Cristo cargando su cruz a cuestas |
En la Epístola de hoy San Pablo menciona a los “enemigos de la cruz de Cristo”. Estos eran los que rechazaban la principal y fundamental verdad del cristianismo, a saber, que debemos nuestra redención, salvación y eterna felicidad a la muerte de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz y eran, además, los que no querían saber nada de cargar con la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, practicando la renuncia de sí mismos y la mortificación de la carne.
San Pablo exhorta a los Filipenses a estar siempre alerta contra los discursos artificiosos y seductores de estos falsos apóstoles, cuya idea era aniquilar la enseñanza cristiana sometiéndola a la Ley de Moisés.
Por eso, no cesaban de desacreditar a San Pablo, diciendo que no tenía ni carácter ni misión (es decir, que no era sacerdote); que era enemigo de la Ley de Moisés, y que enseñaba una moral errónea.
Del mismo modo han obrado después todos los herejes de la historia, desacreditando a los legítimos pastores y doctores de la Iglesia, y no omitiendo cosa alguna para hacer valer su secta y sus errores.
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“Hermanos sed imitadores míos y mirad a los que andan según el modelo que tenéis en mí” (Filipenses III, 17).
El Apóstol San Pablo quiere decir: ténganme a mí por modelo, que soy imitador de Cristo, y a aquellos cuya conducta corresponde con la mía.
En justicia y en verdad San Pablo podía ponerse como modelo porque estaba muy ansioso por conformarse con la vida de Jesús en todas las cosas. A tal punto vivía San Pablo conformado con Cristo que pudo decir:
“Ya no vivo yo, sino Cristo en mí” (Gálatas II, 20).
San Pablo habla de muchos que tienen una conducta muy diferente a la de él. Piensan y hablan muy distinto. Eran judíos convertidos en apariencia, que sin carácter ni misión (sin ser sacerdotes) se las ingeniaban para dogmatizar, se hacían pasar por apóstoles, y eran verdaderos hipócritas, pues sembraban el error, creando así una mezcla monstruosa de religión, de cristianismo con judaísmo:
“Muchos … se portan como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo paradero será la perdición: cuyo dios es el vientre: y que hacen gala precisamente de lo que les debía servir de confusión, aferrados como están a las cosas terrenas” (Filipenses III, 18-19).
Los falsos cristianos eran (y lo siguen siendo hoy) verdaderos enemigos de la cruz porque no querían, en realidad, reconocer a Jesús como salvador. Manipulando su doctrina introducían ideas extrañas que Jesús jamás había predicado o enseñado. Mutilaban la doctrina de la cruz y pretendían que los cristianos siguieran la observancia de la Ley de Moisés para salvarse, algo que Jesús jamás había dicho.
Por otro lado, desechaban las enseñanzas de Jesús, sobre todo, aquellas referidas al austero código moral de abnegación y mortificación, en contraposición con el libertinaje de la carne que ellos querían imponer. Por este motivo San Pablo los amenazaba con la perdición. Eran los peores enemigos de Jesús, lobos rapaces revestidos de corderos, falsos doctores, seductores execrables, sin otro dios que su vientre.
Los falsos apóstoles de hoy son tal cual eran en tiempos de San Pablo. Son enemigos de la cruz de Cristo porque su dios es el estómago; quieren una vida fácil y cómoda en este mundo; solo piensan en comer y beber, en entretenimientos de la carne. Gentes sensuales, espíritus terrenos y materiales, no suspiran más que por las comodidades de la vida.
Hacen gala precisamente de lo que les debía servir de confusión, es decir, son tan malos que se jactan de violar los mandamientos de Dios y de su Iglesia, su desprecio por la religión, y la perversión de la inocencia.
Siguen aferrados como están a las cosas terrenas, es decir, ponen su corazón en las cosas terrenas, en su propio interés y ventaja, en su deseo desordenado por el dinero y los bienes, y están tan profundamente absortos en los negocios de este mundo que se olvidan de Dios y de la salvación de sus almas.
Todos los falsos maestros en materia de religión no son severos más que para los demás, al mismo tiempo que son indulgentes para sí mismos. Tal ha sido en todos tiempos el carácter de todos los herejes. Ninguno de los herejes que ha habido (y que hay) han comenzado por reformarse a sí mismos.
Los arrianos clamaban contra los abusos en materia de la religión; los nestorianos, contra la pretendida superstición; los pelagianos, contra los pretendidos errores del tiempo; los luteranos y calvinistas, contra la pretendida relajación de la Iglesia; hoy la herejía predominante es el modernismo (liberalismo laicista), autor de la más tremenda defección que la Iglesia Católica haya sufrido, la Gran Apostasía, y que tiene como artífice al Conciliábulo Vaticano II y como resultado la Iglesia Conciliar de Bergoglio. Todos han predicado la moral severa; pero ninguno hay que no haya llevado una vida licenciosa.
¡Cuidado con estos! Son ministros del demonio. Todo su estudio consiste en seducir. Desgraciados, porque
“se han precipitado en el camino de Caín” (San Judas I, 11),
exclama el Apóstol San Judas. Celos, envidias y orgullo; principio de todos los errores en materia de religión, y su efecto natural, el asesinato.
“El sórdido amor del lucro les ha hecho caer en el error de Balaam” (San Judas I, 11),
continúa San Judas. Dios les ha abandonado a los devaneos de su corazón; por tanto, sus costumbres han sido siempre corrompidas, y todos sus esfuerzos han terminado en hacerles perecer en una rebelión contra la Iglesia, como la de Coré.
Son gentes que no piensan más que en tratarse bien a sí mismos, mientras que para otros no predican más que la severidad; o como dice San Pablo, no tienen otro dios que su vientre, esto es, sus pasiones, su amor propio, su sensualidad. Jamás se pierde la fe (apostasía) sin que se pierda el espíritu de Dios. Solo en la Iglesia Católica, hoy presente en unos pocos, es donde se halla la verdadera y solida piedad.
“Mas nosotros vivimos como ciudadanos del Cielo … aguardando al Salvador, Jesucristo, Señor Nuestro, quien reformará nuestro cuerpo vil, para hacerlo conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder con que tiene sujetas a sí todas las cosas” (Filipenses III, 20-21).
En este mundo somos peregrinos. Ésta es la señal del verdadero cristiano, quien eleva sus afectos hacia el Cielo, por sobre todas las cosas de esta tierra. Sabe que su verdadero hogar es el Cielo y solo se sirve de las cosas terrenas según la voluntad de Dios y como medio para alcanzar el Cielo, su etapa final.
Mientras tanto, San Pablo nos dice que aguardamos al Salvador, a Jesucristo. Nuestra esperanza, pues, debe estar puesta en la segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo con sus santos, para dar comienzo a su Reinado en la tierra, el Milenio. En esa ocasión ocurrirá también la primera resurrección de los muertos para la vida, el arrebato hacia Jesús en el aire, y la transformación de nuestros cuerpos. La muerte será definitivamente derrotada.
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Salgamos del círculo vicioso de toda gente que vive según la carne, cuyo fin es la destrucción, enemigos de la cruz de Cristo. Cuidado con los falsos profetas de la secta conciliar, en especial, el judaizante Ratzinger, y Bergoglio. Pongamos todo nuestro empeño en aspirar a los bienes eternos, y procuremos vivir en paz entre todos buscando la reconciliación.
Si así hacemos, podremos asegurarnos que nuestros nombres estarán escritos en el libro de la vida para siempre. Amén.
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