lunes, 7 de diciembre de 2020

La Inmaculada Concepción – 2020-12-08 – Padre Edgar Díaz

La Inmaculada Concepción


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Nuestra Madre del Cielo se merece toda nuestra honra y respeto. Ella fue la elegida por Dios para ser la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, Nuestro Redentor y Rey.

San Bernardino de Siena escribió hermosamente sobre la Madre de Nuestro Señor, aplicándole alegóricamente las palabras del Cantar de los Cantares: ¿Quién es ésta que avanza como la aurora, hermosa como la luna, pura como el sol, temible como batallones de guerra? (Cantar de los Cantares VI, 9).

Habla de la belleza de María. Y no podía haber sido de otro modo más hermosa, la Madre de Jesús.

Su hermosura le viene de su santidad. Y su santidad le viene de haber sido preservada de la mancha original de pecado. Por eso la llamamos “La Inmaculada Concepción”, cuya fiesta celebramos hoy.

Dios puede comunicar la santidad a los hombres de la manera que más le plazca a Él. Normalmente lo hace a través del bautismo.

Pero éste no fue el caso de la Santísima Virgen, para quien se reservó, siendo como era Ella, la futura Madre de Nuestro Señor Jesucristo, la intervención directa del Espíritu Santo, grado superior de comunicación de la santidad a una creatura que la comunicación que conceden los sacramentos. Además, la Santísima Virgen fue confirmada en gracia.

Por un lado, la Santísima Virgen fue privilegiada con esta intervención directa del Espíritu Santo porque Dios la conocía desde siempre. Los Santos y Doctores de la Iglesia le aplican a Ella las mismas palabras que se le aplican a los profetas: “Antes de formarte en el seno materno te conocí; y antes que salieras del seno te santifiqué” (Jeremías I, 5).

Por otro lado, fue privilegiada por estar llena del Espíritu Santo, como le aconteció a San Juan el Bautista en el seno de su madre Santa Isabel, y a los Apóstoles, en el día de Pentecostés, cuando quedaron confirmados en gracia y defendidos contra toda culpa grave – no así contra las veniales e imperfecciones.

Mas por encima de la gracia de haber sido preservada de la mancha original, existe otra más perfecta aún, y que consiste en haber sido preservada de conocer siquiera sombra alguna de pecado.

Convenía que así fuera en atención a la dignidad necesaria para la que fue destinada, a saber, ser la Madre de Jesucristo, Nuestro Redentor y Rey, y poder así compartir con el Padre Eterno el derecho de llamar Hijo a Cristo, y Éste, Madre, a aquella en la que el Espíritu Santo habría de obrar el misterio de la Encarnación.

Por todo esto, María siempre penetró el misterio de las cosas en Dios mismo, ya que Él siempre la iluminó. Supo por eso siempre distinguir lo que era digno de amor y odio. Solo de Ella se puede decir que amó a Dios con todo el corazón, con toda el alma, y con todo el espíritu.

Esta caridad la hizo desear y pedir la redención y la encarnación del Verbo. Sin embargo, nunca supuso que pudiera ser Ella la Madre, porque a ninguna otra creatura se le dio, como a Ella, conocer la nada de todo cuanto no sea Dios.

La hermosura de María, la llena de gracia, la inmaculada concepción. ¡Bienaventurada Virgen María, que mereciste llevar en tu seno al Redentor y al Rey de nuestro mundo! Amén.

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