sábado, 10 de octubre de 2020

Dom XIX post Pentecost – El Rechazo de los Judíos y el Llamado de los Gentiles – San Mateo XXII, 1-14 – 2020-10-11 – Padre Edgar Díaz

El Reino de los Cielos del que habla Nuestro Señor en esta parábola es la Iglesia establecida por Cristo. La Iglesia es un Reino, pues posee todo lo necesario para ser un reino: estructura, gobierno, leyes, súbditos. Es llamada Reino de los Cielos porque viene del Cielo y conduce al Cielo.

El Rey es Dios, el Padre Celestial. El Hijo de este Rey es Jesucristo, el Hijo de Dios. Cuando se dice que el rey celebró las bodas de su hijo significa claramente que fue voluntad de Dios que su Hijo se hiciera hombre, que estableciera una nueva Iglesia formada por Judíos y Gentiles, que se uniera a Ella como a una esposa, y que la llevara a participar de su herencia eterna.

Pero la Iglesia es comparada a una boda porque entre Ella y su divino Fundador existe la misma relación que existe entre un esposo y su esposa. Así como el esposo ama a su esposa, Cristo ama a su Iglesia, hasta el punto de derramar su Sangre por su purificación y santificación.

La esposa, por su parte, es devota de su marido y le obedece; así, la Iglesia ama a su celestial Esposo, le es fiel, soportando sufrimientos y persecuciones, y nada la puede separar de Él.

La razón de este matrimonio entre Cristo y la Iglesia es para procrear hijos, formar una familia, y así completar el número de los elegidos en el Cielo. Así, Cristo permanece para siempre unido a su Esposa, la Iglesia, en amor y en gracia, para que Ella pueda procrear hijos para el Cielo, es decir, santificar a los hombres y hacerlos aptos para el Cielo.

Este sermón tiene dos partes: el rechazo de los Judíos y la llamada de los Gentiles.

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Los Judíos fueron los primeros en ser llamados a entrar en la Iglesia de Cristo (en el Evangelio son los que fueron invitados a las bodas).

Los Judíos habían sido ya invitados porque eran el pueblo elegido de Dios, y como tales, fueron los primeros a quienes fue dirigida la promesa del Redentor de quien recibirían la gracia y la salvación. Los siervos quienes Dios les envió para invitarlos a las bodas fueron San Juan Bautista, los Apóstoles y los discípulos, a quienes Jesús envió durante su vida a predicar el Evangelio. 

San Juan Bautista les predicó la penitencia, y con eso los preparó para la venida del Redentor. Los Apóstoles y los discípulos tenían que decir a las ovejas perdidas de la casa de Israel que 

“El reino de los cielos está cerca” (San Mateo X, 6-7).

Notemos que la parábola relata una segunda invitación a las bodas. Esto indica urgencia pues la obra de la Redención se había ya cumplido, y la Iglesia de Cristo se había ya introducido en el mundo.

Dios tuvo mucha compasión y bondad con los Judíos al preferirlos sobre todas las naciones de la tierra y prometerles un Redentor a través de los Patriarcas, Moisés, y los Profetas, y cuando volvió a invitarlos a entrar en la Iglesia, a través de Cristo, los Apóstoles, y sus discípulos.

Fueron muy ingratos los Judíos al despreciar y rechazar todas estas gracias que Dios les había dado. El Evangelio nos dice que no aceptaron la llamada de Dios.

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Los Judíos rechazaron la invitación por el siguiente motivo: se habían degenerado bastante; se habían vuelto muy carnales y sensuales; fuertemente apegados a lo material, y a las satisfacciones de sus pasiones. Se ilusionaban a sí mismos con la idea de que el Mesías que esperaban los libraría, no del pecado y de la esclavitud de Satanás, sino del yugo de los Romanos; estaban esperanzados en un monarca poderoso que los libraría de la opresión extranjera y los haría la gente más feliz y poderosa de la tierra. Esta idea del Mesías continúa entre los Judíos hasta nuestros días.

Pero cuando escucharon que el Reino del cual hablaba Jesús no es de este mundo y cuando veían que Él les predicaba solamente un estilo de vida basado en la humildad, pobreza de espíritu y mortificación, y de desear solo los bienes eternos del Cielo, se negaron obstinadamente a creer en Él. Se sintieron ofendidos y escandalizados por su condición humilde y pobre y por eso le volvieron la espalda a Él, y a su doctrina, y no quisieron saber nada de entrar en su Iglesia.

Muchos católicos piensan y actúan como los Judíos. Dios los invita a entrar en su Iglesia a través de los sacerdotes en el confesonario, de homilías, del ejemplo de piadosas personas, de la voz de su conciencia, de la prosperidad y la adversidad, y a través del sufrimiento y las tribulaciones.

Pero no aceptan las invitaciones de Dios. No quieren venir a Misa, no quieren recibir los sacramentos. Son sensuales y apegados a lo material, a las cosas del mundo, como los Judíos. No sienten gusto por las cosas espirituales; se pasan la vida en distracciones y descuidan totalmente su salvación.

Los Judíos no solamente rechazaron al Evangelio de Jesús, sino que lo persiguieron personalmente a Él, y a todos los que lo siguieron, y les quitaron la vida. 

Así leemos en los Hechos de los Apóstoles que los Apóstoles fueron citados a presentarse ante el tribunal, y fueron arrojados en prisión, y fueron azotados por seguir predicando el Evangelio. 

San Esteban fue arrastrado fuera de la ciudad y muerto a pedradas. Santiago fue decapitado; y el Príncipe de los Apóstoles, San Pedro, habría corrido la misma suerte si el ángel no lo hubiera librado de la prisión.

Santiago, el primo hermano de Nuestro Señor, fue arrojado desde lo alto del Templo. San Pablo fue puesto en prisión varias veces, enviado a diferentes tribunales, azotado cinco veces por los Judíos y tres veces por los Romanos, fue apedreado por la turba en las calles hasta el punto de ser tenido por muerto.

Éste fue el crimen de los Judíos: no quisieron recibir la fe cristiana. Muchos católicos apenas son mejores que ellos. Continuamente Dios los exhorta a abandonar la conducta pecaminosa y a hacer penitencia. Pero en vez de escucharle se llenan de rencor y odio hacia quienes les impiden continuar con sus vicios y excesos. Injurian y blasfeman en contra de los justos y piadosos, y, si fuera por ellos, los ultrajarían y los matarían, como dice el Evangelio. 

Estos católicos tienen el corazón muy corrompido; son enemigos mortales de la Iglesia de Jesús y desearían que desapareciera y que fuera destruida de la faz de la tierra. Estos van a compartir la misma suerte que los Judíos obstinados que rechazaron a Jesús, de quienes dice el Evangelio que los juicios de Dios cayeron sobre ellos.

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“Enterado de ello el rey, se irritó, y enviando sus tropas, acabó con aquellos homicidas, y puso fuego a la ciudad”. 

Esta profecía de Nuestro Señor ya se cumplió a la letra. Cuarenta años después de la muerte de Cristo, los ejércitos Romanos bajo el mando de Vespasiano y Tito invadieron Judea y sitiaron la ciudad de Jerusalén. Después del sitio la ciudad finalmente fue destruida por completo, el Templo quemado y más de 1.100.000 personas perdieron la vida a espada, hambre o pestilencia. Así Dios castigó a los Judíos por rechazar el Evangelio, perseguir a sus predicadores, y permanecer impenitentes.

A los pecadores de hoy, San Pablo les dice esto, como les dijo a los Romanos: 

“¿O despreciaríais la riqueza de su bondad, paciencia, longanimidad, ignorando que la benignidad de Dios os lleva al arrepentimiento? Conforme a tu dureza y tu corazón impenitente, os atesoráis ira para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios” (Romanos II, 4-5).

Dios es paciente y misericordioso con los pecadores; les da tiempo y la gracia de la conversión; pero si estos no aprovechan de estas gracias, y se mantienen en sus pecados y maldades, Dios los llama a su tribunal y los envía a los tormentos eternos.

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“Las bodas están ciertamente preparadas, mas los que habían sido invitados, no fueron dignos. Id, pues, a las salidas de los caminos, y a cuantos encontrareis, convidadlos a las bodas”. 

Esto significa que los Apóstoles fueron enviados después de ser rechazados por los Judíos a predicar a los gentiles. Esto está atestiguado por San Pablo y Bernabé en los Hechos de los Apóstoles: 

“Era necesario que la palabra de Dios fuese anunciada primeramente a vosotros (es decir a los Judíos); después que vosotros la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, he aquí que nos dirigimos a los gentiles. Pues así nos ha mandado el Señor: ‘Yo te puse por lumbrera de las naciones a fin de que seas para salvación hasta los términos de la tierra’” (Hechos XIII, 46-47).

A la orden de Cristo los Apóstoles fueron a los gentiles y aquellos que creyeron en su predicación fueron admitidos en la Iglesia después de haber sido bautizados.

Dios ofrece la gracia de la salvación a todos los hombres. En la Iglesia de Cristo hay espacio para todos los hombres de todos los tiempos y de todos los países; es la voluntad de Dios que entren en la Iglesia ya que es la institución establecida por Cristo para la salvación de todos los hombres. Por eso les dijo a los Apóstoles: 

“Id por el mundo entero, predicad el Evangelio a toda la creación” (San Marcos XVI, 15).

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“Entró el rey para ver a los que estaban en la mesa, y vio allí un hombre que no estaba con el traje nupcial. Y le dijo: ‘Amigo, ¿cómo has entrado aquí, no teniendo vestido de bodas?’ Mas él enmudeció”.

El rey que entra a ver a los comensales significa la venida de Nuestro Señor tanto al momento de nuestra muerte como su Segunda Venida, es decir, el juicio particular de cada alma, y también el Juicio Universal que ocurrirá al final de los tiempos. 

El vestido nupcial es la caridad o la justicia cristiana, que consiste en cuidadosamente evitar el mal y practicar el bien. El hombre sin el vestido nupcial representa a todo católico que haya tenido fe, pero que haya vivido una vida pecaminosa, es decir, que no haya poseído el amor a Dios, ni la gracia santificante. La fe sola no salva, sino que debe estar unida a la caridad, es decir, al amor a Dios.

Notemos que era muy común entre los orientales presentarse a las bodas con vestidos muy costosos. Por eso, este hombre sin el vestido apropiado significaba un gran insulto para el rey. Lo mismo ocurre con aquellos que no viven piadosamente y sin la gracia santificante. Cuando se presenten ante Dios, en el tribunal de Dios, no tendrán excusa, y, como el invitado del Evangelio, se quedarán en silencio. Que esto nos sirva para que podamos hacer las cosas bien en esta vida de manera de poder estar preparados para nuestro juicio ante Dios.

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“Entonces el rey dijo a sus ministros: ‘Atado de pies y manos, arrojadlo a las tinieblas exteriores: allí será el llorar y el crujir de dientes”.

El rey arrojó al invitado sin la vestidura nupcial a las tinieblas de la noche, afuera del luminoso banquete. Se encontró de pronto con la miseria y la desgracia, y, como sus manos y pies estaban atados, estaba en una condición desesperada. Tenemos aquí una imagen del infierno.

Desesperados en las tinieblas, excluidos del Cielo y sus gozos, en las más miserable de las condiciones, solitarios, donde nunca llega el sol. Totalmente desprovistos de poder para librarse de esos tormentos y aliviar sus penas, lloran, y crujen los dientes, atados de pies y manos. Sufren grandes tormentos, viven con mucha rabia y furiosos en contra de sí mismos porque saben que están condenados por su propia culpa y que permanecerán allí para siempre.

Por eso, es muy saludable seguir la admonición que nos hace San Juan Crisóstomo: 

“Desciende al infierno con tus pensamientos mientras vivas, para que no te veas obligado a descender allí cuando partas de este mundo, porque nadie que tenga este pozo de fuego delante de sus ojos será arrojado a él, ni tampoco escapará de sus fauces quien no le tema y considere en esta vida”.

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Nuestro divino Salvador concluye la parábola con estas palabras: 

“Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”. 

Todos los hombres, absolutamente todos, son llamados a salvarse por medio de Jesucristo, pero solo unos pocos serán realmente salvados.

Muchos serán excluidos del Cielo porque, como los obstinados Judíos, no siguen el llamado de la gracia sino que maliciosamente permanecen en la incredulidad y el error. A ellos se aplican las palabras de Cristo: 

“Quien creyere y fuere bautizado será salvo; mas, quien no creyere, será condenado” (San Marcos XVI, 16).

Incluso, muchos católicos serán condenados, porque no vivieron según los requerimientos de la fe, ya que Cristo nos dice enfáticamente: 

“No todo el que me dice: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial” (San Mateo VII, 21).

Por eso, debemos creer firmemente en Jesucristo, y obedecerle, vivir como Él nos manda, santamente. Debemos creer firmemente en todo lo que la Iglesia nos enseña, y hacer lo que nos manda; solo de esta manera nos encontraremos entre el número de aquellos que no solo son llamados sino también elegidos. Amén.