sábado, 28 de noviembre de 2020

Dom I Adv – Los Rescatados de la Tierra – San Lucas XXI, 25-33 – 2020-11-29 – Padre Edgar Díaz

La oración del Angelus por la tarde
“Erguíos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca” (San Lucas XXI, 28).



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La Iglesia no quiere que nos limitemos a recordar las fiestas, sino que las vivamos. Para vivir bien la Navidad, entonces, debemos prepararnos durante el Adviento para la venida del Señor de un modo parecido a como debieron prepararse los buenos judíos cuando esperaban al Mesías.

De todos modos, hay una diferencia entre la primera y la segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo. Mientras los judíos esperaban al Redentor, nosotros hoy, a 2000 años de distancia, esperamos además al Rey.

Los judíos vivían sostenidos por esta esperanza y debieron preparar sus caminos mediante una vida santa y penitente. Al igual, alentados por el grandioso Reino que se aproxima, nosotros debemos esforzarnos por vivir una vida santa y penitente, en la luz, lejos de las tinieblas, como nos dice San Pablo hoy en la Epístola.

El carácter, pues, de este domingo, y del Adviento, es de esperanza y aliento, con la mirada puesta, por un lado, en el Pesebre, para recordar su primera venida, humilde, y por otro, en el Cielo, para ver expectantes cuando venga Jesús con gloria y poder a reinar sobre la tierra.

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¿Cómo será ese día? La Iglesia dice que será terrible. Será terrible porque para reconstruir, primero hay que destruir.
“Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas y, sobre la tierra, ansiedad de las naciones, a causa de la confusión por el ruido del mar y la agitación (de sus olas). Los hombres desfallecerán de espanto, a causa de la expectación de lo que ha de suceder en el mundo, porque las potencias de los cielos serán conmovidas” (San Lucas XXI, 25-26).
En la época de esplendor, antes del Evangelio de este Domingo, la Iglesia hacía cantar la Secuencia “Dies iræ, dies illa” (Día de ira, aquel día, que hoy solo se dice en la Misa de Difuntos), para preparar a los fieles a oír la narración de la catástrofe final que relata San Lucas.

Hoy ya no se canta esta Secuencia en este primer domingo de Adviento, pero el espíritu de la liturgia de entonces sigue presente. La Iglesia nos hace temblar de miedo, porque quiere despertar en nosotros el saludable temor de Dios, que hoy se ha perdido casi completamente. Se teme más a los hombres que a Dios; más a las situaciones, a las penurias, al hambre, a la pobreza, a quedar mal, al que dirán, que a Dios. Por eso dice San Pablo: 
“Conociendo el tiempo, ya es hora de levantarnos del sueño. Porque ahora está más cerca nuestra salvación, que cuando empezados a creer” (Romanos XIII, 11).
San Pablo mueve siempre a esperar el Retorno del Señor, el gran día próximo a amanecer, y exhorta como Jesús a vigilar, “conociendo el tiempo”, esto es, las señales que están anunciadas:
“Mas cuando estas cosas comiencen a ocurrir, erguíos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca” (San Lucas XXI, 28).
Ante semejantes signos de su venida, cualquiera tendería a esconder la cabeza como el avestruz. Pero la prudencia cristiana no está en desentenderse de los grandes misterios (“No menospreciéis las profecías”, dice San Pablo en 1 Tesalonicenses V, 20), sino en prestar la debida atención a las señales que Jesús bondadosamente nos anticipa, tanto más cuanto que su Segunda Venida puede sorprendernos en un instante, menos previsible que el momento de la muerte.

Jesús llama “vuestra redención” al ansiado día de la resurrección corporal, que tendrá lugar, para aquellos que lo merezcan, en la resurrección primera, cuando venga con gloria y poder. 
“Entonces el Rey dirá a los de su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo’” (San Mateo XXV, 34).
¡Sublime noticia! La venida de Jesús dará comienzo al Reino de Jesucristo en la tierra, y con nuestros cuerpos glorificados. San Pablo indica la presencia de este Reino con la expresión “la redención de nuestros cuerpos” (Romanos VIII, 23).

La Iglesia nos manda creer en los dogmas y aquí se nos presentan dos dogmas fundamentales que lamentablemente han sido bastante descuidados en la predicación.

El primero de estos dogmas es la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, que viene como Rey, con gran poder y majestad. Este dogma incluye el segundo dogma de fe que señalamos que es el del Reino de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra. Así como la Encarnación de Nuestro Señor ocurrió en la tierra, así su Reino debe ser necesariamente aquí en la tierra también. Lo dice San Ireneo, Doctor de la Iglesia,
“diligentemente San Juan (en el Apocalipsis) previó la primera resurrección de los justos y la heredad del Reino de la tierra”.
Relegar el Reino a los cielos es volatilizar la realeza de Nuestro Señor Jesucristo en esta tierra, y concederle la victoria, de algún modo, al Príncipe de este mundo, Satanás, que hasta ahora es el único que ha reinado en la tierra. Por eso, Satanás debe ser destronado, desalojado, y vencido, cosa que no puede ocurrir en el cielo, sino en la tierra. Es lo que pedimos explícitamente en el Padre Nuestro: ¡Venga tu Reino! Y en pedir esto consiste precisamente nuestro apostolado de deseo.

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Para dar esperanza en estas tinieblas, y conocer más sobre este misterio, trataremos de dilucidar, según la luz que nos dan las Escrituras, quienes serán los futuros habitantes del Reino en la tierra. A partir de Apocalipsis XIV, 1-5 se puede saber sobre algunos de las personas que estarán en el Reino en la tierra.

Allí se habla de 144.000 personas que están con el Cordero (que es Jesús) sobre el monte Sión. En las frentes de estas personas se puede leer escrito el nombre de Él y el de su Padre (v. 1).

Estas personas están cantando un cántico nuevo que nadie más puede aprender. A estas personas se las llama: “los rescatados de la tierra” (v. 3). Por “rescatados de la tierra” podemos entender tanto muertos como vivos.

Si son muertos, entonces serán los que participarán de la primera resurrección: “¡Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección!” (Apocalipsis 20:6), que San Pablo describe como la resurrección de “los de Cristo en su Parusía” (1 Corintios XV, 22), y cuando dice que “los muertos en Cristo resucitarán primero” (1 Tesalonicenses IV, 16).

Sin son vivos, entonces serán aquellos que sobrevivan la gran tribulación, y que son llamados “elegidos”: “Y si aquellos días no fueran acortados, nadie se salvaría; mas por razón de los elegidos serán acortados esos días” (San Mateo XXIV, 22), y “enviará sus ángeles con trompeta de sonido grande, y juntarán a los elegidos de Él de los cuatro vientos, de una extremidad del cielo hasta la otra” (San Mateo XXIV, 31) y que en contra del Anticristo habrán tenido por defensa el juicio cierto del que hablamos en el sermón de la semana pasada (Cf. San Mateo XXIV, 24).

Estos “rescatados de la tierra” poseen dos peculiaridades sobresalientes:

La primera de ellas es que “no se contaminaron con mujeres, porque son vírgenes” (v. 4). Y aquí debemos entender qué quiere decir San Juan por “mujeres”.

Es lógico pensar que San Juan no está hablando de mujeres literalmente, pues, si así fuera, parecería estar excluyendo del Reino a las mujeres. Por eso, se nos permite interpretar el término “mujeres” de modo alegórico. Se quiere dar a entender “otras creencias o fe”. Es decir, San Juan está hablando de personas que no se contaminaron con otras religiones.

En concreto, está hablando de quienes no se dejaron seducir por el error y la herejía que contamina la fe: desde las primeras herejías, tales como el Nicolaísmo, el Gnosticismo, el Arrianismo y el Pelagianismo, por nombrar algunas, pasando por las defecciones Ortodoxas y Protestantes, hasta llegar en nuestros días a la Iglesia Conciliar del Vaticano II, y ni por ninguna otra creencia no cristiana, tales como el judaísmo, el mahometismo, el budismo y el yoga, entre otras. Estas personas son, en definitiva, “vírgenes”, porque su fe no se ha contaminado con nada.

La segunda característica que los distingue es la de “seguir al Cordero dondequiera que vaya” (v. 4). Por haber seguido al Cordero dondequiera que va, reinarán con Él.

Los Apóstoles lo dejaron todo y lo siguieron: “‘Hemos dejado todo, y te hemos seguido; ¿qué nos espera?’ ‘En verdad, os digo, vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente sobre su trono glorioso, os sentaréis, vosotros también, sobre doce tronos, y juzgaréis a las doce tribus de Israel’” (San Mateo XIX, 27-28). Los Apóstoles, por lo tanto, reinarán con Él, desde la Jerusalén Celestial, suspendida sobre la terrenal.

¿Se encuentra Jesús en la Iglesia Conciliar del Vaticano II? Pues, no. De ahí lo han echado, así como fue echado del judaísmo, y por eso los Apóstoles tuvieron que abandonar el judaísmo, para seguirle a dondequiera que fuese. De la misma manera hoy, para seguir al Cordero dondequiera que va, el verdadero católico debe salir de la Iglesia Conciliar, pues de ella fue expulsado Jesús.

Por todo esto, “los rescatados de la tierra” son llamados también “rescatados de entre los hombres, como primicias, para Dios y para el Cordero, pues en su boca no se halló mentira, y son inmaculados” (vv. 4-5).

Son primicias, entonces, los Apóstoles, San Pablo, y los Santos.

¿Quién más va a estar en este grupo de primicias?

En su segunda carta a Timoteo San Pablo habla hermosamente de todos aquellos que recibirán la corona de la justicia de manos del Señor en aquel día, todos los que hayan amado su venida (2 Timoteo IV, 8).

Entre estos recibirán la corona los mártires de la Iglesia de Esmirna, quienes fueron los que sufrieron las persecuciones primeras, aquellas de los siglos I, II y III, denominadas a su vez las diez persecuciones generales (Cf. Apocalipsis II, 10-11). También recibirán la corona de justicia los que hayan sufrido la gran persecución del Anticristo, los mártires de la Iglesia de Filadelfia (Apocalipsis III, 7-13).

Los amantes de su venida – los vivientes que quedemos, como dice San Pablo – juntamente con los primeros resucitados serán arrebatados en nubes hacia el aire al encuentro del Señor en el día de la Parusía (1 Tesalonicenses IV, 17).

Y reinarán con Cristo, desde la Jerusalén celestial, que estará ubicada suspendida sobre la terrenal, entre el cielo y la tierra, sin templo, sin noche, con gloria y honra de las naciones, con el saludable árbol de la vida, y el Trono del Cordero y de Dios en medio de ella.

El análisis que hicimos no es exhaustivo, y habría que agregar, además, otros textos de las Sagradas Escrituras en los que se habla de otros grupos de habitantes del futuro Reino, que, por razones de espacio, no incluimos aquí.

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Esperanza y aliento. La ternura del Niño Jesús que está por nacer en el Pesebre nos acobija en estos momentos tremendos de tiniebla que se ciernen sobre el mundo. Hagamos penitencia, y su bondad nos ayudará a sostenernos en la espera expectante de verlo pronto de nuevo. Esperémoslo con santidad, pues en el momento menos pensado, desde el Cielo, lo veremos aparecer entre las nubes como un relámpago para reinar sobre la tierra con gloria y poder. ¡Irgámonos y levantemos la cabeza! Amén.

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