sábado, 17 de octubre de 2020

Dom XX post Pent – Cristo cura el hijo del Oficial del Rey – San Juan IV, 46-53 – Padre Edgar Díaz



Jesús se encontró de nuevo en Caná, donde por pedido de su Madre había convertido el agua en vino. Caná es también el lugar donde ocurre el milagro relatado hoy.

Un oficial del gobierno, habiendo escuchado que Jesús había regresado de Jerusalén, le rogó que fuera a Cafarnaúm, a un día de camino, a ver a su hijo que estaba a punto de morir.

A través de sufrimientos y tribulaciones Dios atrajo a este pagano y toda su familia a creer en Jesús. El oficial se mostró como un verdadero padre. Solicito por la curación de su hijo no dejó de pasar la oportunidad de dirigirse a Jesús en busca de su misericordia.

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Dios nos da sus gracias gratuitamente; lo único que nos pide es que le pidamos: 

“Pedid y se os dará, buscad y encontrareis, golpead y se os abrirá” (San Lucas XI, 9).

Pedirle a Dios es un acto de justicia para con Él; Él ama dar; y nosotros hacemos mal en no pedirle todo lo que necesitamos. Nuestra actitud demuestra querer nuestra total independencia de Dios.

Sin embargo, a la petición del oficial Jesús responde con un reproche. Este reproche fue dirigido en realidad a todos los presentes que estaban junto al oficial y también a los Galileos en general, cuya fe era más frágil que la de los Samaritanos:

“Y decían (los Samaritanos) a la mujer: ‘Ya no creemos a causa de tus palabras; nosotros mismos lo hemos oído, y sabemos que Él es verdaderamente el Salvador del mundo’” (San Juan IV, 42).

La fe de los Galileos era muy imperfecta. Solo creían porque habían visto, como era el caso de aquellos que habían estado presentes ante los milagros efectuados en Jerusalén (San Juan IV, 45). Mas los que no habían sido testigos directos de aquellos milagros no creían todavía, sino que le exigían a Jesús más signos y prodigios. Eran como Tomás, el Apóstol, que no creyó en las afirmaciones de los otros Apóstoles que Cristo había resucitado y se les había aparecido, y solo se convenció cuando vio a Jesús resucitado y le tocó las marcas de las heridas.

Por un tiempo, los numerosos milagros que Jesús mismo y sus Apóstoles efectuaron fueron más que suficientes para convencer a la gente en general de la verdad y del origen divino de la religión católica, lo que produjo gran número de conversiones.

Pero últimamente a los católicos solo nos toca guardar la fe que hemos recibido, porque, según San Pablo:

“Primero debe venir la apostasía” (2 Tesalonicenses II, 3)

la cual, ya la estamos viviendo, a partir del Vaticano II, y esto lo podemos constatar sin lugar a duda, pues es un hecho de experiencia manifiesto a todos.

Pero pesar de la apostasía de la que nos habla San Pablo, siguen existiendo los milagros, aunque tal vez de otro tipo. Pensemos precisamente en el gran milagro de unos pocos de estar aferrados y tratando de guardar la verdadera fe católica, que Jesús nos exige que guardemos, según varios lugares del Apocalipsis. 

En este marco, la Presencia Real de Nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento del Altar en poquísimos lugares y solo donde hay verdaderos sacerdotes de Cristo en las catacumbas de nuestros hogares sigue siendo el milagro por excelencia. Esto se lo debemos atribuir a la bondad y a la misericordia de Dios, quien hace mucho más de lo que parece absolutamente necesario para la salvación de los hombres.

Que estos milagros ocurran son la prueba de la indefectibilidad de la Iglesia Católica. Es prueba también, y manifiesta, de que la Iglesia Católica es la única verdadera Iglesia establecida por Cristo, y, por lo tanto, la única Iglesia que puede ofrecerle al hombre la salvación, pues, no hay salvación fuera de la Iglesia Católica. 

Nuestro agradecimiento a Dios por habernos llamado a ser parte de Ella. Nuestra solicitud por creer y vivir nuestra fe debería ser grandemente manifiesta a través de nuestro buen ejemplo a todos, aunque esto hoy nos lleve al martirio.

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El oficial nos marca la conducta a seguir con respecto a una fe que es imperfecta. Ante el reproche de Jesús se humilló, y le rogó más ferviente y urgentemente que curara a su hijo. Así también nosotros debemos humillarnos ante Dios ante las situaciones realmente calamitosas que estamos viviendo.

Debemos continuar con nuestras súplicas, llenos de confianza y perseverancia, pidiéndole a Jesús que venga cuanto antes, y hacer que este deseo se perfeccione y aumente más y más. Esto es todo lo que debemos y podemos hacer por el momento, nuestro apostolado de deseo por la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo.

Sería un error pedirle a Dios que nos libre de los males presentes; con toda seguridad, este pedido sería rechazado, como le fue rechazado al oficial el pedido de ir hasta su casa; sería un acierto, en cambio, pedirle a Jesús que venga cuando antes, aún cuando esto signifique el martirio para nosotros.

No obstante, Nuestro Señor curó al enfermo desde la distancia, no fue a su casa. Recordemos que, en el caso del centurión, cuyo hijo estaba muy enfermo y atormentado, y que también se encontraba lejos de donde estaba Jesús (cf. San Mateo VIII, 6-7), Jesús fue a la casa a ver al enfermo. San Jerónimo nos explica esta diferencia:

“Jesús se ofreció al centurión voluntariamente, pero no al oficial, aún cuando éste le había pedido que fuera a su casa a ver a su hijo. La razón es que la fe del centurión era perfecta; mientras que la fe del oficial era imperfecta. Este oficial no podía concebir cómo Jesús podía curar a su hijo sin estar presente en el lugar. En consecuencia, Nuestro Señor no fue con el oficial, para mostrarle que podía curar desde la distancia. Tenía el oficial que aprender lo que el centurión ya sabía”.

Luego, no fue una falta de respeto o una falta de condescendencia, sino amor la razón por la cual Jesús no quiso acompañar al oficial a su casa para curar a su hijo en persona. Quería Jesús que el oficial se librara de la falsa idea de que solo podía curar estando presente. A la vez, quería que se convenciera de su poder y hacer que su fe llegara a ser perfecta.

Vemos porqué Dios no siempre nos concede lo que le pedimos. Quiere hacer que nosotros también nos despojemos de nuestras falsas ideas, que no son otra cosa que ataques del enemigo. Dios sabe que si lo que le pedimos es una “falsa idea”, ésta no estará de acuerdo con su plan, y, por lo tanto, no es para nuestra salud y conveniencia; luego, no lo concede.

Sin embargo, nos da a cambio, algo mejor y más saludable. Dios quiere que hagamos frente a las mentiras que se nos proponen, para robustecer nuestra fe que está muy debilitada, y que creamos más firmemente en Él, ya que corremos un grave peligro de sucumbir ante el Anticristo que está por venir; una fe imperfecta no lo va a resistir. 

La paranoia presente se avecina más grande aún; y, como mantiene el apostolado de deseo, Dios no nos va a conceder gracias extraordinarias para librarnos de esto; al contrario, vamos a tener que pasarla contentándonos con gracias ordinarias solamente. Por eso, los males siguen y seguirán presentes, y cada vez en mayor escala al punto tal que 

“si aquellos días no fueran acortados, nadie se salvaría; mas por razón de los elegidos serán acortados esos días” (San Mateo XXIV, 22).

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Otra razón por la cual Jesús rechazó acompañar al oficial hasta su casa fue para evitar la propia gloria que se podría haber ganado, a los ojos del mundo, al curar a su hijo. 

Maravillosa lección de Jesús a quien solo le interesa la gloria del Padre. Dar preferencia a acciones que pasan desapercibidas, y acudir a los más pobres y bajos de condición, quienes son generalmente más humildes y aprecian mejor las cosas eternas que los ricos y poderosos. 

Gran consuelo para aquellos que tienen que pasar su vida en condiciones de pobreza y soledad: estar constantemente a los ojos de Dios; mientras que las personas más distinguidas y adineradas no gozan de esta preferencia. Es a los pobres en el espíritu a quienes se les promete la posesión del Reino de los Cielos (cf. San Mateo V, 3).

Los pobres y despreciados de la sociedad son los preferidos de Dios: debemos, pues, cuidarlos, tratarlos bien, y apreciarlos mucho, pues son el tesoro de Dios, los que Dios más ama. Así lo expresa la carta de Santiago:

“Hermanos míos, no mezcléis con acepción de personas la fe en Jesucristo, nuestro Señor de la gloria. Si, por ejemplo, en vuestra asamblea entra un hombre con anillo de oro, en traje lujoso, y entra asimismo un pobre en traje sucio, y vosotros tenéis miramiento con el que lleva el traje lujoso y le decís: ‘Siéntate tú en este lugar honroso’; y al pobre le decís: ‘Tú estate allí de pie’ o ‘siéntate al pie de mi escabel’, ¿no hacéis entonces distinción entre vosotros y venís a ser jueces de inicuos (injustos) pensamientos?” (Santiago II, 1-4).

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“Creyó el hombre a la palabra de Jesús y se fue”.

Habiendo recibido la aseguración por parte de Cristo que su hijo viviría, la fe del oficial se hizo fuerte; el oficial no dudó por un instante de que su hijo se había curado, y por eso se retiró contento.

Así debemos nosotros creer en las promesas de Cristo, aunque no veamos su cumplimiento. Jesús nos aseguró que las puertas del infierno no prevalecerán sobre la Iglesia. Por lo tanto, no dudemos de su promesa y confiemos, aunque nuestros tiempos nos hagan prever lo peor para la Iglesia Católica y sus enemigos pongan todas sus energías en tratar de destruirla:

“El cielo y la tierra pasarán, pero las palabras mías no pasarán ciertamente” (San Mateo XXIV, 35).

El Evangelio continúa relatando que los criados del oficial salieron a su encuentro en el camino diciéndole que su hijo vivía. El oficial preguntó la hora en que su hijo se había recuperado y constató que era la hora en que Jesús lo había curado. Luego relató todo lo que Jesús había hecho por ellos. 

“Creyó él y toda su familia”.

Así debemos ser bien solícitos en aprender y entender la doctrina y la verdad de nuestra fe católica, pues mientras más firmes estemos en el conocimiento de nuestra fe más fácilmente podremos refutar las objeciones y enfrentar las dificultades que nos presente el Anticristo y rechazar las dudas que surjan en nuestras mentes, que es lo más peligroso de todo. Por eso, debemos amar escuchar sermones y leer buenos libros religiosos.

¿Por qué el Evangelio dice al final que el oficial “creyó” si ya había creído cuando fue a ver a Jesús? 

Si no hubiera creído, no habría ido a buscar su ayuda. Como ya dijimos, la fe del oficial era al principio una fe imperfecta. Pero a la misma hora en que Jesús le dijo que su hijo estaba vivo su fe se hizo perfecta, y creyó en Jesucristo.

La fe se desarrolla por grados, como las demás virtudes: estado incipiente, de crecimiento y de perfección. Para que nuestra fe crezca a la perfección debemos hacer constantemente actos de fe; además debemos pedir a Dios que incremente nuestra fe, y de nuestra parte, por supuesto, vivir según la fe. La vida de pecado debilita la fe y lleva a la apostasía; a la derrota segura ante el Anticristo. La virtud y la piedad, en cambio, enriquecen la fe y hace que sea un poderoso escudo de salvación.

También creyó toda su familia. No solo quiso él creer, sino que además estaba ansioso porque su familia creyera también en Jesús. Un terrible juicio caerá sobre los padres de familia que no sepan entender estos tiempos y guiar a sus hijos consecuentemente. Los pecados de los hijos por causa de esta falta tendrán que ser rendidos ante el Tribunal de Dios en el día del Juicio Final.

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En conclusión, no despreciemos los sufrimientos y las tribulaciones que Dios nos manda especialmente en estos tiempos de tribulación, pues son un ejercicio para nuestra pobre fe, que no alcanza ni siquiera para mantenernos firmes. Como dijimos, los sufrimientos y las tribulaciones fueron loa razón que llevó al oficial, que era pagano, y a toda su familia, a creer en Jesús.

Además, sigamos su ejemplo de verdadero padre, y seamos solícitos en proveer a nuestros hijos de aquella cura concerniente a las enfermedades del alma. Hoy, precisamente, lo que más nos aflige es la falta de discernimiento y entendimiento ante las asechanzas del enemigo, tan especiales del fin de los tiempos. 

Insistamos, y no dejemos pasar la oportunidad de dirigirnos a Jesús en busca de su misericordia. Amén.