sábado, 31 de octubre de 2020

Fiesta de todos los Santos – San Mateo V, 1-12 – 2020-11-01 – Debemos y Podemos Ser Santos – Padre Edgar Díaz

Todos los Santos


Los santos en el Cielo conforman lo que denominamos “la Iglesia Triunfante”, aquellos que ya alcanzaron la meta de la felicidad completa, y todos los años, para esta fecha, para poder contemplar a los santos, se nos levanta la cortina del Cielo a aquellos que todavía estamos aquí en la tierra, “la Iglesia Militante”.

La razón de esta fiesta es para conocer la inmensa felicidad que los santos gozan junto a Jesús en el Cielo, y, además, para pedirles que intercedan por nosotros. Nuestra fe se nutrirá, nuestra esperanza se hará más firme, y nuestra caridad se inflamará más y más al ver que lo que ellos son ahora seremos nosotros mañana con la ayuda de la gracia de Dios.


Precisamente los santos son la meta que considerar; de nada nos serviría ver su felicidad si no imitáramos el ejemplo que nos dejaron para alcanzarla. Si queremos ir al Cielo y que nuestra felicidad allí sea enorme esforcémonos por ser santos aquí en la tierra.


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Ser santo no significa otra cosa que vivir en estado de gracia, enamorándonos de Dios día a día. Esta santidad se nos ha sido infundida en el día de nuestro bautismo, a través de la gracia santificante. A lo largo de nuestra vida, ser santo consiste precisamente en mantener intacta la gracia santificante recibida.

Ese es nuestro deber, mantenernos en el estado de gracia, al cual hemos sido elevados sin mérito de nuestra parte. Si llegáramos a perder el estado de gracia por culpa del pecado, es nuestro deber también recuperar la gracia inmediatamente a través del sacramento de la confesión, y de cuidar de no perderla de nuevo.

Ésta es la voluntad de Dios, nuestra santificación (cf. 1 Tesalonicenses IV, 3). La razón por la cual Dios nos da todos los días sus gracias y sus beneficios es precisamente para que preservemos esta santificación; también Dios da sus beneficios a los que no están en estado de gracia; pero podemos imaginar el abuso que esto significa de parte de esa alma si no la usa para recobrar su estado de gracia.

Por lo tanto, todo lo que poseamos, que no es otra cosa que gracia y beneficio de Dios, debe ser usado para nuestra santificación, y no para otro uso. Esto es absolutamente necesario para poder entrar en el Cielo.

La ceguera de la gente con respecto a este tema es enorme. Normalmente la gente piensa que el gozar de buena salud; tener buenas aptitudes y dotes para la vida, el estudio y el trabajo; ser naturalmente bueno y amable, son dones que Dios nos ha dado para que la vida se desarrolle de la manera más suave posible; sin contratiempos. Si embargo, éste no es el fin de las gracias y beneficios que Dios nos da, como ya dijimos arriba.

El deber de mantenerse en el estado de gracia se debe lograr con el espíritu de penitencia, de mortificación y de privación y autodisciplina, de odio por el pecado, y de desprecio por el mundo. Esto hace a los santos. Llevar la vida de un santo es el deber de un cristiano, según el espíritu recibido en el bautismo. Aspirar a la perfección, ser santo, es nuestro deber.

Si usamos bien de las gracias y beneficios que Dios nos da obtendremos este fin; en cambio, si los usamos mal, iremos por el camino de la carne: y quien siembra en la carne, de la carne cosechará corrupción.

No sería acorde a su bondad si Dios nos llamara o pretendiera para nosotros un estado el cual fuera imposible alcanzar.

Al paralítico del Evangelio Jesús le dijo: 

“Levántate y anda” (San Lucas V, 23)

¿Sería acaso Dios capaz de abandonarnos después de habernos hecho semejante milagro? Por lo tanto, no podemos dudar ni un instante de que Dios nos dará las fuerzas necesarias para lograr nuestra santidad. Más deberíamos quejarnos de nuestra pereza que de la aparente falta de generosidad de Dios en brindarnos su ayuda.

A los perezosos en la vida espiritual hay que decirles:

“Jesús te ha redimido; te ha enviado el Espíritu Santo para fortalecerte; ha cargado con tus pecados sobre Sí mismo y ha espiado por ellos con su muerte en la cruz; qué uso has hecho de las gracias que Dios te ha dado; has abusado de esas gracias para tu propia destrucción”.


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Debemos ser santos porque Dios nos lo manda: 

“Sed santos, porque Yo soy santo” (1 San Pedro I, 16).

Podemos ser santos porque Dios nos sostiene en nuestra debilidad con su fuerza:

“Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Filipenses IV, 13).

Esto no significa que no tengamos que hacer esfuerzos en nuestra vida para llegar a ser santos, porque no podemos hacer ancho el camino que Jesús mismo declaró ser angosto, ni tampoco podemos decir que es imposible llegar a ser santos. Es difícil, pero no imposible.

El ejemplo es lo que más nos mueve; más que una lección de teología y espiritualidad. Por eso, Dios nos ha suscitado santos en cada época para que imitemos sus ejemplos, y para que el mundo sepa lo que Dios puede hacer de un hombre asistido con su gracia.

Pero como las virtudes de los que aún estamos en la tierra son imperfectas la Iglesia nos propone que imitemos las virtudes de aquellos ya han sido coronados por Dios en el Cielo.

Estos santos han sido purificados por la penitencia, y se han despojados de sus manchas y se han santificado en medio de las mismas tribulaciones, pruebas y dificultades que nosotros padecemos. Aún así, las han superado, y así, con su ejemplo, nos enseñan y nos animan a hacer lo mismo.

San Juan en el Apocalipsis nos presenta el Cielo colmado con una multitud incontable de santos de cada época y de cada condición. Están todos allí. Los santos inocentes asesinados por Herodes; San Esteban, el primer mártir; San Pedro, el primer Papa; vírgenes, viudas, doctores de la Iglesia, confesores de la Fe, reyes, campesinos, pastores y guerreros; los Patriarcas del Antiguo Testamento. Y, sobre todos ellos, la Santísima Virgen María, Reina de todos los Santos.

Dios no hace acepción de personas. No hay estado, o nación, o tribu que no esté representada en el Cielo, para mostrar que toda la humanidad tiene el derecho al Cielo.

La sabiduría y la providencia de Dios han santificado todos los estados de vida; todos podemos lograr el fin para el cual hemos sido llamados. Así como en la creación Dios ordenó a las plantas que cada una produjera el fruto según su clase, así también, en la regeneración, cada cristiano debe producir buenos frutos según su vocación.

Es erróneo pensar que alguien no podría llegar a ser santo estando en medio de tantas vicisitudes que el mundo, la carne y el demonio nos presentan: peligros, tentaciones y ocasiones de pecado atacando precisamente nuestra débil naturaleza. 

Es una tontería pensar que por estar en medio del mundo tenemos que vivir según los dictámenes del mundo. En medio del pecaminoso mundo en que vivimos, en medio de la más grande oscuridad, se puede brillar como una estrella. Daniel vivió entre los Caldeos; José se santificó en Egipto.

Los peligros externos, tentaciones y las ocasiones de pecados no son la causa de nuestros desórdenes. El problema nace de nuestra débil voluntad que cede a las tentaciones; y de nuestra cobardía y pereza de tener que luchar en contra de nuestras pasiones desordenadas. Muchos son sabios y prudentes en sus negocios temporales; pero descuidados en la salvación de sus almas.

No todas las personas son llamadas al mismo grado de santidad. Así lo expresa la Sagrada Escritura cuando asevera que en la casa del Padre hay muchas mansiones (cf. San Juan XIV, 2). Hay almas a las cuales Dios les da la gracia de no estar apegadas a las cosas de la tierra y por lo tanto fácilmente alcanzan la perfección a la que están llamadas.

Pero hay otras almas que están destinadas a vivir en medio del mundo, que caminan seguras por la vía de la perfección, pero lentamente. Estas almas son, por lo general, débiles, pero humildes y fieles a Dios.

Por lo tanto, se sigue que debemos ser santos, y que podemos ser santos, porque Dios sostiene nuestras debilidades. Muchos nos han precedido. Más aún, nada más se nos pide que ser fieles a Dios en las pequeñas cosas y cumplir conscientemente con los deberes de nuestro estado de vida.

Dios ha ordenado que accedamos a la felicidad que está preparada para nosotros desde la fundación del mundo a través del sufrimiento y de las buenas obras. La Biblia llama a la felicidad eterna una Recompensa; debemos luchar por obtenerla. Además, la llama Corona de Justicia; debemos pelear por conseguirla. La llama también Tierra Prometida; para entrar en ella debemos pasar por el desierto de los sufrimientos y aflicciones.

Tal fue la vida de los Santos: tuvieron que sufrir y así entrar en la gloria. Todos los que Jesús llama bienaventurados sufrieron pobreza, persecuciones, hambre y sed de justicia. Cosecharon con alegría lo que sembraron con lágrimas. Caminaron por el angosto camino que lleva a la vida, y ahora gozan de perfecta paz y felicidad.


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Es deplorable ver cómo muchos se olvidan de las cosas del Cielo, como si no tuvieran derecho y un título a la corona de eterna gloria. Sumergidos en sus cuidados terrenales y arrastrándose detrás de sus apegos temporales, absortos en sus quehaceres mundanos, y consintiendo en placeres ilícitos, se olvidan del propósito para el que fueron creados. 

Muchos al no apreciar lo que es eterno se contentarían que Dios les permitiera seguir en este mundo para siempre; voluntariamente renunciarían a su derecho y título al Cielo. ¡Ciertamente un desperdicio! 

¡Aspiremos a la perfección y a la santidad! Dios nos lo manda. Dios no nos manda algo imposible. Nos sostiene con su gracia; podemos todo con su ayuda. Aprendamos de los Santos a luchar contra nuestros verdaderos enemigos y a ganarnos la eterna recompensa de Dios quien nos da su gracia para soportar hasta el final. Amén.