Los judíos acostumbraban a celebrar con suntuosas comidas los Sábados y los días de Fiesta. Los ricos, como los Escribas y Fariseos, solían tener invitados a sus banquetes, de ahí que Nuestro Señor Jesucristo estuviera presente en uno de ellos.
Jesús bien sabía que su presencia en el banquete no era motivada por amistad sino para tenderle una trampa y, si fuera posible, destruirlo. De todos modos, aceptó la invitación pues ésta le daría una oportunidad para curar al hombre hidrópico y para instruir a la pobre gente ignorante embaucada por los Fariseos.
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Los Fariseos querían tender una trampa a Jesús. Pensaban así: “si cura al enfermo en Sábado, tenemos de qué acusarlo, pues está infringiendo el Sábado; si no lo cura, diremos – o que no puede o que no quiere curarlo – y luego la gente concluirá que no es verdadero profeta y mucho menos hijo de Dios”.
La presencia del hidrópico en el banquete es muy instructiva. No sabemos si había sido invitado por los Fariseos o si se encontraba allí por su propia cuenta.
Si acudió al banquete por su propia cuenta pensando en su curación, la situación nos enseña que en nuestras dificultades debemos recurrir a Cristo con confianza, ya que Él mismo nos dijo: “Venid a Mí todos los agobiados y los cargados, y Yo os haré descansar” (San Mateo XI, 28).
Cuando se presentan dificultades y perplejidades la mayoría de la gente busca ayuda en cualquiera menos en Aquel que dijo: “Invócame en el día de la angustia; Yo te libraré y tú me darás gloria” (Ps L, 15).
El resultado es que no encontrarán ni ayuda ni alivio porque los seres humanos somos incapaces de proporcionar la ayuda adecuada.
Por lo tanto, en todas nuestras necesidades, primero que nada, hay que recurrir a Dios y pedirle que nos ayude, y solo después, en segundo lugar, pedir a los hombres que nos ayuden; solo de esta manera encontraremos la ayuda deseada.
Mas si el hidrópico se encontraba en el banquete por instigación de los Fariseos, entonces podemos concluir que Dios usa a los malvados (a los Fariseos) para llevar adelante sus sabios propósitos de dar beneficios a los hombres.
Cristo había determinado curar al hidrópico; por su parte, los Fariseos invitaron a Cristo al banquete, donde también se encontraba el desafortunado hombre, para llevar adelante sus malvados diseños. Vemos que Dios da libertad a los malos de llevar adelante sus planes; no les impide hacer cosas malas y perjudiciales; pero su Sabiduría interfiere en sus acciones, y las dispone para que resulten en algún bien.
Esta lección es ciertamente un gran consuelo para nosotros en el presente momento en que vemos a la Iglesia Católica padecer tanta opresión y persecución. Dios permite estos males para el bien de la Iglesia, y todo lo que los hombres malos y perversos han hecho y continúan haciendo para lograr su ruina caerá irremediablemente como una casa construida en la arena.
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Jesús siempre busca el bien de todos. Notemos que le hace una pregunta a los Fariseos – ¿Es lícito curar en día Sábado, o no? – para mostrarles que conocía sus perversas intenciones y lograr, si es posible, que cambien sus malas disposiciones.
El pensamiento: “Jesús conoce nuestras intenciones, y sabe que hemos tramado el mal en contra de Él” debería haberlos hecho avergonzarse de sí mismos e inducirlos a cambiar de disposición.
Sin embargo, permanecieron en silencio por malicia. Si no hubieran tenido malicia en sus corazones ciertamente habrían contestado, afirmativamente, o negativamente. Pero no habrían contestado afirmativamente pues en este caso no habrían tenido razón para denunciarlo de profanar el Sábado.
Tampoco contestarían negativamente por temor a que les preguntara nuevamente y los pusiera aún más en evidencia en su malicia y quedar aún más avergonzados o despreciados por el hidrópico al ser el impedimento de su cura por parte de Jesús en día Sábado.
El silencio solo se debe guardar por caridad y prudencia, pero nunca por malicia o deshonestidad, como hicieron los Fariseos. Debemos hablar cuando la gloria de Dios y el bien de nuestro prójimo así lo requieren y no callar ante los discursos irrespetuosos o irreligiosos por respeto humano.
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“¿Quién de vosotros que viendo a su hijo o a su buey caído en un pozo no lo saca pronto de allí aún en día Sábado?” De aquí deducimos cuán ciegos estaban los Fariseos al declarar pecado curar a alguien en día Sábado. La ambición, la envidia y el odio enceguecen tanto a los hombres que los hacen incapaces de percibir lo que es correcto.
“Y no fueron capaces de responder a esto”. Los Fariseos fueron incapaces de refutar a Cristo; se vieron obligados a admitir de que no era ilícito curar a alguien en día Sábado.
Si los enemigos de Cristo fueron aquí avergonzados y quedaron mudos como perros, ¿cómo responderán a sus reproches en el día del Juicio? Pensemos que nosotros también tendremos que responder en ese día. Hagamos penitencia, y caminemos en el temor de Dios.
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Además de curar al hidrópico, Nuestro Señor aprovechó la ocasión del banquete para enseñar a los presentes la virtud de la humildad.
Nuestro Señor nos enseña que cuando seamos invitados no debemos ponernos en el primer puesto, sino en el último lugar.
Ponerse en el primer puesto es señal de orgullo. Es señal de que la persona desea estar en una posición distinguida de la posición de los demás, por considerarse mejor que los demás, y por esto merecedor de lo mejor y del honor y aprecio de los demás. Esto lo lleva al desprecio de los demás.
Ponerse en el último lugar, por el contrario, es señal de no buscar preferencias, sino de dejarlas para los demás, pensando en que los demás son más merecedores de los primeros puestos que él mismo. Es señal también de querer humillarse ante los demás, pensando en que no hay razón en él por la cual deba ser preferido. Esto lo lleva al desprecio de sí mismo, que tanto agrada a Dios.
Nuestro Señor nos enseña que el orgulloso experimentará la más grande de las humillaciones; en el día de Juicio Final será avergonzado a los ojos de todo el mundo, y en el infierno, recibirá reproches que nunca acabarán.
En cambio, las almas humildes son apreciadas aún aquí en la tierra. Aunque viven en la oscuridad y en el desprecio de este mundo la gloria que recibirán en el cielo será inmensa. “Quien se hiciere pequeño como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos” (San Mateo XVIII, 4).
“Porque el que se levanta, será abajado y el que se abaja, será levantado”, declara Jesucristo. Mucho más enfáticamente nos está diciendo Nuestro Señor que el orgullo humilla al hombre, no solo delante de los demás, sino también ante Dios; y que la humildad en cambio es honrada y apreciada, no solo por los hombres, sino también por Dios.
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No hay un vicio que Dios odie más que el orgullo y es por esta razón que Dios castiga al orgulloso más sensiblemente. Así, Lucifer y todos los ángeles apóstatas fueron privados de su belleza, dignidad y felicidad. Por su orgullo, se convirtieron en demonios, y fueron arrojados a los abismos del infierno.
Nuestros primeros padres, quienes desearon ser como Dios, por orgullo perdieron la gracia y su privilegio de ser hijos de Dios. También perdieron el paraíso y el cielo, y se convirtieron en miserables, viviendo en peores condiciones que las mismísimas bestias del campo. Finalmente, fueron sujetos a la muerte. Si no se hubieran humillado como lo hicieron y convertido, habrían perecido en el infierno, como los ángeles caídos.
Por el contrario, Dios encuentra gran placer en la humildad. Es a los humildes que Dios da su gracia, los exalta y los premia. Así, por humildad fueron exaltados José, el Rey David, San Juan Bautista y la Santísima Virgen María. Por eso, debemos poner todo nuestro empeño en lograr ser humildes.
Reflexionemos seriamente en estas palabras de San Agustín: “Por el gran pecado de orgullo Nuestro Humilde Salvador vino a la tierra. Esta fatal enfermedad del alma trajo al Todopoderoso Médico del cielo, lo humilló en la forma de un siervo, lo sobrecargó de calumnias, lo clavó en la cruz, para que a través de la eficacia de tal remedio fuera curada la hinchazón del orgullo. ¡Que se ruborice y se avergüence el orgulloso ya que por él Dios mismo se hizo humilde!
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Aprendamos a ser humildes, pequeños y despreciables a nuestros propios ojos, y seamos prontos a ser despreciados por los demás, movidos por la íntima convicción de que somos merecedores de menosprecio.
Desechemos todo pensamiento vano y orgulloso, evitemos los discursos altivos, y en todas nuestras obras no busquemos el aprecio de los hombres ni el aplauso del mundo; por el contrario, hagamos todo por el mayor honor y gloria de Dios.
No nos prefiramos a nosotros mismos, no despreciemos a nadie. Así nos convertiremos en humildes seguidores del Humilde Jesús que dijo: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (San Mateo XI, 29), y las palabras del Evangelio que hemos escuchado hoy resonarán un día sobre nosotros: “Quien se abaja será elevado”. Amén.