La Multiplicación de los Panes Jacopo Tintoretto |
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El objetivo fundamental de la vida de Jesús era suscitar la fe de sus oyentes para que lo acojan como enviado del Padre y Salvador del mundo. Para esto servían tanto la predicación como los milagros.
El milagro tiene la función de maravillar con lo inmenso y lo sublime, a lo que el hombre debe responder con un acto de fe, con una humilde adhesión a la palabra y a la voluntad de Dios. El milagro es el sello del Padre, que da fe de la misión de Jesús (cf. San Juan III, 33), y que Jesús prodiga con una bondad que no puede ser sino divina. Hoy se nos presenta la multiplicación de los panes y de los peces, cuya enseñanza específica fue compilada por San Juan.
Este milagro es de un gran colorido, por el asombro y el entusiasmo de toda la multitud que vitorea a Cristo, el Profeta que debía venir, y que quiere proclamarlo rey. Pero Jesús logró escapar del ímpetu popular y, al día siguiente, a la misma multitud que lo había ensalzado en Cafarnaúm, le aclaró el malentendido en el que habían caído.
La gente creyó que el motivo de su venida al mundo era proveer de alimento material; pero no era así. Le preguntan por las obras: Él señala la obra por excelencia, la obra interior que consiste en creer recta y plenamente. Le preguntan por los milagros que hace: asombrosa ceguera y mala fe de los fariseos que hacen tal pregunta cuando acaban de comer el pan multiplicado milagrosamente por Jesús.
Es por eso por lo que después de saciar el hambre material de la gente, Jesús anuncia una verdadera comida que no perece y es capaz de librar de la muerte. Tal comida es el pan celestial que ha bajado del cielo (cf. San Juan VI, 31-33).
Es el “Don perfecto” por excelencia (cf. Santiago I, 17), que el Padre Celestial nos hizo de su Hijo muy amado (cf. San Juan III, 16), el verdadero “pan del cielo”, que nos imparte la vida y la sustenta con el pan de sus palabras (cf. San Juan VI, 63), y su carne hecha pan supersubstancial (cf. San Juan VI, 51; San Lucas XI, 3).
Pero el hombre, como un animal que solo quiere hierbas y forraje y no le interesan las mantas y arneses que le colocan sobre sus lomos, solo quiere pan, y, si fuera posible, acompañado de algo mejor que pescado viejo; quizás, tal vez, de un buen vino. La multitud necesita masticación, y no espíritu. ¡Lamentable estado de la humanidad!
Es por eso por lo que Jesús comienza a impartir su doctrina sobre la Eucaristía con audaz y estupendo razonamiento, para elevar al hombre más allá, y por encima, de todo lo terrenal y corruptible
En primer lugar, la comida verdaderamente saludable, la que da la vida, el pan bajado del cielo, es la fe: creer en Él, a quien el Padre envió (cf. San Juan VI, 29), porque el pan celestial, el pan de Dios bajado del cielo, es Él, que desciende del cielo y da la vida al mundo (cf. San Juan VI, 32-33).
Y mientras la multitud se aprieta, curiosa y asombrada, Jesús hace la revelación categórica: “Yo soy el pan de vida; quien viene a Mí, no tendrá más hambre, y quien cree en Mí, nunca más tendrá sed” (San Juan VI, 35).
Y aquí se produjo el desbarajuste. Al intentar llevarlos al plano espiritual, la multitud mostró signos evidentes de no entender, y se puso nerviosa y descontenta y pidió explicaciones. No acepta lo que Jesús les dice; quiere, en cambio, que Jesús haga según sus deseos. Siguen creyendo que Jesús habla del pan multiplicado que ellos comieron. No acaban nunca de abrir su entendimiento y su corazón a la fe, como Jesús les reprocha.
Esta actitud tan humana es lo que limita para llegar a Dios. Nuestro pensamiento nos dice que Dios no podría proponernos algo tan descabellado; mejor sería hacer las cosas según nuestra pobreza y limitaciones, decimos tan desvergonzadamente.
A la humanidad le parece imposible un maravilloso futuro, muy distinto de la realidad presente, y por eso insiste en que Jesús se acomode a sus necesidades actuales, como si Jesús fuera un proveedor general de pan. Nadie imagina que Dios quiere elevarnos a otra realidad muy distinta pero infinitamente mejor de la que vemos.
El pan celestial de la fe es solo el primer paso y fundamento de la vida del espíritu en Dios: la fe es preparación para la comunión de vida con Jesús, que se encuentra vivo en la Eucaristía, instituida en la Última Cena, antes de sacrificarse por la salvación del mundo.
Como la intolerancia de la multitud amenazaba con convertirse en hostilidad, Jesús procede con un ritmo cada vez más apremiante en su revelación: Él mismo es el pan que ha bajado del cielo, y nadie puede ir a Él si no es atraído por el Padre (cf. San Juan VI, 44), y, como dice San Agustín, y si no va en contra de nuestra voluntad. Él es el pan de la inmortalidad, perdida en el paraíso terrenal, “para que quien lo coma no muera” (San Juan VI, 50).
Aquí ya no se trata de pan en sentido simbólico y metafórico, sino de un alimento substancial que es Su Cuerpo y Su Sangre para la salvación del mundo: “Yo soy el pan, el vivo, el que bajó del cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre, y por lo tanto el pan que Yo daré es la carne mía para la vida del mundo” (San Juan VI, 51).
Estas declaraciones son de un realismo inaudito que se intensifican aún más ante las protestas de los judíos: “En verdad, en verdad, os digo, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis su Sangre, no tenéis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día” (San Juan VI, 53-54).
Por cuarta vez Jesús promete juntamente la vida del alma y la resurrección del cuerpo. Confirma Jesús esta promesa al hablar de la comunión eucarística. Peligra, dice San Jerónimo, quien pretende llegar a la mansión deseada sin el pan celestial. La Iglesia prescribe la comunión pascual y recomienda la comunión diaria.
“El que come mi carne y bebe mi sangre en Mí permanece y Yo en él. De la misma manera que Yo, enviado por el Padre, vivo por el Padre, el que me come, vivirá también por Mí” (San Juan VI, 56-57). Cristo se complace amorosamente en vivir del Padre, como de limosna, no obstante haber recibido desde la eternidad el tener la vida en Sí mismo (cf. San Juan V, 26).
Y esto nos lo enseña para movernos a que aceptemos aquel ofrecimiento de vivir de Él totalmente, como Él vive del Padre, de modo que no reconozcamos en nosotros otra vida que esta vida plenamente vivida que Él nos ofrece gratuitamente.
He aquí, pues, las maravillas de la comunión explicadas por el mismo Jesús: nos da la vida eterna (cf. San Juan VI, 50.55.59), y la resurrección gloriosa (cf. San Juan VI, 55), siendo una comunidad (“comunión”) de vida con Jesús (cf. San Juan VI, 57) que nos hace vivir su propia vida como Él vive la del Padre (cf. San Juan VI, 58).
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Y aquí se produjo la primera división en el Cristianismo, como resultado de la murmuración (cf. San Juan VI, 61). “Es demasiado, esto es insoportable, es una locura: el hombre debe seguir siendo hombre, debe contentarse con pan de trigo y vino de la vid”, dicen atrevidamente.
De este modo, la multitud descontenta y desilusionada se marchó: “Desde aquel momento muchos se volvieron atrás y dejaron de andar con Él” (San Juan VI, 66). El mismo Jesús dijo muchas veces que los hombres, y también sus discípulos, se escandalizarían de Él y de su doctrina, cuya generosidad sobrepasa el alcance de nuestro mezquino corazón. De ahí la falta de fe que Él señala y reprocha a la gente.
La verdadera doctrina de Jesucristo es insoportable para quien no se eleva por la fe al plano del espíritu: la fe en Jesús, Hijo de Dios, la acogida humilde de la vida sacramental, significan para muchos la renuncia a la dignidad humana: “¿cómo vamos a comer carne y a beber sangre humana?”
Así, la verdadera doctrina de Jesucristo es rechazada por los incrédulos e ignorantes, los cuales, dada esta ignorancia, no pueden ciertamente dar garantía de su posición, ni siquiera con su propia vida. Por no haber abierto sus almas a la inteligencia espiritual del misterio, incurren en el sarcasmo de llamar “dura” la doctrina más tierna que haya sido revelada a los hombres.
“El espíritu es el que vivifica; la carne para nada aprovecha. Las palabras que Yo os he dicho, son espíritu y son vida. Pero hay entre vosotros quienes no creen…” (San Juan VI, 63-64).
La carne para nada aprovecha. Ésta es una enseñanza tan enorme y preciosa como poco aprovechada. Porque es difícil de admitir, para el que no ha hecho la experiencia y para el que no escucha a Jesús como un niño, que acepta sin discutirle al Maestro.
Quiere decir que la carne miente, porque lo tangible y material, se nos presenta como lo más real y positivo, y Jesús nos dice que la verdadera realidad está en el espíritu, que no se ve (cf. 2 Corintios IV, 18).
El conocimiento de las verdades de la fe es el primer alimento del alma, más importante que la oración misma, o más bien que la asistencia a la Misa y los sacramentos. Porque ¿de qué sirve asistir a la Misa si su significado no se comprende, o recibir la comunión, cuya naturaleza, finalidad, eficacia, y consuelo íntimo se desconocen?
Que Jesús, el pan celestial de nuestra vida, nos conceda no escandalizarnos de su doctrina, de tanta alegría infinita, y de no abandonar nunca su invitación de vivir con Él, y con Él junto al Padre.
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Me he servido del padre Cornelio Fabro, y de Monseñor Juan Straubinger.