sábado, 29 de agosto de 2020

Dom XIII post Pent - La Curación de los Diez Leprosos – San Lucas XVII, 11-19 - Padre Edgar Díaz


En su tercer y último viaje a Jerusalén Nuestro Señor Jesucristo iba a sufrir y morir en la cruz, la obra de nuestra redención. Iba a padecer sufrimientos indecibles y la más dolorosa e ignominiosa muerte que pueda existir.

En ese viaje, al pasar por un cierto pueblo entre Samaría y Galilea, se encontró con diez leprosos quienes le pidieron que tuviera misericordia con ellos. Y esto se les fue concedido generosamente.

En esta homilía vamos a considerar, en primer lugar, cómo Cristo curó a los leprosos, y, en segundo lugar, la conducta de los leprosos con respecto a Cristo.

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Primera Parte

Dice el Evangelio que los leprosos se pararon lejos de Jesús.

La lepra era una enfermedad incurable, muy pesada de sobrellevar, muy dolorosa y contagiosa. La Ley de Moisés dictaba que los leprosos se aislaran de la sociedad para prevenir el contagio (cf. Levit. XIII, 46).

Si se encontraban con alguien en el camino, estaban obligados a cubrirse y gritar: “¡Impuro, impuro! Se agrupaban entre ellos para ayudarse mutuamente; es ésta la razón por la cual encontramos a estos diez leprosos juntos.

Lo remarcable de este grupo es que nueve de ellos eran judíos mientras que el restante era un extranjero, un samaritano, y recordemos aquí, que entre judíos y samaritanos existía un gran odio.

No fue por casualidad que Jesús se encontró con ellos, sino mera disposición divina. La Divina Providencia había dispuesto que estos diez se curaran milagrosamente y que conocieran al Mesías.

Así Dios nos da a nosotros también oportunidad de encontrarnos con Él y su gracia está continuamente buscándonos y predisponiéndonos para esa oportunidad.

Dios se aproxima a nosotros con suaves inspiraciones interiores. También se llega a nosotros a través de las palabras del sacerdote y de buenos amigos, o a través de eventos agradables y desagradable. ¡Quien aprovecha de sus gracias encontrará la salvación!

Sí, también a través de situaciones desagradables como la de estos leprosos que recurrieron a Jesús por necesidad. Si estos diez hombres hubieran estado bien no habrían ido a implorarle su compasión. El estado miserable de desesperación en la que se encontraban los movió a buscar alivio en Él.

Lamentablemente ésta es nuestra realidad. En los días de prosperidad nos olvidamos de Dios. Pero si Dios nos manda cruces y aflicciones el resultado puede ser que despertemos y comencemos a rezar con fervor. De ahí la importancia, y el porqué, de las cruces y aflicciones.

“Jesús, Maestro, apiádate de nosotros”. Notemos la humildad de este pedido. Sin humildad es imposible rezar. De hecho, la humildad es una cualidad esencial de la oración, ya que manifiesta nuestra impotencia, la tendencia que tenemos al pecado, y nuestra nada ante Dios. Podemos estar seguros de que Dios aceptará nuestra oración si somos humildes de corazón, así como lo fue el Publicano que fue al Templo a orar junto con el Fariseo (cf. Luc XVIII, 9-14).

Notemos también la confianza que los leprosos tuvieron en Jesús. Lo llamaron por su nombre: “Jesús”. De esta manera lo proclamaron como Redentor. Luego le llamaron: “Maestro”. Es decir, lo reconocieron como el omnipotente Señor del cielo y de la tierra. Por tanto, la petición de los leprosos presuponía la infinita bondad y poder de Jesús que es Dios.

La confianza honra a Dios, pues es una confesión de su infinito poder, bondad y misericordia, y de que está siempre inclinado a escuchar nuestras oraciones. Así lo dice el Apóstol San Pablo: “Lleguémonos, por tanto, confiadamente al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno” (Heb IV, 16).

Por el contrario, ofendemos a Dios cuando desconfiamos de Él, y no deberíamos esperar ser escuchados. El Apóstol Santiago nos exhorta: “Pida con fe, sin vacilar en nada; porque quien vacila es semejante a la ola del mar que se agita al soplar el viento. Un hombre así no piense que recibirá cosa alguna del Señor” (Santiago I, 6-7).

Notemos además cómo los leprosos clamaron a Jesús al unísono. Actuaron en comunidad. Cada uno pidió por sí mismo y por los demás a la vez. La oración en comunidad es más poderosa que la oración individual, porque presupone la caridad, que hace que cada uno rece por todos, y que todos, por cada uno, un acto que agrada mucho a Dios y que por esa razón responde con mayor misericordia aún.

Entre los muchos que rezan por una misma causa habrá ciertamente una o más almas que agradan particularmente a Dios. Por ellas, Dios escucha las oraciones de todos.

Por eso Jesús dijo: “Si dos de entre vosotros sobre la tierra se unieran a pedir una misma cosa, ésta se les será concedida por mi Padre celestial” (San Mateo XVIII, 19). Especialmente si se reza en familia. Padre y madre deberían cuidar que todos sus hijos estén unidos a ellos en el momento de la oración.

Dios no demoró un instante en responder a los leprosos en mostrarles compasión y misericordia. Esta rapidez demuestra el interés por hacer el bien.

Quien se demora y calcula si va a ayudar o no, aún después de muchos y repetidos pedidos de parte del necesitado, demuestra, por el contrario, su desinterés por el bien, y actúa más forzadamente que por libre decisión. Esto no agrada a Dios, pues Dios ama a quien da con alegría (cf. 2 Cor IX, 7).

Después de haberlos curado Jesús hizo que los leprosos cumplieran con la Ley de Moisés. Les mandó ir a presentarse a los sacerdotes. Notemos el cuidado de Jesús por la ley, pues transgredirla equivale a transgredir los mandamientos de Dios, que se manifiestan en la ley.

El mismo cuidado por los preceptos de la iglesia deberíamos tener nosotros. La Iglesia no da sus preceptos sino por comisión y poder de Cristo. Precisamente esto da a entender Jesús cuando dijo: “Si no escucha a la Iglesia, sea para ti como un pagano y un publicano” (San Mateo XVIII, 19).

Cuando los leprosos se presentaron ante los sacerdotes ya estaban curados. La función del sacerdote era solo declarar que la persona ya estaba curada. No era por virtud del sacerdote que la persona se curaba. En esto, los leprosos fueron obedientes a Jesús.

Debemos pues imitarlos en su obediencia, y someternos con confianza a las disposiciones que Dios ordena para nuestro bien; particularmente, cuando se trata de obedecer a las autoridades, ya sean temporales y espirituales, a las cuales debemos obedecer, siempre y cuando no nos mande a cometer un mal o un pecado. Recordemos que la obediencia es mejor que el sacrificio, y es el camino seguro a la salvación.

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Segunda Parte

¿Cuál fue la conducta de los leprosos con respecto a Jesús después de haber sido curados?

Uno de ellos se volvió, glorificó a Dios, y le dio gracias a Jesús. Era un samaritano.

El agradecimiento surge de reconocer el bien recibido, lo cual implica también, reconocer que el bien no viene de uno, sino de otro, en última instancia, de Dios. Así lo expresa el Venerable Beda: “Quien humildemente reconoce su debilidad e impotencia, y no se atribuye nada a su propio poder, sino que alegremente reconoce que todo el bien que hace o que posee se lo debe a la misericordia de Dios, devuelve gracias a Dios”.

Absolutamente todo viene de Dios: de Él provienen los dones naturales y sobrenaturales; la creación, la redención, la santificación; las gracias impartidas a través de la intercesión de la Santísima Virgen María, de los ángeles, y de los santos; también las recibidas a través de la Iglesia. En realidad, deberíamos ser muy agradecidos a Dios por todos estos bienes.

El leproso samaritano glorificó a Dios, reconociendo de esta manera que su curación vino de Dios. Si bien debemos ser agradecidos con quienes nos brindan sus beneficios, no debemos detenernos ahí, sino elevarnos a Dios y darle gracias a Él, porque “De lo alto es todo bien que recibimos y todo don perfecto, descendiendo del Padre de las luces, en quien no hay mudanza ni sombra (resultante) de variación” (Santiago I, 17).

Quienes nos brindan sus beneficios son solo instrumentos de la bondad de Dios, y canales por los cuales las gracias y favores de Dios nos llegan a nosotros. Es Dios quien da a los hombres la buena voluntad y el poder dar beneficios a los demás; por lo tanto, a Él debe ir nuestro agradecimiento en primer lugar.

Además, el leproso samaritano “glorificó a Dios a grandes voces”, es decir, lo hizo público. Cuando los sentimientos de gratitud alcanzan su máximo nivel no pueden quedar encerrados en el corazón, y resultan en manifestaciones de alabanzas a Dios, así como el agua hirviendo no puede dejar de librar vapor.

En la medida en que sea posible y prudente, debemos hacer conocer los beneficios de Dios, y hacer buen uso de ellos. Otro tanto hay que hacer con los beneficios recibidos de nuestros hermanos, que, aunque se quiera mantenerlos en secreto, como corresponde a quien hace el bien, el agradecimiento pide que se manifiesten por parte de quienes los reciben.

El leproso samaritano “se postró, rostro en tierra, a los pies de Jesús, dándole gracias”. Hermoso ejemplo de humildad y autenticidad.

El hombre agradecido está penetrado por la convicción de que él no merece el beneficio recibido y que se le es dado solo por caridad, es decir, por pura iniciativa y bondad del dador; por eso, se humilla ante quien se lo da.

El hombre agradecido también le da valor al beneficio recibido, y por eso, su agradecimiento es cordial. Son tan pocas las personas que saben apreciar el beneficio recibido; por eso, también son muy pocos quienes realmente son humildes y agradecidos.

Por todo esto, meditemos a menudo y con sinceridad en nuestra total dependencia de Dios para todo aquello que necesitamos, tanto natural como sobrenaturalmente. Además, consideremos nuestra tendencia al pecado, y nuestra indignidad para recibir favores de Dios. Si frente a este pensamiento ponemos la multitud y grandeza de las gracias y beneficios recibidos de Dios, entonces mantendremos vivo en nuestros corazones los sentimientos de agradecimiento hacia Él.

Nuestro Señor se queja de la ingratitud de los nueve leprosos judíos. ¿Acaso no se merecía Jesús que le agradecieran tan maravillosa curación? ¿No somos nosotros también culpables de ingratitud?

Cuando en el Sacramento de la Penitencia Jesús nos perdona todos los pecados, ¿no es esto mayor favor que la cura de la lepra, considerando que un solo pecado mortal nos depara el infierno?

Si tal pecador, después de haber recibido el perdón en el Sacramento de la Penitencia, continúa su vida pecaminosa, es decir, crucifica de nuevo a Nuestro Señor, como dice San Pablo (cf. Heb VI, 6), ¿no es su ingratitud mayor y más merecedora de condenación que la de los ingratos leprosos?

El número de cristianos desagradecidos es muy grande. De diez que se confiesan y reciben la comunión para Pascua, ¿acaso nueve de ellos no recaen en sus mismos pecados? ¿Con qué ojos nos va a mirar Jesús en el día del Juicio Final si nos presentamos ante Él cargados de tanta ingratitud?

Es necesario remarcar aquí que Jesús no se quejó de que los nueve leprosos no le agradecieran a Él, sino de que no glorificaran a Dios. Ésta es una importante lección, pues Jesús no esperaba nada para Él, sino, todo lo contrario, para su Padre. No debemos ser caritativos con los demás solo por la esperanza de recibir agradecimiento, sino para ayudarlos a elevarse a Dios.

Quien únicamente se volvió a agradecer fue el Samaritano. Sin embargo, quienes más deber de agradecer tenían eran los otros nueve, que eran judíos puesto que eran conocedores de la Ley. Muchos cristianos se parecen a estos ingratos, si es que existe hoy algún pagano más agradecido a Dios que cualquier católico.

Tengamos cuidado de no ser desagradecidos con Dios, no sea que se apliquen sobre nosotros las palabras de Jesús: “Por eso os digo: El reino de Dios os será quitado, y dado a gente que rinda sus frutos” (San Mateo XXI, 43).

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Finalmente, Jesús le dice al Samaritano: “Levántate, vete, que tu fe te ha salvado”. A los demás no les dijo esto, puesto que la fe de estos nueve judíos no producía buenos frutos. Por esta razón Jesús solo les curó el cuerpo, no el alma, a diferencia del Samaritano.

La fe del Samaritano estaba informada por el agradecimiento y amor a Jesús, y ésta fue la razón por la cual Jesús añadió a la gracia de la curación de su cuerpo otra gracia más grande aún, la de la purificación y santificación de su alma.

Una fe que solo consiste en creer lo que Dios ha revelado es solo el comienzo de la salvación. Esta fe no es suficiente para nuestra justificación, es decir, salvación. Por eso, a esta fe incipiente, se la llama muerta, y ésta es la fe de los nueve leprosos judíos.

Solo una fe viva animada por la caridad de nuestras buenas obras nos conduce a la salvación. Para que nuestra fe se mantenga viva debemos ser muy fieles al cumplimiento de los diez mandamientos, a nuestros deberes cotidianos, y a llevar una buena vida cristiana.

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En conclusión, como los diez leprosos, recurramos a Jesús en todas nuestras necesidades. Él ciertamente tendrá misericordia de nosotros si acudimos a Él con fe y confianza.

Pero es indispensable detestar la ingratitud: por eso, nunca debemos dejar pasar un día sin agradecerle a Dios por todas sus gracias y beneficios.

Mostrémosle a Dios nuestro agradecimiento haciendo buen uso de esas gracias y beneficios, con esfuerzo y fidelidad, todos los días de nuestras vidas. Éste es el agradecimiento que más le place, y el que nos conducirá a la eterna salvación. Amén.