sábado, 22 de agosto de 2020

Dom XII post Pent - El Buen Samaritano nos enseña las cualidades del amor al prójimo - San Lucas X, 23-37 - Padre Edgar Díaz

En el Evangelio de hoy Nuestro Señor llama a sus discípulos bienaventurados porque se les ha concedido el poder verlo y escuchar la Palabra de Dios de sus propios labios, y caminar con Él. Muchos profetas y reyes anhelaron esta felicidad, pero no tuvieron esa suerte, ya que murieron antes de que viniera Jesús a la tierra.

Nosotros también podemos considerarnos bienaventurados pues Él nos ha anunciado las verdades de la revelación a través de la Iglesia con la misma certeza y fuerza que si la hubiéramos escuchado de sus propios labios: hemos recibido las mismas gracias que los discípulos; es más, Jesús mismo nos sigue confiriendo esas gracias pues Él permanece con nosotros en el Santísimo Sacramento del Altar (aunque no ya en Iglesias; sí, empero, en las catacumbas).

Mientras Jesús estaba hablando con sus discípulos un cierto doctor de la ley se puso de pie para tentarlo: “Maestro, ¿qué debo hacer para poseer la vida eterna?” Nuestro Señor le hizo decir a él mismo la respuesta, algo que el doctor de la ley hizo correctamente, diciendo que se debe amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo. Pero luego el doctor, queriendo justificarse a sí mismo, le preguntó a Jesús: “¿Quién es mi prójimo?”

Jesús le contestó con la Parábola del Buen Samaritano. Esta Parábola es la principal lección del Evangelio de hoy. Por eso trataremos de ella, para mejor comprender cuáles son las cualidades que nuestro amor al prójimo debe tener.

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El amor que mostró el Samaritano al hombre herido fue universal, es decir, un amor tal que se extiende a todos los hombres sin excepción.

En el Evangelio de San Juan leemos que los judíos no se hablaban con los samaritanos (cf. San Juan IV, 9). La ley de los judíos les prohibía asociarse con los samaritanos. Quien comía con ellos era tan culpable como si hubiera comido cerdo, alimento prohibido por la ley; ni siquiera podían los judíos recibir un poquito de agua de parte de los samaritanos.

Los samaritanos estaban anatematizados por haber construido un templo en el monte Guerizín, donde solo ellos iban a orar y a hacer sus sacrificios, pues sus oblaciones no eran aceptadas en el Templo de Jerusalén.

Quienquiera matara un samaritano no era condenado como asesino por el Gran Concilio; además, estaba declarado como malo, sentir y mostrar compasión por algún samaritano, o salvarle la vida. Tan grande el odio que le tenían.

De la misma manera, podemos imaginar que los samaritanos no sentían ninguna simpatía por los judíos; tenían frecuentes altercados contra ellos, y derramamiento de sangre, y retornaban mal por mal.

Por lo tanto, nadie podría acusar al Samaritano de nuestra historia si hubiera pasado junto al herido – un hombre asaltado y medio muerto junto al camino – y no lo hubiera ayudado, habiéndolo reconocido como judío. El Samaritano habría actuado simplemente según los principios de su gente y según los principios de los judíos.

Sin embargo, lo ayudó. Vio en él a un ser humano, y esa fue suficiente razón para sentir compasión por él y ayudarlo. Así como la cera se derrite ante el fuego, así su corazón se derritió a la vista del pobre hombre, muriendo en su propia sangre, y decidió ayudarlo.

Nuestro amor por el prójimo debe ser universal. Amar a todos los seres humanos por igual: católicos, protestantes, infieles, judíos, amigos, enemigos, familiares, extraños, y hacer el bien cuando necesiten, y en cuanto nosotros podamos y esté a nuestro alcance.

La razón por la cual nuestro amor debe extenderse a todos los hombres sin excepción es porque todos son creaturas e imágenes de Dios, redimidos por la Sangre de Cristo, y llamados todos a la eternal salvación.

Nuestro Señor nos inculca este amor universal cuando nos dice: “…porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿Los mismos publicanos no hacen otro tanto? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis vosotros de particular? ¿No hacen otro tanto los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (San Mateo V, 46-48).

Jesús mismo nos dio ejemplo de este amor universal pues no excluyó a nadie de su amor. Fue benévolo con todos, y ayudó a quien con fe y confianza acudió a Él. Tuvo compasión con el ciego en el camino; con la hija de Jairo, que era un hombre de posición. Incluso extendió su amor a sus enemigos mortales, rezó por ellos, y les hizo el bien.

Finalmente, Nuestro Señor murió por todos, judíos y gentiles, amigos y enemigos. Luego San Juan nos dice: “Él mismo es la propiciación por nuestros pecados, y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan II, 2).

Otra característica del amor del Samaritano fue la de ser diligente. Ayudó al hombre herido de la mejor manera que pudo.

Es probable que el Levita y el Sacerdote también sintieron compasión por el pobre hombre tirado en el camino. La compasión y la misericordia son atributos de la naturaleza humana; dejaríamos de ser humanos si fuéramos totalmente indiferentes ante quien sufre. Sin embargo, el Levita y el Sacerdote no le prestaron atención; simplemente pasaron de largo y lo dejaron tirado en su miseria.

No así el Samaritano. Precisamente, la compasión que le tuvo es una de las obras de misericordia (corporales) prescritas y enlistadas por la Iglesia: “Y acercándose, le vendó las heridas, echando en ellas aceite y vino: y subiéndole en su cabalgadura, lo llevó a una posada, y tuvo cuidado de él. Y al día siguiente sacó dos denarios, y los dio al posadero, diciéndole: Cuídamelo, y cuanto gastes de más yo te lo abonaré cuando vuelva”.

El camino donde estaba tirado el desafortunado hombre era muy inseguro, sujeto a los ladrones que infestaban esa parte del país. El mismo Samaritano podría haber caído víctima de estos ladrones. Sin embargo, sobreponiéndose al miedo, no consideró el peligro y el amor por el prójimo pudo más. Se quedó con el desdichado todo el tiempo necesario. En definitiva, este acto de caridad practicado por el Samaritano estaba directamente relacionado con alguna inconveniencia de parte suya y con el esfuerzo que le demandaba.

Solo como estaba, en medio de un ambiente judío, decidir hacer algo por un hombre herido y medio-muerto, limpiarle y cerrarle las heridas, cargarlo sobre su bestia, y llevarlo hasta la posada – todo esto no fue fácil, ciertamente. Y todo bajo el acecho de ladrones. Tampoco le importó el costo que habría ocasionado el hombre en la posada.

Nuestro amor debe ser diligente. El mero sentimiento de compasión que experimentamos y expresamos con palabras cuando algún mal golpea a nuestro prójimo no es caridad cristiana, en honor a la verdad, hasta tanto esa compasión se muestre en concreto en buenas obras.

El verdadero amor requiere que asistamos al prójimo con obras verdaderas tanto como podamos, como nos dice el Apóstol San Juan: “Hijitos, no amemos de palabra, y con la lengua, sino de obra y en verdad” (1 Juan III, 18).

Debemos manifestar nuestra religión, que es la ley del amor, no solo con el Credo, sino también, y mucho más, con las buenas obras. Así nos amó Jesús. El Evangelio está lleno de ejemplos del amor diligente de Jesús por nosotros: alimentó a los hambrientos, curó a los enfermos, resucitó a los muertos, perdonó a los pecadores, hasta que finalmente derramó su Preciosísima Sangre por todos en la cruz.

Jesús demanda de nosotros este amor diligente y activo y lo hace tan rigurosamente que hace depender nuestra salvación eterna precisamente de ese amor diligente expresado a través de nuestras buenas obras. Enfáticamente declaró que en el día del juicio dirá a aquellos que no hicieron obras de misericordia: “Alejaos de Mí, malditos, al fuego eterno; preparado para el diablo y sus ángeles” (San Mateo XXV, 41). Los marcados por la Bestia, de los que habla el Apocalipsis, (cf. Apoc XIII, 16), son precisamente aquellos que con su mano derecha no hicieron las obras de Dios, sino las del diablo.

El deber de amar al prójimo diligentemente es también evidente en estas palabras de Cristo: “Así que, todo cuanto queréis que los hombres os hagan, hacedlo también vosotros a ellos” (San Mateo VII, 12). Mucho nos gustaría ser confortados en nuestra enfermedad y que vengan a visitarnos. Luego, ¡visitemos a los enfermos y confortémoslos! Nos va a gustar ser auxiliados por otros cuando necesitemos ayuda.

Tal debería ser nuestra conducta con respecto al prójimo. Debemos ponernos en el lugar de la persona y preguntarnos: “Si yo estuviera en su posición, ¿qué es lo que me gustaría que él hiciera por mí? Y lo que deseemos que otros hagan por nosotros hagamos nosotros por ellos.

Finalmente, el amor del Samaritano fue desinteresado.

Cuando llegó al lugar donde se encontraba tirado el hombre nadie había más que él. Luego, nadie vio cómo el Samaritano ayudaba al pobre hombre. De esto se infiere que el Samaritano no buscó ni alabanza ni aplauso de nadie; solo tenía a Dios presente a sus ojos, y por amor a Él hizo lo que hizo.

El herido era realmente pobre; los asaltantes le habían quitado todo, incluso sus ropas. El Samaritano ni siquiera podría haber tenido alguna esperanza de que este hombre le recompensara de alguna manera su ayuda. Pero el Samaritano no esperaba recompensa alguna. Hizo el bien solo porque su consciencia le decía que era bueno, justo y agradable a Dios hacer el bien, y que Dios le recompensaría por esto.

Nuestro amor también debe ser desinteresado. Debemos hacer el bien a nuestros hermanos por Dios, no para recibir alabanza o para ser recompensados. Muchos tratan a su prójimo con gentileza, y les ofrecen sus servicios, y les muestran muchos favores. Pero al hacer esto no tienen a Dios presente, sino a ellos mismos. De esta manera también obra la marca de la Bestia, esta vez en la frente, pues se dejan seducir por sus propios pensamientos mundanos, a su vez influenciados por el diablo (cf. Apoc XIII, 16). Sin lugar a duda, no tienen a Dios presente en sus mentes.  

Piensan de esta manera: “debo lograr que este hombre se haga mi amigo, pues este hombre puede ser de algún provecho para mí en algún momento, y de seguro, me repagará de varias maneras los favores que le haga”. O, “si yo doy limosna, o contribuyo con dinero a obras de caridad, gano honor y respeto y todas las personas me considerarán como un hombre de bien”.

Los cristianos que tienen tales sentimientos se parecen mucho a los Fariseos, que en todo el bien que hicieron fueron movidos por su vanidad y su egoísmo. Por eso Nuestro Señor dijo: “Ya tienen su paga” (San Mateo VI, 2). El bien solo debe ser hecho por Dios para ser meritorio. Por esta razón Cristo nos dice que cuando demos limosna, que la mano izquierda no sepa lo que la derecha hace (cf. San Mateo VI, 3); y que debemos hacer el bien a nuestro prójimo sin esperar nada en recompensa (cf. San Lucas VI, 35).

Lo que Jesús enseñó con palabras confirmó con su ejemplo. ¿Por qué se hizo hombre? ¿Por qué sufrió y murió en la cruz? Por amor a nosotros, para redimirnos. Por eso el Apóstol dice: “Cristo nos amó, y se entregó por nosotros como oblación y víctima a Dios cual incienso de olor suavísimo” (Efesios V, 2).

Su conducta nos habla claramente sobre su amor desinteresado por los hombres. La mayor parte de su tiempo la pasó junto a los pobres, los afligidos, los despreciados. A ellos le predicó y a ellos fueron dirigidos casi todos sus milagros. De ellos poco podía esperar; fue constantemente criticado por los fariseos por asociarse con los publicanos y los pecadores que comían con Él.

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Debemos seguir el modelo del Buen Samaritano: amar a todos sin excepción, quienquiera que sea, y en cualquier situación en la que nos encontremos.

Mostremos nuestro amor con obras, ayudemos a nuestro prójimo en sus necesidades, de palabra y con obras, y hagámosle el bien siempre que podamos.

Nunca miremos nuestro propio interés; amemos al prójimo por amor a Dios, y tratémoslo con gentileza y amabilidad por ninguna otra razón más que cumplir nuestro deber de cristiano, y recibir recompensa en el cielo. “No tengáis con nadie deuda sino el amaros unos a otros; porque quien ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Romanos XIII, 8).