sábado, 27 de febrero de 2021

Dom II in Quadragesima – La Luz de la Verdadera Fe – San Mateo XVII, 1-9 – 2021-02-28 – Padre Edgar Díaz

La Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo
Teófanes el Griego


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El cristiano está llamado a sostener una feroz lucha en defensa de su fe. El resultado de esta lucha viene descrito por Jesucristo mismo con la pregunta: “Cuando vuelva, ¿encontraré fe en la tierra?” (San Lucas XVIII, 18), con lo que nos dice que la fe será escasa pues pocos lograrán mantenerla.

Es por eso por lo que el Evangelio de la Transfiguración viene a traer en defensa de esa fe una valiosísima ayuda. Quien dude durante los momentos aciagos, recuerde esta poderosísima imagen de Jesús glorificado, consuelo y aliciente para seguir adelante.

Por una parte, durante los pocos instantes en que se desarrolla la Transfiguración, la imagen de Jesús glorificado nos devela el grandísimo misterio de la unión hipostática de Nuestro Señor Jesucristo, a saber, la unión de la naturaleza humana con la naturaleza divina en la Persona del Verbo, en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de Dios. 

Por otra parte, el misterio de la Anonadación, por la cual los efluvios de la divinidad de Jesús se esconden bajo el velo de la Encarnación, no podía eclipsar totalmente la infinita belleza y el poder de la divinidad, y, al menos por unos momentos, ésta se manifestó y se mostró con signos inconfundibles para animar y fundamentar sólidamente la fe de los Apóstoles y de las posteriores generaciones de cristianos.

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Jesús bien sabía que para mantener la fe no se podía contar con solo el entusiasmo del momento, tan efímero como el viento. Era necesario también mostrarles algo realmente sorprendente, y para eso escogió un grupo selecto de testigos a quienes los preparó para que pudieran hacer frente a los terribles acontecimientos de la Pasión que se avecinaban que escandalizarían a la multitud.

Este grupo selecto constaba tan solo de tres de sus Apóstoles, que eran sus predilectos: Pedro su futuro Vicario, Santiago y Juan, hijos del trueno y hermanos de la generosidad.

En virtud de la unión hipostática, la naturaleza humana estaba perfectamente sujeta a la naturaleza divina, y Cristo, como Dios, podía en cualquier momento apartarla del dominio de las leyes físicas y envolverla en los esplendores del poder divino.

Así como sus milagros fueron el resultado de haber suspendido las leyes de la naturaleza, con mayor razón podía apartar su humanidad, cuándo y cómo quisiera, del curso ordinario de las leyes naturales, como en la Transfiguración. 

Y así lo hizo también, cuando se presentó en el templo como la Sabiduría Eterna a los doce años; y cuando se escapó con toda calma de sus familiares que estaban furiosos contra Él por celos de su grandeza; así lo hizo en el templo, en la última Pascua, cuando escapó de los judíos que querían apedrearlo; y en el huerto de Getsemaní, cuando se aproximó a los soldados que venían a capturarlo y les dijo: “Yo soy” (San Juan XVIII, 5), lanzándolos por tierra.

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Los milagros de Cristo tenían un propósito inmediato, que era atraer a la fe a los corazones de todos aquellos que estuvieran bien dispuestos. Los destellos de gloria divina de la humanidad de Cristo durante la Transfiguración se dirigieron, en cambio, hacia dos grupos de personas bien definidos: a quienes tramaban el gran drama que estaba a punto de ocurrir, los enemigos de Cristo, y a sus Apóstoles, quienes se escandalizarían por esta humana derrota.

La Transfiguración tiene un lugar de privilegio dentro de las manifestaciones de la gloria de Jesús. En un momento todo su ser físico fue arrebatado por la luz de la divinidad. La luz del Verbo de Dios como Verdad Subsistente es la protagonista de este misterio de la Transfiguración.

Filtrándose impetuosamente desde la divinidad hacia el alma, y desde el alma hacia el cuerpo, con gran poder y mansedumbre a la vez, transfigura el dulce rostro de Jesús y transforma su vestimenta en radiante como la nieve como nunca se habían visto. No es de extrañar entonces que el alma simple e impulsiva de Pedro pidiera que el espectáculo no terminara nunca.

Excepto que esto no fue un espectáculo, sino que sirvió para fortalecer la fe para enfrentar las pruebas que se avecinaban. Se habrían dado cuenta si en lugar de sumergirse en el gozo los afortunados testigos hubieran escuchado la conversación de Jesús con Moisés y Elías que estaban a su lado, ya que San Lucas atestigua que “hablaban del éxodo suyo que Él iba a verificar en Jerusalén” (San Lucas IX, 31), es decir, sobre la inminente Pasión.

Suspendido en el aire entre los dos más grandes representantes de la fe en el Antiguo Testamento, con esa manifestación de gloria, preparó a sus elegidos para enfrentar los horrores de su muerte y para que en el momento oportuno recuerden su grandeza. 

De hecho, Pedro, tiempo más tarde, traerá a la memoria de los primeros fieles este acontecimiento. En el monte de la Transfiguración había escuchado una voz del cielo: “Éste es mi Hijo amado en quién Yo me complazco” (2 Pedro I, 17). Escuchamos esta voz del cielo, dice el Apóstol, cuando estábamos en el monte santo. Por lo tanto, crean todos los fieles discípulos del Señor, que tengan fe verdadera en Él, que Cristo es el Hijo del Dios vivo. 

La Transfiguración fue la manifestación más clara de Cristo a la que se haya admitido ojo humano, ya que en la Resurrección su gloria solo brilló en el misterio de la noche de Pascua.

De los demás Apóstoles, San Pablo, el último en ser llamado, el Apóstol por excelencia, mientras se acercaba a Damasco, lanzando furiosas amenazas en contra de los primeros fieles cristianos, fue investido por una luz del cielo a su derredor, que lo hizo caer por tierra. Luego, una vigorosa voz se dirigió a él: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos IX, 3-4). Saulo vio y escuchó a Cristo glorioso, el Cristo victorioso de sus enemigos, por todos los siglos transfigurado en eterna glorificación a la diestra del Padre.

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Es pensar en esta victoria definitiva del Salvador a lo que la imagen de la Transfiguración nos invita, para robustecer nuestra poca fe, para aliviar nuestro cansancio por la larga espera, y para vigorizar la escasa fuerza que nos queda. 

El cristianismo es la religión de la luz. 

El Verbo, que se hizo carne, es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo y esta luz ha venido al mundo, pero los hombres han amado las tinieblas del mundo más que la luz de Dios.

Es la luz que fue difundida en la angélica conversación de la Anunciación.

Es la luz de Belén en la Noche Santa con la hueste de ángeles suspendidos en el cielo esplendente y brillantemente cubriendo al recién nacido, inmortal e invencible Sol. 

Es la luz del Bautismo de Cristo, proveniente del Espíritu Santo que como paloma se posó sobre Cristo mientras el Padre clamaba “Tú eres mi Hijo, el amado; en Ti me recreo” (San Lucas III, 21).

Dios es luz porque es la Verdad Esencial; Dios es luz porque es pureza esencial, fuente eterna del más casto e inefable amor.

Así, la Iglesia de Cristo Esposa del Espíritu Santo vive en la infalible comunicación de la verdad y del amor: quizás nunca, como hoy, después de los primeros siglos de persecuciones, la Iglesia reducida a su mínima expresión sufre una Pasión tan grande por causa de la verdad. Es la persecución y el martirio de quien solo vive para la verdad.

Incluso hoy, en medio de tanta confusión y tinieblas, quien escucha con pureza de corazón, puede percibir inmediatamente el tenue pero fuerte rayo de la verdad, que sufre tantas injusticias en el mundo, y puede captar también la admirable transfiguración que Nuestro Señor Jesucristo está llevando a cabo ante nuestros ojos en su cuerpo místico en preparación para su Segunda Venida.

El cristiano que se aferre, con afecto filial, a la verdadera fe, puede sentir cada día a través de ella la invitación y la segura victoria de Cristo: “Tened confianza: Yo he vencido al mundo” (San Juan XVI, 33).

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Me he servido del padre Cornelio Fabro.