gran soberbia. Está mal exaltarse a uno mismo y despreciar a los demás, ya que la virtud de la humildad nos exige tener una pobre opinión de nosotros mismos y no exaltarnos desordenadamente por encima de nadie. Por lo tanto, el Fariseo es totalmente reprensible, por considerarse mejor y exaltarse a sí mismo y despreciar a los otros hombres.
¡Cuidémonos de no ser culpables de semejante aberración! Nunca pensemos que somos mejores que las demás personas. Y, aunque tengamos algunas ventajas sobre algunas personas, deberíamos atribuirlas a la inmerecida gracia de Dios; solo a Él, por lo tanto, la alabanza y la gloria por los dones que hemos recibido.
¡Cuidémonos de no despreciar a nadie, ni aún al mayor de los pecadores! Si Dios nos llegara a privar de su gracia, correríamos el peligro de caer en toda clase de desorden. Recordemos estas importantes palabras: no causa ningún daño considerarse menos importante que los demás; por el contrario, sí causa un gran daño preferirse a los demás.
El Fariseo se consideró a si mismo como justo por no tener grandes vicios. Probablemente haya sido verdad que no era un extorsionador, o un ladrón, o un adúltero; pero ciertamente hay otros pecados y vicios que considerar también, no solo estos. La lista es larga: orgullo, avaricia, envidia, desprecio, difamación, calumnia, detracción, descrédito, etc. etc. O, ¿es suficiente creerse justo simplemente porque exteriormente uno no demuestra grandes faltas cuando en realidad interiormente se entretiene en sus bajas inclinaciones y despreciables pasiones?
Consideremos que si deseamos tener sobre nosotros un juicio favorable de parte de Dios debemos estar libres de todo pecado, y ser justos, no solamente exteriormente, sino también, y principalmente, interiormente.
El Fariseo se glorió de sus buenas obras. Nunca debemos jactarnos de nuestras buenas obras ya que perderemos todo mérito delante de Dios. No importa cuánto bien hagamos, no hacemos más que nuestro deber, ya que estamos bajo la estricta obligación de servir a Dios todos los días de nuestra vida.
Por eso Jesús dijo a sus Apóstoles: “Cuando hubiereis hecho todo lo que os está mandado, decid: ‘Somos siervos inútiles, lo que hicimos, estábamos obligado a hacerlo’” (San Lucas XVII, 10). Más aún, debemos considerar que nada podemos hacer sin la gracia de Dios, y que por todas nuestras buenas obras y ejercicios de virtud no debemos darnos gloria a nosotros mismos sino a Dios.
Por último, el Fariseo se dejó llevar por su orgullo. La conducta entera del Fariseo está indeleblemente marcada por el orgullo. Fue orgullo el preferirse ante los demás y despreciarlos y particularmente al Publicano, a quien miró con disgusto y tildó de pecador mientras imaginaba que solo él era justo.
Fue el orgullo lo que lo movió a enumerar sus buenas obras y a gloriarse de ellas; fue el orgullo el que le hizo darse honor a sí mismo y no a Dios.
¡Detestemos el orgullo! Así como la helada destruye los brotes tiernos de las flores, así el orgullo destruye todas nuestras buenas obras, nos priva del amor y amistad con Dios, y nos acarrea miseria y ruina.
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El Publicano, en cambio, manifestó dos virtudes que le alcanzaron gracia de Dios.
En primer lugar, la humildad. “Quedándose a la distancia, no osaba levantar los ojos al cielo mas se golpeaba el pecho…” (San Lucas XVIII, 13).
Quedándose a la distancia… Escogió el último lugar, porque se creía indigno de acercarse al Santuario y estar entre los justos y piadosos; penetrado por la consciencia de su culpa no se atrevía a levantar la vista en la presencia de Dios. Similar actitud tuvo San Pedro cuando se postró a los pies de Jesús: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!” (San Lucas V, 8).
Debemos humillarnos ante Dios. Debemos tener presente nuestros pecados y compararlos con la infinita santidad de Dios, y esto hará que nos consideremos indignos de presentarnos delante de Él.
¡Cuidado! Mucha gente se sienta en el último lugar, no por humildad, sino por ligereza y desconsideración hacia su propia salvación; por no querer hacer el esfuerzo de rezar con devoción. Están destituidos de todo sentimiento cristiano y detestan todo lo relativo a la religión. Tales personas se hacen cada vez más culpables de su propia condena y de provocar escándalo a los demás.
El Publicano no se atrevía siquiera levantar sus ojos al cielo. De hecho, si nos encontráramos con alguien a quien hemos ofendido gravemente no nos atreveríamos a mirarle en la cara. Así pues, fue el caso del Publicano. Su consciencia le decía que había ofendido a Dios gravemente y en muchas ocasiones. También nosotros tenemos razón de abajar nuestros ojos y humillarnos profundamente delante de Dios porque es muy probable que hayamos pecado más gravemente que el Publicano.
La segunda virtud que le atrajo la gracia de Dios al Publicano es el arrepentimiento. Golpeándose el pecho, decía: “Oh Dios, compadécete de mí, un pecador”.
Al golpearse el pecho el Publicano nos indicó que el mal se encuentra allí, en el corazón. Jesús mismo nos dijo que el corazón es la fuente de todo mal: “…del corazón salen pensamientos malos, homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias” (San Mateo XV, 19).
De nuevo, el golpearse el pecho fue una confesión que el Publicano hizo reconociendo que él mismo fue el autor de todos sus males, y no otro. Luego, se acusó a sí mismo, y no a otros.
Finalmente, se golpeó el pecho como público reconocimiento de que por causa de sus pecados se merecía los latigazos (según la Antigua Ley) como castigo.
En la Santa Misa, tengamos estos sentimientos cuando nos golpeamos el pecho al repetir las palabras: “Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo”, y “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; pero di una palabra y mi alma quedará curada”.
Lo que el Publicano expresó con su gesto de golpearse el pecho también lo dijo con palabras: “Oh Dios, compadécete de mí, un pecador”. Sin embargo, podemos muy bien pensar que él, como el Fariseo, también hizo buenas obras. La diferencia con este último radica en que el Publicano no las mencionó como justificativo. Solo invocó sus pecados. Se declaró pecador ante todo el mundo, y más importante aún, ante Dios. Hizo la inversa de lo que hizo el Fariseo, quien mientras se galardonó con sus buenas obras, el Publicano solo se acusó de sus pecados.
Así pues, el Publicano manifestó su espíritu penitente; sus pecados le parecían tan grandes y merecedores de castigo que no pudo decir otra cosa que: “Oh Dios, compadécete de mí, un pecador”.
Tal es el espíritu de penitencia que deberíamos tener cuando acudimos al Sacramento de la Confesión. Lejos de nosotros el colocar primero nuestras buenas obras en vez de las malas ante nuestra consciencia. Mucho menos aún, en el Confesonario. Muchas veces, en vez de acusarnos de nuestros pecados, enumeramos nuestras buenas obras, o tratamos de justificarnos. Quien es humilde y penitente en sus confesiones, ciertamente también es sincero.
¿Cuál fue el resultado de las diferentes conductas del Fariseo y del Publicano? Ambos fueron al Templo a orar. Nuestro Señor declara la diferencia con estas palabras: “Éste bajó a su casa justificado, mas no el otro”.
El orgulloso Fariseo no encontró la gracia de Dios; su orgullo fue la razón por la cual salió del Templo injustificado. Por el contrario, Dios miró con placer al humilde Publicano y le perdonó todos sus pecados y así salió justificado.
Dice San Agustín: “Hermanos, la humildad acompañada por las malas obras agradó más a Dios que el orgullo atestiguado por las buenas obras. Tanto así odia Dios al orgulloso”. ¡Qué motivo para ser verdaderamente humildes!
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Jesús concluye la parábola con estas palabras: “El que se eleva, será abajado; y el que se abaja, será elevado”. Nuestro Señor así resume toda la parábola. Aquel que es orgulloso como el Fariseo Dios le va a negar sus peticiones, y, consecuentemente, lo enviará, como a los ángeles rebeldes, a los abismos del infierno.
Pero Dios exaltará al humilde, y lo justificará, y lo hará su hijo, y heredero del cielo. ¡Consideremos cuán pernicioso es el orgullo; y cuán saludable la humildad! Detestemos el orgullo; amemos la humildad, y luchemos por perfeccionarnos en esta virtud cada vez más y más, para que Dios pueda mirarnos con complacencia y nos “ensalce a su tiempo” (1 Pedro V, 6). Amén.