sábado, 5 de diciembre de 2020

Dom II Adv – Las Señales Precursoras – San Mateo XI, 2-10 – 2020-12-06 – Padre Edgar Diaz

San Juan el Bautista en el desierto
Titian
¿Qué salisteis a ver en el desierto? ...
¿Un hombre ataviado con vestidos lujosos?...
¿Qué salisteis a ver?...
(San Mateo XI, 7-9)


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Azcarate trae una hermosa introducción para este Domingo: el Adviento es encontrarse en franca expectativa por la venida del Salvador y Rey del mundo.

Hoy la Iglesia quiere como auparnos para que alcancemos a ver a Jesús tan pequeñito. Pero para esto es necesario la ausencia de pecado y, a la vez, la presencia de un deseo cada vez más ardiente de llegar a Belén, acompañando a José y a María, que viajan escoltados de ángeles, y también, de nosotros, los pecadores.

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San Juan Bautista estaba en la cárcel (v. 2) por ser fiel a la verdad y haberle dicho al Rey Herodes que no le era lícito estar con la mujer de su hermano (cf. San Marcos VI, 17-18). Muy pronto vamos a estar en la cárcel también nosotros por el mismo motivo el de denunciar los concubinatos. 

La embajada que envía a preguntar a Jesús era necesaria para los discípulos, pero no para el Bautista, pues él bien conocía a Jesús. ¿Acaso no es “más que Profeta”? (v. 9). “Porque éste es de quien está escrito: ‘He aquí que yo envío mi Ángel delante de ti, el cual te precederá abriendo paso’” (v. 10). ¡Cómo no lo iba a conocer si era su Precursor! (¡Cuánta tinta se ha gastado tratando de dilucidar esto!).

La respuesta que Jesús da a los discípulos son precisamente las señales que habían sido profetizadas con anterioridad para que el pueblo judío se preparara a reconocer y recibir al Mesías (v. 3):

“Se abrirán los ojos de los ciegos… los oídos de los sordos… el cojo saltará cual ciervo, exultará la lengua del mudo…” (Isaías XXXV, 5s).

“Dios me ha ungido, y me ha enviado para evangelizar a los humildes; para vendar a los de corazón quebrantado, para anunciar la libertad a los cautivos… y consolar a todos los afligidos” (Isaías LXI, 1-2).

Y Jesús hizo todo esto; y más aún. Mas las autoridades, aun reconociendo estas señales, hicieron lo imposible por lograr que el pueblo judío no lo aceptara. Y lo lograron. La gran mayoría de los judíos de entonces y de hoy no cree que Jesús es el Mesías que esperaban.

Y todavía siguen esperando a su idealizado Mesías influenciados por la Sinagoga de Satanás, que mandó a matar a Jesucristo, y que opera a través de sus tentáculos, la Masonería y el Comunismo. (¡Y que sin quererlo colaboran con la obra de la redención!; pues, no habría mandado a matar a Jesús el diablo sabiendo que este hecho sería la causa de la salvación de muchos). 

Los judíos recién se convertirán cuando Elías venga y les diga que se arrepientan pues se han equivocado. Mas Elías vino ya una vez, en espíritu, en la persona de Juan el Bautista. Juan el Bautista “si queréis creerlo, él mismo es Elías, el que debía venir (v. 14). ¡Quien tiene oídos oiga!” (v. 15). “Elías ya vino, pero no lo conocieron, e hicieron con él cuanto quisieron” (San Mateo XVII, 12).

Elías ha sido, pues, la gran señal de la primera venida, que los judíos desestimaron, y lo será también de la segunda venida: “Os enviaré al profeta Elías, antes que venga el día grande y tremendo de Dios” (Malaquías IV, 5). Porque la misión de Elías de indicar al Mesías fue rechazada por violencia la primera vez, tendrá que volver al fin de los tiempos, esta vez en persona, para preparar al pueblo para la Parusía del Señor: “Ciertamente, Elías vendrá y restaurará todo” (San Mateo XVII, 11). Y Elías será esta vez el precursor del triunfo de Nuestro Señor.

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Pero el estado de cosas en el mundo en este momento parece indicar que para un gran número de gentes la historia va a volver a repetirse. La venida de Nuestro Señor con gloria y majestad tomará desprevenido a más de uno, pues no estarán preparados para entender las señales de su segunda venida. 

Así como en antaño se nos fueron dadas señales de su primera venida, así también se nos han dado con bastante antelación las señales precursoras de su segunda venida. Ya hemos estado hablando de algunas de estas señales en oportunidades anteriores.

El Domingo pasado hemos leído en San Lucas XXI sobre las señales cósmicas. Pero hay otras señales que son más transcendentales aún. La que más debería llamar nuestra atención es la gran apostasía, indicada por San Pablo, tanto de la jerarquía de la Iglesia (el Vaticano II) como de casi todo el pueblo católico.

Como resultado, se ha producido en el mundo un notable enfriamiento de la caridad cristiana y una constante y creciente injerencia de la iniquidad. Porque aún siguen dormidos plácidamente en un letal letargo muchos católicos ignoran esta defección. 

Y cuando se despierten se admirarán de ver por los aires a quienes hayan sido elegidos para ir al encuentro de Nuestro Señor, y se lamentarán de no encontrarse entre ellos por no haber amado la verdad en su debido momento.

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Jesús sabía que sería rechazado, tanto en su primera, como en su segunda venida. La verdad “escandaliza”, y Jesús es la Verdad. Quien dice abiertamente la verdad causa división, como le pasó al Bautista en su confrontación con Herodes. Por todo esto claramente dijo Jesús: “Dichoso el que no se escandalizare de Mi” (v. 6).

La dicha, pues, está reservada para quien ame y diga abiertamente la verdad y no se escandalice de Jesucristo. Quien es de Jesucristo es dichoso porque entiende la verdad, las palabras de Jesús, que ningún otro hombre dijo: “¡Nadie jamás habló como este hombre!” (San Juan VII, 46). Y es capaz de tener un juicio recto y acertado: “No juzguéis según las apariencias, sino que vuestro juicio sea justo” (San Juan VII, 24).

Pero la gran mayoría prefiere la mentira. Esto se nota en sus conversaciones. Hablan y dicen mentiras de un modo muy natural, casi involuntariamente. Es como que la mentira fluye desde una segunda naturaleza. Sus mentes están embotadas de embriagueces – no de alcohol, sino de mentiras. Impedidas de reconocer y entender la verdad.

La mayoría es incapaz de tener un juicio crítico que les permita discernir lo falso de lo verdadero. Entienden, precisamente, todo al revés: “No por obra buena te apedreamos, sino porque blasfemas, y siendo hombre, te haces a Ti mismo Dios” (San Juan X, 33).

Los judíos, después de haber visto tantas pruebas de su divinidad, se escandalizaron al ver la debilidad de su humanidad y por eso no reconocieron a Dios en Él. Dudaron porque se dejaron llevar por las apariencias: su humilde origen y profesión; su doctrina, tan contraria a la de los hombres, les indujeron a pensar que Éste no era el Mesías.

Y los que dudan de los escritos de Moisés y de los Profetas: “Si creyeseis a Moisés, me creerías también a Mi, pues de Mi escribió él” (San Juan V, 46), no creerían, aunque un muerto resucitare y le hablase (cf. San Lucas XVI, 31). Les pasó, de hecho, a los Apóstoles: “estos relatos aparecieron ante los ojos de ellos como un delirio, y no les dieron crédito” (San Lucas 24,11).

Espíritus de gruesas tinieblas, de mentira y engaño. Espíritus irresolutos y fluctuantes. Espíritus sometidos al placer y al respeto humano. Espíritus arrodillados ante las riquezas y el mundo. Cobardes y orgullosos. Sin paz, ni alegría, ni verdadera vida…

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¿Qué salisteis a ver…? ¿Una caña sacudida por el viento? … ¿Un hombre vestido delicadamente? ¿Qué salisteis a ver, pues? (Cf. San Mateo XI, 7-9).

El Bautista no llevaba precisamente una vida blanda. Su vida solitaria en el desierto de penitencia, austeridad y oración marcaron precisamente el modelo de una verdadera vida cristiana.

Por el contrario, una vida floja, afeminada, perezosa, sensual, voluptuosa, lo que se llama comúnmente una vida placentera, es lo que el mundo propone como ideal de vida.

¿Puede semejante vida llamarse una vida cristiana? No, de ninguna manera. Una vida que depende de la gratificación de los sentidos y las pasiones, que solo se rige por el humor del momento, y por su amor propio, que se dedica solo al ocio, ¿cuál será su término y su suerte?

El relajado y el perezoso, quien no se dedica a Dios, vive enflaquecido por una infinidad de infidelidades y recaídas. Solo tiene una fe lánguida y casi extinguida, y no hay nada que lo mueva más que el placer.

El yugo de Jesús le parece amargo, y su ley una carga insoportable; solo le gusta el mundo; no soporta que le hablen del cielo. Disipado en falsas alegrías, diversiones y fiestas mundanas: solo el placer. Por dentro, inacción y somnolencia, incapaz de reconocer a Jesús.

Nada de ayunos; nada de mortificaciones y abstinencias; nada de regularidad y disciplina. Acepta con gusto, por el contrario, lo que no le incomoda; lo que le conviene, lo superficial, la vana curiosidad, la indiscreción, las frivolidades y la pérdida de tiempo.

Y a la ceguera del entendimiento sigue la insensibilidad del corazón, que termina en una extrema dificultad para la conversión. No se convertirán porque el artificio del amor propio es tan ingenioso que muchas veces estas personas se lisonjean de que lo dan todo por Dios, cuando en realidad, nada se niegan a sí mismos. 

De aquí nace esa continua atención por quitarse del medio todo lo que puede incomodarles o desagradarles, y esa delicadeza extrema por procurarse lo que imaginan que se les debe; aquella reserva estudiada para moderar el trabajo, midiéndolo siempre por su amor propio; de aquí nace, en definitiva, su vida del todo sensual, holgazana e inmortificada.

Jamás la vida blanda fue una vida cristiana. ¡Qué muerte tan triste, qué fin tan duro le espera a una vida blanda!

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Pues, de nuevo: ¿Qué fuisteis a ver en el desierto? ¿Una caña movida por el viento? ¿Un hombre vestido de molicie? No. El Bautista señaló con su ejemplo la vida que el cristiano debe llevar.

Y en el futuro Reino de Jesucristo en la tierra cualquiera será más grande que San Juan el Bautista, pues la fidelidad al Evangelio lleva necesariamente a la santidad. El Reino en la tierra será de un orden tan superior que cualquiera de los elegidos en el Reino en la tierra será más grande que San Juan el Bautista, porque Jesús lo constituirá sobre todos sus bienes: “¡Feliz el servidor aquel, a quien su Señor al venir hallase obrando así! En verdad, os digo, lo pondrá sobre toda su hacienda” (San Mateo XXIV, 46-47).

Amén.

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