sábado, 23 de enero de 2021

Dom III post Epiph – La Fe, la Protección de Dios, y sus Recompensas – San Mateo VIII, 1-13 – 2021-01-24 – Padre Edgar Díaz

Jesús curando al leproso

Domingo del Leproso; Domingo del Centurión; Domingo después de la Cátedra de San Pedro en Roma. En este domingo el gran tema es la fe y sus efectos, tales como la protección de Dios y sus recompensas.

La misa comienza con estas hermosas palabras del versículo 8 del salmo XCVI: “Ángeles del Señor, adorad al Salvador y Juez soberano de los hombres y vuestro. Sion ha salido fuera de sí de alegría al oír ensalzar la gloria de su Rey. Las hijas de Judá han dado saltos de regocijo, Señor, al saber que debéis juzgar al universo”.

Restablecido David en su trono, se sirve del castigo de sus enemigos para describir en este salmo la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, la Parusía, y el Juicio Universal. 

Este salmo, por un lado, invita a los ángeles a que adoren a Nuestro Señor, pues los hombres no lo adoran, y manifiesta la alegría que proviene de saber cuál es el poder de Cristo Rey. Por otro lado, exhorta a los hombres a que huyan del mal a fin de merecer con su inocencia la protección y las recompensas de nuestro Señor Jesucristo.

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El primer objetivo de la predicación de Nuestro Señor era el de suscitar la fe. Precisamente, sus dos primeros milagros de curación tienen como característica principal el ser un premio a la fe porque surgen de la implorante certeza que aquellos que lo invocaron mostraron con su fe.

El milagro del leproso es rápido; instantáneo: Jesús es conquistado por la fe de esta pobre creatura: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Una petición delicada, proveniente de un espíritu sano. No alza la voz, sino que habla suplicante, con pudor. 

El leproso ya cree, y de lo íntimo de su firmísima fe surge la súplica. Penosa, pero a la vez, llena de esperanza, confiado en la misericordia de Dios. No son muchas las oraciones y súplicas a Dios y a Jesús que tengan la profundidad teológica de la invocación de este leproso, por lo que debe servirnos como modelo.

Por su parte, el centurión es alabado porque no se ha visto semejante fe en todo Israel. Es la fe, no de un israelita, sino de un pagano, un romano, un extranjero. Inaugura Jesús la conversión de los gentiles, enseñándonos con esto a no despreciar ni dar por perdido a nadie, por alejado que esté de Dios.

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La fe es un don sobrenatural. Nos remitiremos a la doctrina clara de Santo Tomás de Aquino, quien nos da la definición de la fe, basada a su vez, en las explicaciones de San Pablo.

El don de la fe proviene de Dios, para que nosotros podamos relacionarnos con Él. Es, pues, fundamento de la religión, por la que nos unimos a Dios.

Hay también una fe humana, mal llamada fe, pues mejor sería llamarla confianza. Un ejemplo de esto lo tenemos cuando decimos “tal persona me inspira confianza”. Esta fe humana no lleva necesariamente a Dios. La fe de los Protestantes es más bien una confianza que fe verdadera.

San Agustín nos enseña que la fe es una virtud sobrenatural para creer lo que no se ve. Por su parte, San Juan Damasceno dice que la fe consiste en un consentimiento que no se obtiene a través de una investigación natural.

San Dionisio llama a la fe un fundamento permanente que nos coloca en la verdad, y, a la vez, coloca en nosotros la misma verdad. San Pablo sintetiza todas estas definiciones en la Carta a los Hebreos: “La fe es la sustancia de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Hebreos XI, 1).

En base a todo esto Santo Tomás de Aquino explica que la fe es la adhesión de la inteligencia a las cosas que no se ven (y que son la verdad de Dios). Este acto de la inteligencia es mandado por la voluntad, porque somos libres (es decir, no ponemos obstáculos): yo quiero creer en las cosas que no se ven que son la verdad de Dios. 

Por su parte, la voluntad es movida por Dios mediante el influjo de la gracia. La voluntad pues dirige a la inteligencia a creer en las cosas que no se ven, y esto porque Dios lo dice. Dios es el medio por el cual creemos. Es autoridad, y por eso estamos convencidos de dar asentimiento a las cosas que no se ven, que son de Dios. Como el origen del acto de fe es la gracia de Dios, es la fe un acto saludable, no podría ser de otra manera. La fe es por eso principio y raíz de la justificación o salvación.

Positivamente queremos nuestra salvación, nuestra felicidad eterna. Es el bien que la voluntad quiere obtener y la meta a donde debemos llegar. La voluntad tiene por objeto el bien, mientras que la inteligencia la verdad; y manda a la inteligencia a que busque y se adhiera a la verdad, ya que bien y verdad son una misma realidad, aunque vista bajo distintos aspectos.

La verdad se va revelando al hombre poco a poco. En ese sentido, mientras todavía no la haya comprendido, se convierte en una “cosa esperada”. Es por eso por lo que la esperanza nos lleva a tener fe para creer en la verdad. Así se relacionan esperanza y fe. Alcanzada la verdad, la esperanza deja de tener sentido, pues nadie espera lo que ya posee.

La inteligencia cree en Dios porque es la verdad; la voluntad ama a Dios porque es el bien. El amor a Dios, entonces, o Caridad, perfecciona la fe, puesto que la mueve a buscar a Dios. Creer por amor a Dios. Esta es la fe perfecta. La perfecta razón por la cual debemos creer.

El amor a Dios nos lleva infaliblemente a creer en todo lo que sea verdadero, y que todavía no podemos ver, y nos ordena infaliblemente a Dios. 

Esto implica una protección infalible de parte de Dios. Esto es fundamental: el amor a Dios nos asegura la verdad, nos protege de lo falso, nos ancla en el bien que es Dios.

De ahí que en el Antiguo Testamento Jesús el hijo de Sirac llamó a Dios su “Salvador”, “Mi Auxiliador y mi Protector” (Sirac LI, 1-2), y el Rey David le dijo: “Te amo, Dios, Fortaleza mía, mi Peña, mi Baluarte, mi Libertador, Dios mío, mi Roca, mi Refugio… Asilo mío” (Salmo XVII, 2-3).

Si la fe no fuera movida por el amor a Dios, quedaría imperfecta, fallida. No sería una fuerza infalible. Es por eso por lo que la fe y el amor a Dios deben ir sí o sí juntos.

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Objetivamente, la fe es el contenido de las verdades que debemos creer que están depositadas en la Iglesia Católica. Este contenido fue y sigue siendo atacado para destruirlo totalmente. Se obtuvo como resultado una fe nueva, por así decir, en el sentido de que ya no es la fe de la Iglesia Católica recibida directamente de Jesucristo y los Apóstoles, y mantenida a lo largo de los siglos por el Magisterio de la Iglesia, sino una fe distinta. 

La mayor parte de los que hoy se dicen católicos no lo es. Unos por su culpa; otros sin su culpa. Los que están libres de culpa son víctimas de este ataque a la verdadera fe, y lamentablemente son conducidos a creer en una fe distinta que de todos modos siguen llamando fe católica. Es por esto por lo que si alguien llega a enterarse de esta verdad está obligado en conciencia a dejar esa fe falsa y a abrazar la fe verdadera.

Subjetivamente, cada cristiano individualiza la fe, la hace suya. Entonces, objetivamente la fe es una, lo que se propone para creer; subjetivamente, cada cristiano, la hace suya, y solo es diferente numéricamente en cada uno de ellos.

Todos los católicos que creemos firmemente en la Fe Católica creemos en lo mismo, aunque cada uno lo haga a partir de su propia individualidad. De esto somos responsables, pues es nuestra fe. Debemos esforzarnos por hacerla crecer, adquirir mayor conocimiento, mayor adhesión a las cosas que debemos creer, y mayor firmeza. Debemos, sobretodo, pedir a Dios la gracia de perseverar en la fe. 

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Esperamos recibir la vida eterna. Hay realidades que esencialmente nos ordenan a la vida eterna, como son la trinidad de las personas divinas, la omnipotencia de Dios, el misterio de la encarnación de Cristo, y otras; según estas cosas se distinguen los artículos de la fe, que recitamos en el Credo, y es lo que llamamos la fe, objetivamente.

Es necesario creer explícitamente que Dios existe y que es remunerador, según nos lo dice San Pablo: “Es preciso que quien se acerque a Dios crea que existe y que es remunerador de los que le buscan” (Hebreos I, 6).

La fe es el fundamento del edificio espiritual, así como también lo es la humildad, pero de un modo más noble que la humildad. Mientras que la humildad trabaja removiendo los obstáculos que nos impiden llegar a Dios, tales como la soberbia, la fe trabaja de un modo más positivo, adhiriendo a las verdades que hay que creer.

Es necesario también creer en la Encarnación. El misterio de la Encarnación y de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo es el camino para salvarse: “Ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos salvarnos” (Hechos de los Apóstoles IV, 12).

No puede creerse de una manera explícita el misterio de la Encarnación de Cristo sin creer en el misterio de la Trinidad, porque en el misterio de la Encarnación está incluida la afirmación de que el Hijo de Dios tomó carne, que renovó el mundo por la gracia del Espíritu Santo y, además, que fue concebido del Espíritu Santo.

Todos los que renacen en Cristo lo hacen gracias a la invocación de la Trinidad, según estas palabras: “Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (San Mateo XXVIII, 19).

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A través de estas líneas podemos tener una cierta idea de todo lo profundo que hay en la fe. Es un tesoro precioso que hay que guardar muy bien; hoy hay muy poca fe verdadera en el mundo.

El efecto de la fe es la pureza de nuestro corazón. ¡Que nuestro corazón no se vuelva impuro! 

La impureza resulta de una mezcla con cosas más viles. La plata, por ejemplo, no se vuelve impura por mezclarse con el oro. Al contrario, se vuelve mejor. Su impureza resulta de la mezcla con el estaño o con el plomo.

El hombre es la creatura más noble que existe. Si ama lo que está por debajo de él se vuelve impuro, como la plata. Solo podría purificarse gracias a un movimiento contrario, esto es, dirigiéndose a lo que es más noble y por encima de él, Dios. La fe nos purifica. Nos libra del error. Es una purificación perfecta la que se hace por amor a Dios.

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A algunos Dios ha revelado sus verdades inmediatamente, es decir, directamente, como fue el caso de los Profetas y los Apóstoles.

Pero a otros Dios les propone estas verdades mediante los predicadores que se les envía, es decir, los sacerdotes, según aquello de San Pablo: “¿Y cómo predicarán, si no son enviados?” (Romanos X, 15).

El asentimiento a las cosas que Dios le propone al hombre puede ser causado por algo exterior, tal como un milagro, como el del leproso, o el del criado del Centurión. Sin embargo, esto no basta para creer, pues algunos de los que ven el mismo milagro y oyen una misma predicación, unos creen y otros no.

Por lo tanto, es necesaria otra causa interior que mueva al hombre interiormente a creer. Como las cosas que debe el hombre creer le superan, son superiores a su naturaleza, es necesario que Dios lo eleve. Dios hace esto por medio de la gracia. Quien no tenga esta gracia, que la pida a Dios.

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En conclusión, podemos perder la gracia y la esperanza, y a ambas podemos recuperarlas. Pero recuperar la fe perdida es muy difícil. Esto está en juego hoy, pues todo apunta malintencionadamente a que perdamos la conexión con Dios. Estamos viviendo tiempos muy peligrosos. 

En medio de todo esto hay una obediencia mal entendida. No se debe obedecer a alguien que va en contra de la fe. El principio superior que respalda esta actitud es la obligación de mantener pura la fe. No se puede ser católico y seguir en comunión con la nefaria jerarquía vaticana, es algo contradictorio. Por eso la fe es nuestro único tesoro hoy, más que nunca.

Mantengámonos firmes en la fe. Pidámosle a la Santísima Virgen María que nos ayude a perseverar y conservar la verdadera fe en nuestros corazones. Amén.

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