La muerte es un huésped que no es invitado. Esta vez visitó el hermoso pueblo de Naim, al pie del Tabor. Cuando Nuestro Señor iba al pueblo junto con sus discípulos y una gran muchedumbre que lo seguía, al llegar a la puerta, encontró que sacaban a un difunto, hijo de una madre viuda.
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Cristo llegó a Naim justo cuando estaban sacando al difunto para enterrarlo. Este hecho es sin duda una notable coincidencia que no debe ser atribuido a un destino ciego o mera casualidad. Los cristianos firmemente creemos que todo está dispuesto por Dios.
Por eso, Cristo quiso usar esta oportunidad y realizar un milagro para glorificar a su Padre, y, además, para consolar a la pobre viuda, como también, manifestarse como Redentor del mundo. Por todas estas razones ocurrió esta significativa coincidencia.
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Nada es accidental, sino por el contrario, ordenado o permitido por Dios, por más insignificante que sea.
Jesús nos indica esto: “¿No se venden cinco pájaros por dos ases? Con todo, ni uno solo es olvidado de Dios. Aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” (San Lucas XII, 6-7).
En todos los eventos y accidentes de la vida debemos reconocer la providencia de Dios que todo lo gobierna, y tratar de aprovechar de estas situaciones para nuestro beneficio. Si es algo agradable, dar gracias a Dios; si es penoso, ofrecérselo como penitencia por nuestros pecados.
Notemos el proceder de Dios en este evento pues es muy importante para nuestra vida. ¿Quién habría esperado que este joven que acababa de morir volvería a la vida?
Notemos, una vez más, que la muerte es la más extrema situación en la vida de un hombre. Podemos concluir que Dios considera una situación extrema de la vida como una oportunidad para manifestarse. Dios actúa, precisamente, cuando no hay nada humano que pueda ayudarnos.
Por eso, nuestra convicción en la ayuda de Dios debe ser firmísima. Nuestra confianza en Dios no debe desfallecer nunca: “Dios es para nosotros refugio y fortaleza; nuestro auxiliador en las tribulaciones” (Salmo XLVI, 2).
De manera muy especial, en nuestros días, no debemos titubear en nuestra fe. Hoy tantos y tan poderosos enemigos se levantan en contra de nuestra Santa Madre Iglesia y hacen lo imposible para lograr su destrucción. Imitemos a los primeros cristianos que rezaban, tenían paciencia y confianza en Dios, sabiendo que Dios les daría la paz, llegada su hora.
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Otro importantísimo aspecto para considerar es la durísima realidad de la muerte. ¿En qué ciudad, pueblo o casa, no vamos a encontrar siempre que están sacando a un muerto para enterrar? La dura realidad es que el hombre nace para morir. Desde el momento en que nace ya comienza a morir; y deja de morir en el momento en que deja de vivir. La vida es una muerte constante. Llegará el día en que, como a este joven del Evangelio, también a nosotros nos sacarán para enterrarnos.
Dice el Eclesiastés: “Todos van a un mismo paradero; todos han sido sacados del polvo” (Eclesiastés III, 20). La muerte es, por lo tanto, una cosa muy importante, que debe ser considerada, pues es un momento decisivo para toda la eternidad. Si morimos una buena muerte, seremos salvados para siempre; si morimos una mala muerte, seremos perdidos para siempre.
Hay personas que raramente piensan en su muerte. ¡Qué ceguera! Ojalá siempre meditáramos en las Palabras de Jesucristo: “¿De qué sirve al hombre, si gana el mundo entero, mas pierde su alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?” (San Mateo XVI, 26).
Nada nos puede asegurar ante la muerte, ni siquiera la edad. Siempre pensamos que moriremos viejos; pero no, también se puede morir siendo joven o niño. Y si se muere en estado de pecado mortal se muere para siempre, es decir, se condena al infierno. Esto es, entonces, lo importante. No morir en estado de pecado mortal.
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¿Por qué Dios a veces se lleva a los niños y jóvenes? El joven del Evangelio era, además, hijo único, y de madre viuda. ¡Qué crueldad! No podemos en realidad contestar a esta pregunta, porque los designios de Dios son inescrutables.
Pero lo que sí sabemos con seguridad es que todo lo que Dios hace lo hace bien, y lo hace para bien. Por lo tanto, si Dios se lleva a un niño o a un joven, que además es hijo único, y de madre viuda, lo hace según su sabiduría infinita, a la cual no tenemos total acceso, pues seríamos igual a Él si la tuviéramos.
También podemos conjeturar que Dios lo hace para prevenir un mal, ya sea para la persona misma, el joven en este caso, y/o para los demás, es decir, la sociedad. Muy probablemente la muerte de un niño o un joven sirve para prevenir que muera en pecado mortal. Por eso Dios lo llama mientras todavía es inocente, y así salvar su alma. Después de todo, ¿acaso la salvación del alma no es lo más importante en esta vida?
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Dios no se llevó al joven por culpa de la madre. La pobre madre era ya viuda; ahora, sufría además la pérdida de su único hijo. Nosotros reclamaríamos que no se merecía tanta aflicción.
Pero si ella no hubiera sido piadosa y no hubiera temido a Dios, Jesús no habría tenido tanta compasión con ella al resucitarle a su único hijo. De aquí se desprende que Dios visita a los buenos con cruces y aflicciones, y lo hace para su bien, para librarlos más y más de sus faltas, para perfeccionarlos, y darles una oportunidad para que incrementen sus méritos, y así premiarlos con una mayor corona de gloria.
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Por último, vemos que una gran multitud acompañaba a la viuda a enterrar a su hijo y a brindarle a éste sus últimos saludos y respetos. Sin duda, rezaban por el eterno descanso de su alma.
En el libro de los Macabeos está prescrito que se debe rezar y hacer sacrificios por los muertos: “Es un pensamiento santo y saludable rogar por los difuntos, a fin de que sean librados de sus pecados” (en el purgatorio) (II Macabeos XII, 46).
Por eso, es importantísimo visitar sus tumbas para demostrarles respeto y cariño. Rezar por ellos devotamente por el descanso de sus almas, especialmente pidiendo una misa por ellos.
Al mismo tiempo, al visitar sus tumbas, pensar que un día estaremos allí también nosotros. Pensar en la fragilidad de la vida humana, la incertidumbre de la hora de la muerte, y la segura eternidad, ya sea en el cielo o en el infierno. Pensar en que debemos vivir de manera tal de no temer la muerte.
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La historia finaliza con la vuelta a la vida de este joven, pues Jesús realizó un milagro con la intención de probar que era Dios. Mas éstas y otras consideraciones las dejaremos para más adelante, para no alargarnos tanto con el sermón de hoy. Basta decir que la historia del común de los mortales no será siempre así, como la de este joven. Todos iremos a la tumba.
Contentémonos con las lecciones de hoy sobre la muerte segura, y glorifiquemos a Dios por este milagro, que nos enseña tanto, especialmente sobre el poder que tiene Jesús sobre la muerte: el gran Profeta anunciado por Moisés (cf. Deuteronomio XVIII, 15).
Dios nos envió a su Hijo, a quién le debemos la redención del pecado y de la condenación eterna, nuestra reconciliación con Dios, y la gracia y la vida eterna. Amén.