sábado, 26 de septiembre de 2020

Dom XVII post Pent – El Más Grande de los Mandamientos – San Mateo XXII, 35-46 – 20-09-27 – Padre Edgar Díaz


Los maestros judíos no eran unánimes con respecto a cuál era el más grande de todos los mandamientos. Algunos decían que era la circuncisión; otros, la oración; otros, la ofrenda de sacrificios; y otros, guardar el Sábado.

Pero no fue por el propósito de ser instruidos que los Fariseos pusieron esta pregunta sino solo para tender una trampa a Jesús. Mas Jesús los hizo silenciar, poniéndoles a su vez una pregunta que no supieron contestar.


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¿Qué significa amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, y con toda la mente?

Significa que tenemos que amar a Dios con todas las facultades de nuestra alma, y no poner límites a nuestro amor por Él, sino amarlo con un amor inconmensurable, como nos dice San Bernardo: “La medida del amor a Dios es amarlo sin medida”.

Como Dios es infinito se merece un amor infinito, pero como las creaturas no somos capaces de un amor así, debemos amarlo al menos tanto como podamos. Debemos amar a Dios, sobre todo, es decir, sobre cualquier otro amor que podamos tener en el mundo. “Quien ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí” (San Mateo X, 37).

Esto es amar a Dios con todo el corazón. Amamos con el corazón; por esta razón Dios nos pide el tributo de nuestro corazón. Esto implica que nuestro amor no puede estar dividido. Todo nuestro amor por Él. Amar a otra cosa, sí, pero por amor a Él.

Amamos a Dios con toda nuestra alma cuando nos damos a Él enteramente y vivimos y actuamos solo por Él y no buscamos nuestro provecho sino su provecho, y estamos listos a hacer sacrificios y vivir por Él.

Amamos a Dios con toda nuestra mente cuando tratamos de conocerlo y servirlo, porque no podemos amarlo si no lo conocemos. Mientras más nos esforcemos en conocerlo, más nos acercaremos a cumplir con la obligación de amarlo con toda nuestra mente.

Nuestro amor por Dios por sobre todas las cosas debemos demostrarlo a través de nuestra prontitud a dejarlo todo por Él, aún la propia vida, antes de separarnos de Él (a través del pecado, y sobre todo, el mortal).

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¿Por qué dice Cristo que el amor a Dios es el más grande y el primer mandamiento?

Porque el amor a Dios es el fundamento de nuestra vida y la más necesaria de nuestras virtudes. Así lo dice San Pablo en simple palabras: “Aunque hable lengua de los hombres y de los ángeles si no tengo amor soy como bronce que suena… aunque sepa todos los misterios, y toda la ciencia, y tenga toda la fe… si no tengo amor, nada soy…” (I Cor XIII, 1-3). Todo es en vano sin amor a Dios.

El amor a Dios es entonces una fuente de méritos para nosotros: cuando trabajamos, rezamos, soportamos pacientemente la vida, incluso cuando hacemos las más comunes de las tareas como comer, beber o dormir, son todas acciones meritorias si se hacen por amor a Dios. En este sentido el amor a Dios es el más grande y primer mandamiento que tenemos que cumplir.

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¿Por qué Cristo dice que el mandamiento de amar al prójimo es como el mandamiento de amar a Dios?

Porque el amor a nuestro prójimo no es un amor aislado, sino que depende directamente de nuestro amor a Dios. Porque amamos a Dios, amamos a nuestro prójimo. No lo amamos por sí mismo, sino porque amamos a Dios.

Repetidas veces Dios nos ha mandado amar al prójimo. Es un estricto mandamiento: “Mi mandamiento es que os améis unos a otros, como Yo os he amado” (San Juan XV, 12).

No amamos a nuestro prójimo porque nos hace bien, o porque es amable; lo amamos porque Dios nos manda amarlo, independientemente de su relación con nosotros, y de su personalidad. Así como amamos a Dios porque Dios así lo quiere, así amamos a nuestro prójimo porque Dios así también lo quiere. Dios es la única causa de nuestro amor al prójimo.

El amor a Dios, por lo tanto, difiere del amor a nuestro prójimo solo en el objeto, no en la causa, porque el uno y el otro se compenetran – es decir – se funden en un solo amor a Dios.

Por eso San Agustín dice: “Quien entiende bien este asunto fácilmente percibe que cada uno de estos dos mandamientos comprende al otro. Porque quien ama a Dios no puede despreciar el mandamiento de amar al prójimo, y quien ama a su prójimo piadosa y espiritualmente ama a Dios en él. Hay, por lo tanto, dos mandamientos de amor, mas un solo amor: ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y a tu prójimo como a ti mismo’. Un amor y dos mandamientos porque no es otro amor el amor al prójimo que el amor a Dios”.

De aquí se desprende que es natural y apropiado a un corazón que ama tener una mente que está en perfecta conformidad con la mente del amado, y amar lo que el amado ama. Así lo expresa San Alfonso: “Si alguien ama a una cierta persona, también ama lo que pertenece a esa persona. ¿Por qué? Porque estas cosas son amadas por la persona amada”.

Mas la fe nos enseña que Dios ama a todos los hombres. “Porque así amó Dios al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (San Juan III, 16).

Si verdaderamente amamos a Dios se sigue que también amamos a nuestro prójimo, porque, como dijimos, es propio de quien ama amar lo que el amado ama. El amor a Dios y el amor al prójimo se pertenecen y el primero sin el segundo es absolutamente imposible.

Por eso San Juan nos dice: “Si alguno dice: ‘Yo amo a Dios’, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien nunca ha visto” (I Juan IV, 20). Luego las personas que piensan que aman a Dios pero que entretienen enemistades y rechazos hacia el prójimo se engañan a sí mimos en gran manera.

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¿Por qué Cristo dice que sobre estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas?

Porque estos dos mandamientos incluyen a todos los demás mandamientos. Todo lo que Dios ha mandado en el Antiguo Testamento está contenido en estos dos mandamientos: “Ama a Dios sobre todas las cosas, y a tu prójimo como a ti mismo”.

El amor es el centro al cual todos los mandamientos confluyen; quien ama a Dios sinceramente también desea guardar todos los mandamientos de Dios; sin este deseo el amor a Dios está manifiestamente ausente de su corazón. Por eso Cristo nos dice: “Si alguno me ama, guardará mi palabra… El que no me ama no guardará mis palabras…” (San Juan XIV, 23-24).

También lo expresa San Pablo: “No tengáis con nadie deuda sino el amaros unos a otros; porque quien ama al prójimo, ha cumplido la ley… No cometerás adulterio; no matarás; no hurtarás; no codiciarás; y cualquier otro mandamiento que haya, en esta palabra se resume: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’”. (Romanos XIII, 8-9).

Además, el amor es el fin, o el propósito y objeto de todos los mandamientos, como nos dice el Apóstol: “El fin de los mandamientos es el amor” (I Tim I, 5). Es decir, sea lo que Dios nos mande debe servir solo como medio para cumplir con el gran mandamiento del amor.

Un doctor aconseja a sus pacientes. Lo hace para que recuperen la salud. Así Dios nos aconseja que amemos, para que recuperemos la salud espiritual. Todos los mandamientos nos llevan a amar; algunos de ellos, removiendo obstáculos; otros, haciéndonos aptos y capaces de cumplir perfectamente con la ley del amor.

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En conclusión, demostremos nuestra fe a través de nuestras buenas obras, haciendo de la doctrina y del ejemplo de Cristo la regla de nuestra vida, y especialmente observemos el primer y más grande de todos los mandamientos, el del amor, que Dios nos ha dado, y que las palabras del Apóstol se cumplan en nosotros: “Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni entró en pensamiento humano, esto tiene Dios preparado para los que le aman” (I Cor II, 9). Amén.