Corrado Giaquinto, "El Espíritu Santo" La alegría es uno de los frutos del Espíritu Santo |
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En la Epístola de hoy San Pablo nos da una magnifica sentencia en la que describe cómo los Tesalonicenses han recibido
“la divina palabra en medio de muchas tribulaciones, con gozo del Espíritu Santo” (1 Tesalonicenses I, 6).
Nada más apropiado para aplicar a nuestros tiempos, los últimos, pues nos encaminamos hacia la Gran Tribulación, gran hecatombe político-social y religiosa, según Santo Tomás de Aquino.
Para aquel que cree, la Gran Tribulación resultará en bienaventuranza, y no en peligro de muerte. (cf. Apocalipsis VII, 14; San Mateo XXIV, 9.21.29).
Por eso, para salir incólume de esa tribulación, no debemos poner las esperanzas en la falsa gloria y las alegrías de este mundo. El verdadero gozo viene del Espíritu Santo a través de las Escrituras:
“¿No es verdad que nuestro corazón estaba ardiendo dentro de nosotros, mientras nos hablaba en el camino, explicándonos las Escrituras? (San Lucas XXIV, 32).
El gran triunfo y gozo de la Iglesia es la Segunda Venida de Nuestro Señor. Esto debe quedar clarísimo en el corazón de cada cristiano, por temor y peligro de sucumbir ante las seducciones del maligno y su principal secuaz, el Anticristo.
En la descripción que San Pablo hace de cómo los Tesalonicenses han recibido la Palabra no existe oposición alguna. La tribulación y la alegría que viene del Espíritu Santo pueden darse perfectamente juntas, pues, aunque la misma persona experimente a ambas, los motivos son distintos.
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El sufrimiento y las persecuciones son las marcas del verdadero cristiano. No es de extrañarse entonces que vivir según la palabra de Cristo produzca estas dos características en nosotros; por el contrario, hay que dudar de quien se atreve a despojar de estas dos peculiaridades a la palabra de Dios.
Un ejemplo de esto son las siniestras instrucciones con que el hereje del momento ha pervertido la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, acomodándolas para que el mundo las acepte y tergiversando los textos bíblicos: para Bergoglio, los divorciados vueltos a casar pueden ahora recibir la comunión (algo totalmente incompatible con el Evangelio); para Bergoglio, la hermandad entre las distintas religiones se puede lograr hoy gracias a un sincretismo de religión (que va en contra de los principios del verdadero ecumenismo). Insiste, en especial, en la hermandad con los musulmanes, según afirmó en Abu Dhabi, y en su última encíclica “Fratelli Tutti”.
“Surgirán numerosos falsos profetas, que arrastrarán a muchos al error” (San Mateo XXIV, 11).
Los falsos profetas prometen una alegría engañosa. En cambio, la predicación cristiana no engaña. San Agustín ya reprendió a aquellos que anunciaban solo venturas a los creyentes. Por el contrario, precisamente, por ser cristianos, los cristianos tienen que sufrir más que el resto de la humanidad.
San Ignacio de Loyola es contundente cuando presenta las tácticas de Cristo y de Satanás. Mientras Cristo Rey nos invita al rigor de la campaña, la bandera de Satanás no hace más que seducir con la comodidad, el placer y el bienestar, nada más anticristiano que esto.
La tribulación y el sufrimiento provienen de tres fuentes fácilmente identificables: la carne, el demonio y el mundo.
Nuestras imperfecciones frustran nuestros anhelos de hacer el bien; nuestro cuerpo, con sus inclinaciones animales no sujetas, le hace la guerra a nuestra alma, que, a su vez, por una parte, lucha por despojarse con gran esfuerzo de sus posibles errores y tentaciones, y, por otra, lucha por dirigir al cuerpo. Una verdadera batalla interna.
El espíritu del mal es la segunda gran fuente de sufrimiento y tribulaciones, el misterio de iniquidad, que sigue estando presente en el mundo. Un ser espiritual, que fue ángel primero, y luego, ángel caído, le hace constantemente la guerra a Dios y a todo lo que sea de Dios y por eso se complace en ponernos acechanzas.
Esto es evidente hoy más que nunca cuando vemos cómo la gente se comporta irracionalmente, especialmente aquellos que gobiernan, que lo hacen sin otro interés más que el de someternos y robarnos la vida. Son espíritus diabólicos, que trabajan para la Sinagoga de Satanás.
La tercera fuente de tribulaciones y sufrimientos es la poderosísima influencia del mundo, con su ambiente persuasivo de continuas tentaciones y placeres. Una multitud de gente que viven arrastrados por las tentaciones de su cuerpo (de la carne) y por las seducciones de Satanás forman una falange que nos envuelve como ambiente muy perverso y sofocante que nos inclina constantemente al mal.
Este ambiente letal proviene del liberalismo laicista; atmósfera en la que nacimos y de la cual estamos muy acostumbrados. Es fuente de tribulaciones y sufrimientos pues busca nada más ni nada menos que librarse de Dios.
En el plan de Dios, en estos últimos tiempos en que estamos, encontramos una mayor injerencia de Satanás. Es que se avecinan los tiempos del Anticristo, y la Segunda Venida de Nuestro Señor para derrotarlo. Será la Gran Tribulación, cuando la abominación de la desolación se instale en el lugar santo (cf. San Mateo XXIV, 15).
Reflexionemos: si apenas podemos sobrellevar las pequeñas tribulaciones y sufrimientos de todos los días, que nos presentan la carne, el demonio y el mundo; ¿Vamos a soportar la Gran Tribulación?
Pues bien, las consecuencias de la resistencia al mal son dolorosas.
Es un desgarro dentro de nosotros mismos tener que luchar en contra de nuestras inclinaciones naturales caídas para que estas no nos induzcan a pecar.
Huir del demonio y romper con el mundo trae como consecuencia la persecución externa. Es una verdadera batalla campal. Una gran parte del discurso de la última Cena está destinado a prevenirnos:
“Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero…” (San Juan XV, 18-21).
San Pablo fue aborrecido. Los de Tesalónica también. Es el signo del cristiano, porque es prueba de que el Señor sigue eligiéndonos y amándonos y luchando en contra de estos enemigos.
No es posible un cristianismo sin cruz y sin esfuerzo. Si deseamos una devoción suave y una vida tranquila, olvidamos que Cristo, nuestro modelo, y los santos, no la tuvieron.
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Pero junto a las tribulaciones y sufrimientos Dios nos da alegría. La alegría del Espíritu Santo, que el mundo aborrece.
Dios conoce nuestra flaqueza y sabe que no podemos resistir solo de alimentos amargos. El mundo no entiende de estas alegrías, porque no las conoce, ni quiere conocerlas.
Dios da también paz. La paz de Cristo, que el mundo no puede dar (cf. San Juan XIV, 27). Es la paz de la buena conciencia y del dulce padecer de los santos.
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En conclusión, el sufrimiento, la tribulación y las persecuciones son las marcas del verdadero cristiano.
Dios nos ha dado el remedio para sobrellevar esta carga, la contemplación de las verdades expuestas en la Sagrada Escritura por el Espíritu Santo.
Así lo describe San Pablo como el efecto producido en los Tesalonicenses, que recibieron la divina palabra en medio de tribulaciones y ésta produjo en ellos el gozo del Espíritu Santo.
Muy pronto Dios someterá a la humanidad a la prueba. Si durante nuestra vida no hemos aprendido cómo sobreponernos a los tres enemigos: la carne, el demonio y el mundo; ¿Vamos a soportar la Gran Tribulación?
Los elegidos, verdaderos católicos, que han sido fiel a Dios en lo poco, y han sabido sufrir por Dios, serán sin lugar a duda, protegidos por Dios; quiera Dios nos encontremos entre ellos; es de temer por el resto; muchos perecerán como en los días de Noé, solo que esta vez no será con agua, sino con fuego. Amén.
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