Dice el Sirácides o Eclesiástico: “Quiso Dios honrar al padre en los hijos” (Eclesiástico III, 3). A los padres nunca se les conoce mejor que por los hijos, ya que el mérito del hijo es la mayor gloria del padre.
Por tanto, bastó que supiéramos que San Joaquín había sido el Padre de la Madre de Dios, para que conociéramos la excelencia y las eminentes virtudes de San Joaquín.
Ésta parece ser la razón por la cual la Sagrada Historia no hace mención del gran patriarca San Joaquín.
No parecía muy necesario que los Evangelistas hicieran una relación individual de él. Ningún título más majestuoso; ninguna idea más elevada de su grandeza y nobleza, ni de sus cualidades, podría superar el elogio más significativo de Padre de la Virgen.
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Se sabe que San Joaquín fue de sangre real, así como lo fue San José. Su familia descendía originariamente de Judea; pero reducida al estado de pobreza por particular providencia del Señor, que no quiso fuesen los parientes del Salvador de otra condición que Él.
De Judea se habían trasladado a Nazaret desde hacía algún tiempo y allí habían fijado su domicilio. Por lo tanto, la familia de San Joaquín era comúnmente reputada por familia galilea. San José fue carpintero; San Joaquín, ganadero y mercader de lanas.
Las características más notables de este hombre eran su vida ajustada a la pobreza; su rectitud, su modestia, su piedad y su amor a la religión. Todos pensaban de él que era un hombre extraordinariamente virtuoso; sobretodo, el más perfecto modelo de elevada santidad en el estado del matrimonio.
El matrimonio de San Joaquín con Santa Ana fue dichosísimo. Había entre ellos la mayor conformidad de genios, de dictámenes y de inclinaciones. El único objeto de sus ansias era Dios; sus deseos, sus fervorosos suspiros, eran por la venida del Mesías. Pasaban en oración y en retiro todo el tiempo que les permitían sus tareas.
Santa Brígida recibió revelaciones sobre estos dos santos. Sabemos por ella que San Joaquín y Santa Ana estaban tan inflamados en el fuego del divino amor, que ninguna cosa era capaz de mitigar sus ardores. Fueron, dice Santa Brígida, dos astros brillantes, que, a pesar de estar encubiertos con la oscura nube de una condición humilde, deslumbraban a los mismos ángeles con su resplandor, y embelesaban a todo el cielo con su piedad y pureza.
Y en el momento precisado por Dios, quiso el Señor que saliese aquella misteriosa vara del tronco de Jesé, del que habla el profeta Isaías, “Saldrá un retoño del tronco de Isaí, y de sus raíces brotará un renuevo” (Isaías XI, 1). La aurora tan deseada que había de preceder el nacimiento del sol finalmente se dejó ver.
Es común opinión que San Joaquín y Santa Ana eran ya ancianos y estériles. La esterilidad, reputada como una especie de maldición del cielo, los tenía bastante humillados. Según dice Santa Brígida, tanto la edad avanzada como la esterilidad habían hecho desesperanzar a ambos de tener un hijo, y se contentaban con gemir secretamente en presencia del Señor, y rendirse a su voluntad, y solamente le pedían lo que fuese de su mayor gloria.
Se cree que ambos recibieron un consuelo del cielo, aunque separadamente. Cada uno de ellos recibió por separado una revelación en la que se les comunicaba que tendrían una hija que sería bendita entre todas las mujeres y de la cual Dios querría servirse para la salvación de Israel. Es claro también que la Santísima Virgen fue el fruto de sus humildes oraciones.
San Epifanio dice que, así como David fue rama de la raíz de Jesé, la Virgen lo fue del tronco de David. Su padre San Joaquín y su madre Santa Ana, cuidando únicamente de agradar a Dios con la pureza de su vida y con el ejercicio de todas las virtudes, produjeron el precioso fruto que es la Santa Virgen María, que fue Templo y Madre de Dios.
Luego, estas tres personas, San Joaquín, Santa Ana, y la Santísima Virgen María, constituían en sí mismas día a día un sacrificio agradable de alabanza a la Santísima Trinidad. El nombre de Joaquín significa “Preparación del Señor”, el de Ana, “Gracia”, y, a decir verdad, ninguna fue más señalada para dar a luz a la Madre del Salvador como ella.
San Juan Damasceno dice: “¡Afortunados esposos! ¡Cuánto os debe el género humano…!” “Gózate Joaquín dichoso, pues te ha nacido una hija que será la Madre del Mesías”. Y también: “O felicísima pareja, Joaquín y Ana… por la excelencia del fruto se conoce la del árbol, y por la de la Santísima Virgen, vuestra extraordinaria santidad!”
El arzobispo de Jerusalén, Andrés Cretense, en el elogio que hace de San Joaquín y Santa Ana, dice que luego que nació la Santísima Virgen, la llevaron al templo, y en él la consagraron al servicio de Dios, como fruto de sus oraciones después de tan larga esterilidad.
San Joaquín terminó su inocente vida con una muerte preciosa a los ojos del Señor, entre los brazos de Santa Ana y de la Santísima Virgen María.
Desde el siglo IV los cristianos de oriente le tuvieron gran devoción, y hoy, en toda la cristiandad hay altares erigidos en honor a San Joaquín. Debido a sus singulares favores concedidos por su intercesión importa mucho acudir a él en todas las necesidades, y no dejar pasar un día sin rendirle algún obsequio. Se le debe venerar como perfecto modelo de santidad y protector de la vida interior y retirada.
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La epístola de la Misa está tomada del libro del Eclesiástico, nombre que significa “libro que predica”. Es un libro verdaderamente doctrinal y sentencioso.
¿Qué se podría decir de los hombres ricos, que fuese más eficaz y significativo que lo que se dice en esta lección? Esta lección, por lo tanto, vale por un sermón entero.
Siendo un hombre rico, aunque por fortuna y especial providencia de Dios, acostumbrado al espíritu de pobreza, para ser de la condición de Nuestro Señor Jesucristo, San Joaquín nos asombra, pues conservó su inocencia en medio de la abundancia, y no puso su confianza en sus tesoros: “No corrió tras el oro, ni puso su confianza en el dinero ni en los tesoros. ¿Quién es éste, y le alabaremos? Porque hizo cosas maravillosas en su vida”.
Siendo las riquezas generosa dádiva de la mano del Señor nadie debería servirle con mayor reconocimiento ni con mayor fidelidad que los ricos. La virtud debería triunfar siempre en medio de la opulencia. El que tiene más medios para ser bueno, ¿no tiene acaso más obligación de ser santo?
No obstante, sucede todo lo contrario. Los más poderosos, los de mayores conveniencias, no siempre son los más cristianos ni los más piadosos. Si bien la opulencia los libera de las miserias de la vida; ¿acaso los exime de las leyes del Evangelio? Quien tiene más bienes que otros, ¿adquiere acaso derecho para tener menos piedad y menos religión?
Entre la mayor parte de los que se llaman dichosos en el mundo, los ricos, vemos siempre el desorden de las costumbres, la disolución del corazón y del espíritu, y la conducta poco religiosa. Con respecto a la religión, se jactan de hacer burlas y menospreciar puntos bien esenciales de la ley. Se nota en ellos profanidad, suntuosidad y fiero orgullo.
¿Acaso los ricos y los nobles gozan de algún privilegio que los dispense de la severidad de la ley cristiana? ¿La desigualdad de condiciones en el mundo supone alguna diversidad de obligación con respecto a los mandamientos de Dios?
A menos que se ignoren los principios del cristianismo, ¿se podrá dudar que sus leyes son universales, esto es, que obligan a todos, y en todos los estados? No hay más que un Evangelio; luego no hay más que una ley. “El que fue probado en el oro, y fue hallado perfecto, tendrá una gloria eterna; habiendo podido violar la ley, no la violó; habiendo podido hacer el mal, no lo hizo”.
Las máximas de Jesucristo son invariables; no hay condición que no esté sujeta a ellas; y ninguna persona está exenta. Hay en el cielo muchas mansiones, es verdad; pero el camino que conduce a él es uno solo. Ricos y pobres no pueden tener sino una misma regla de costumbres, si profesan la misma fe, las mismas enseñanzas, los mismos consejos, y los mismos preceptos.
Y si en esta variedad de estados cabe hacerse alguna interpretación más benigna, ciertamente no es en favor de los ricos. A los grandes necesariamente les va a costar más el salvarse que a los humildes y miserables; porque donde hay más estorbos que vencer, es preciso hacerse mayor violencia.
Las riquezas no ensanchan el camino estrecho que conduce al cielo, antes lo estorban. La gran dificultad que tiene un rico en salvarse nace de la gran facilidad que la abundancia le ofrece para perderse. Es mucho lo que debería temer un rico, a quien todo en el mundo se le ofrece con facilidad y le sonríe.
Por eso de quien fue hallado sin mancha y no corrió tras el oro, ni puso su confianza en el dinero ni en sus tesoros se puede decir que: “Sus bienes están seguros en el Señor, y toda la congregación de los santos publicará sus limosnas”, como lo es el caso de San Joaquín.
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En conclusión, el mérito principal de San Joaquín está magníficamente confirmado por Dios mismo al haberle otorgado la dicha de ser el Padre de la Santísima Virgen.
La excelencia del fruto es siempre indicio de la bondad del árbol; de la calidad de la astilla se conoce el palo; en el caso de San Joaquín, la concepción inmaculada de María es el reflejo de una especialísima suavidad en el casto matrimonio de sus padres.
El íntimo vínculo de sangre que media entre el Salvador y San Joaquín confiere a éste una eminente dignidad sobre todos los santos, resultando de ahí que el honor tributado a él se refleja en un modo especial en Jesucristo y en su Inmaculada Madre, quienes en vida amaron y honraron más que a ningún otro al Santo Patriarca, cuya corona adornan ahora en el cielo como dos preciosísimas perlas.