San Juan el Bautista en el Desierto - Murillo “Yo no soy el Cristo” San Juan I, 20 |
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“Alegraos en el Señor siempre; otra vez lo diré: Alegraos… El Señor está cerca” (Filipenses IV, 4-5), nos dice San Pablo hoy. Alegría en medio de la penitencia para prepararse para la venida de Nuestro Señor. Tiene que primar la alegría; pero al mismo tiempo, no olvidar la penitencia.
La alegría es un tesoro: “La alegría del corazón es la vida del hombre, y un tesoro inexhausto de santidad; el regocijo alarga la vida del hombre” (Siracida XXX, 23).
El motivo de nuestra alegría es la segunda venida de Nuestro Señor que se acerca: “Porque todavía un brevísimo tiempo, y el que ha de venir vendrá y no tardará” (Hebreos X, 37); “Tened paciencia: confirmad vuestros corazones, porque la Parusía del Señor está cerca” (Santiago V, 8); “Vengo pronto. Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro… el tiempo está cerca” (Apocalipsis XXII, 7 y10).
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Después de haber tenido la visión de la Nueva Jerusalén (la cual será circundada por Dios mismo como muralla de fuego y Dios mismo será glorificado en medio de ella; cf. Zacarías II) el profeta Zacarías tuvo una visión sobre el Sumo Sacerdote Josué, que, junto con Zorobabel, regresó del destierro de Babilonia en el año 536 a.C. (cf. Zacarías III, 1).
Un gran misterio profético parece encerrarse en las figuras de Josué y Zorobabel. Entre ambos delinean dos aspectos del Mesías, a saber, su Sacerdocio y su Realeza (cf. Zacarías IV, 14). Dios mandó a Zacarías fabricar una corona de oro y plata para colocarla sobre la cabeza del Sumo Sacerdote Josué, hijo de Josedec (cf. Zacarías VI, 9-11). Ahora bien, llama mucho la atención que la corona sea colocada sobre la cabeza del Sumo Sacerdote y no de la autoridad civil – Zorobabel.
Esto indica la presencia de un admirable misterio profético, en que el Sumo Sacerdote Josué es figura de Jesucristo, el Hombre que en las profecías viene señalado como el “Retoño” (en la Vulgata: Oriente; y en hebreo Zémach), es decir, el Mesías Sacerdote y Rey, nuestro adorable Salvador Jesús.
San Pedro dice que los profetas escrutaron y preanunciaron para nosotros (y no para sí mismos) “los padecimientos y posteriores glorias de Cristo” (cf. 1 Pedro I, 10ss). Uno de esos anuncios es la venida del “Retoño”, que ya ocurrió una vez, cuando Jesucristo nació pobre en Belén e instituyó “para siempre”, como nos dice el Salmo CIX – CX, 4 y Hebreos V, 10, un nuevo sacerdocio según el orden de Melquisedec. Jesucristo vendrá una vez más, en la Parusía, como Rey. La misteriosa coronación del Sumo Sacerdote Josué que vio Zacarías es una prefiguración del Mesías como Sacerdote y Rey (cf. Zacarías III, 8).
El Rey que vendrá es del tronco de Jesé, es decir, de la casa de David, según Isaías XI, 1. Y cuando venga, “En aquel día el Retoño de Dios será la magnificencia y gloria, el fruto de la tierra, la grandeza y el orgullo de aquellos de Israel que se salvaren” (Isaías IV, 2), es decir, los llamados y destinados al reino en la tierra.
Como vemos, las profecías no se detienen en la primera venida de Cristo, sino que abarcan también la de los últimos tiempos: “He aquí que vienen días, dice Dios, en que suscitaré a David un Retoño justo que reinará como rey, y será sabio, y ejecutará el derecho y la justicia en la tierra” (Jeremías XXIII, 5; cf. XXXIII, 15). De hecho, Cristo no ejecutó el derecho y la justicia en la tierra en su primera venida, sino que se sometió a jueces viles e injustos, y padeció la muerte de los peores criminales. Estamos entonces todavía a la espera del cumplimiento de las profecías con respecto a la segunda venida de Nuestro Señor.
En el Concilio de Jerusalén, donde los Apóstoles se reunieron para precisar la doctrina, entre otros, San Pablo, San Pedro, Bernabé y Santiago, Santiago dirigió su discurso sobre los gentiles refiriéndose a cómo “Dios ha visitado a los gentiles para escoger de entre ellos un pueblo consagrado a su nombre” (Hechos XV, 14), e hizo notar que “con esto concuerdan las palabras de los profetas” (v. 15).
Los profetas dijeron, además, y poniéndolo en boca de Jesucristo, que “después de esto (es decir, después de haberse escogido un pueblo de entre los gentiles consagrado a Dios) volveré, y reedificaré la casa de David que está caída; reedificaré sus ruinas y la levantaré de nuevo, para que busque al Señor el resto de los hombres, y todas las naciones sobre las cuales ha sido invocado mi nombre, dice el Señor que hace estas cosas, conocidas (por Él) desde la eternidad” (Hechos XV, 16-18).
Jesús, pues, volverá para establecer su Reino. “He aquí (que) el hombre… germinará en su lugar y edificará el Templo de Dios… y se sentará para reinar sobre su trono. Él será sacerdote sobre su solio” (Zacarías VI, 12-13). “En su lugar”, es decir, como el retoño en su tronco; y “será sacerdote sobre su solio”, es decir, será Sacerdote al mismo tiempo que Rey.
El trono le pertenecerá por derecho propio siendo el heredero legal de David: “Tu casa y tu reino serán estables ante Mí eternamente, y tu trono será firme para siempre” (2 Samuel VII, 16); “¿Acaso quebrantaré mi palabra a David? Su descendencia durará eternamente, y su trono como el sol delante de Mí, y como la luna, firme para siempre” (Salmo LXXXIX, 36-38); “Él será grande y será llamado el Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reinado no tendrá fin” (San Lucas I, 32-33).
El Padre Ramos García resume así la idea:
Con la institución perenne de la soberanía temporal… el Señor cumplirá fielmente a David la promesa jurada que le tiene hecha, de que no le faltará sucesor de su familia en el trono; y por eso precisamente el Retoño, en quien esa sucesión se reanudará felizmente, entre otros nombres simbólicos, divinamente expresivos, lleva también el de David… (Y cuando venga ocurrirá) la restauración final de Israel bajo el Rey de la casa de David, el cual llegará a dominar todo el mundo, según el Salmo LXXIII, “de mar a mar… hasta los confines de la tierra” (v. 8); “y le adorarán los reyes todos de la tierra; todas las naciones le servirán” (v. 11). “Sin cesar le bendecirán… Habrá abundancia de trigo… y florecerán los habitantes de las ciudades… Su nombre será para siempre bendito, mientras dure el sol permanecerá el nombre suyo; y serán benditas en Él todas las tribus de la tierra; todas las naciones lo proclamarán bienaventurado. Bendito sea Dios, Dios de Israel, único que hace maravillas; y bendito sea por siempre su glorioso Nombre; llénese de su gloria toda la tierra” (vv. 15-18).
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Éste es el Rey que esperamos, y su venida está cerca, y ésta es la razón de nuestra alegría, como dice San Pablo. Por consiguiente, no debemos desfallecer en estos momentos de tribulación, pues las promesas del Reino en la tierra son muy grandes como para despreciarlas.
La vida del que espera al Señor en “la dichosa esperanza” (Tito II, 13) excluye, como enseña Jesús, todo apego como el de la mujer de Lot (Cf. San Lucas XVIII, 32). La mujer de Lot se volvió para ver lo que dejaba atrás, y se convirtió en una estatua de sal. Nuestros apegos son precisamente la fuente de todos nuestros males; por eso es preciso purificarse de ellos. San Pablo nos exhorta: “No os inquietéis” (Filipenses IV, 6).
La inquietud, dice San Francisco de Sales, proviene de un inmoderado deseo de librarse del mal que se padece o de alcanzar el bien que se espera, y con todo, la inquietud o el desasosiego es lo que más empeora el mal y aleja el bien… Por lo tanto, para librarse de algún mal o alcanzar algún bien, ante todas las cosas hay que tranquilizar el espíritu y sosegar el entendimiento y la voluntad.
No añorar el mundo tal como era, pues nada bueno era, y ya no hay retorno, y la añoranza produce inquietud; más bien, desear que Jesús venga pronto. Dejar en manos de Dios nuestro doloroso pasado, que son nuestras riquezas y posesiones, como así también, nuestro incierto futuro, que nunca atinaremos a lograr que sea según nuestro parecer. No nos inquietemos por nada, pues estamos en manos de Dios, y nuestro amado Redentor y Rey está cerca.
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Mas durante el Adviento la figura predominante sigue siendo el Bautista. El bautismo de Juan fue simplemente un signo por medio del cual se exteriorizaba la contrición y humildad de la persona (cf. Hechos XIX, 2-5), condiciones necesarias para reconocer, bajo las apariencias humildes, al Mesías anunciado como Sacerdote y Rey (cf. Zacarías VI, 12).
El Bautista fue la máxima figura del momento. No era Elías, aunque Jesucristo nos dijo que sí lo era, pues Elías había venido en espíritu, un espíritu precisamente de combate religioso. Jesús ya estaba entre ellos. No obstante, el pueblo judío no aceptó al Mesías que el Bautista les había señalado, y, por eso, vino la desgracia, a raíz de su soberbia religiosa y su fariseísmo, sífilis de la religión, según Castellani. Nos puede llegar a ocurrir a nosotros de la misma manera, en su segunda venida.
Los sacerdotes y levitas (cf. San Juan I, 19), que usufructuaban la religión, fueron a preguntarle al Bautista quién era. A estos no les convenía que apareciese Jesús, porque entonces ellos quedarían mal parados ante la sociedad. De ahí su oposición apasionada contra Jesús (según lo confiesa Caifás en San Juan XI, 47-53) y su odio contra los que creían en su venida (cf. San Juan IX, 22), a riesgo de ser expulsados de la Sinagoga.
Observa San Juan Crisóstomo que la pregunta que le hacen: “¿Quién eres tú?” era capciosa y tenía por objeto inducir a Juan a declararse el Mesías, pues ya se proponían cerrarle el paso a Jesús. Según sus mentes, el Mesías no podía ser de origen humilde, como lo era Jesús, aparentemente. En cambio, Juan, sí podía ser el Mesías. Era hijo de sacerdote, de un miembro de la Sinagoga. Éste debía ser el Mesías.
Ya se proponían ponerle trabas a Jesús. Y lo han seguido haciendo desde entonces. Durante los 2000 años de historia de la Iglesia Católica, ésta ha venido sufriendo una feroz oposición de parte de la judía Sinagoga de Satanás. “No soy el Cristo”. El Bautista contestó bien; se anticipó a desvirtuar tal creencia. Sin embargo, lo que no lograron en ese entonces con Juan, lo lograron a través de los siglos gracias al perverso misterio de iniquidad cuyo objetivo es atacar a la Iglesia Católica a fin de desvirtuar la verdadera fe y al verdadero Mesías.
La Sinagoga de Satanás, sirviéndose de las falsas religiones como sus tentáculos, incluyendo lo que hoy es la Iglesia Conciliar surgida a partir del Vaticano II, continúa tratando de hacernos caer en la trampa, y de hacernos creer que Jesús no es el Mesías, y busca imponer otro mesías, modelado según sus perversos planes. A éste mesías quieren que le creamos. Efectivamente, han logrado así infiltrar en la Iglesia Católica una total y universal apostasía de la jerarquía (y por consiguiente, del pueblo también).
Una apostasía es un cambio de doctrina, es decir, un cambio de mentalidad y de moral. La Sinagoga de Satanás, que comenzó allá con Caifás, y sus sacerdotes y levitas, ha logrado una nueva versión de la Iglesia Católica, y también de Dios, y del mundo. Estos planes se están llevando a cabo en estos momentos, y no van a desembocar en otra realidad distinta que la venida del mesías según sus antojos, es decir, el Anticristo.
Pero las fuerzas del mal no prevalecerán sobre la Iglesia, y al Anticristo, que usurpará el Templo de Dios (y a Dios mismo), le derrotará Jesucristo en su segunda venida. Por eso, nuestro apostolado consiste en pedir insistentemente que “Venga tu Reino”, como decimos en el Padre Nuestro.
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Mientras tanto, hay que tratar de guardar la fe pura y virginal, a pesar de nuestras falencia, deficiencias y miserias, hasta que Dios diga, dejando así toda la libertad a la gracia, para que obre en nosotros según seamos dóciles a ella, sin egoísmos, y sin posesiones adversas a Dios.
La única posesión verdadera del alma es la divinidad en la bienaventuranza eterna, el Cielo. El Cielo es poseer a Dios. Y es, en definitiva, la posesión de uno mismo.
Acerquémonos al Niño con deshacimiento y desposesión de sí mismo: solo así seguirá viva la esperanza que mantiene al pequeño rebaño fiel, que sigue al Cordero donde quiera que vaya, la verdadera Iglesia Católica, unos pocos en las catacumbas de sus hogares, ya que todo lo demás está desnaturalizado. Amén.
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