sábado, 20 de marzo de 2021

Domingo de Pasión – San Juan VIII, 46-59 – 2021-03-21 – Padre Edgar Díaz

Jesús ante Pilatos
Duccio di Buoninsegna

El enfrentamiento entre Jesús y sus adversarios, entre Dios y el mundo, entre los que creen en el espíritu y en la inmortalidad y los que no creen en ella, es siempre actual; constituye el momento decisivo de la libertad y apertura del hombre a la verdad que salva.

La salvación del hombre del pecado es ciertamente un don gratuito de Dios que le costó el precio de la Sangre de Su Hijo: pero el hombre debe recibirlo con libertad, y no sería salvación si el hombre no tuviera consciencia de que debe salvarse y no reconociese el abismo de pecado en el que ha caído y la inmensidad de la misericordia que lo llama a la salvación.

Reconocer la ruptura absoluta de la malicia humana y la apertura infinita de la misericordia divina es el primer paso del hombre hacia la salvación: ante todo, reconocer que Cristo, la Palabra de Dios encarnada, es la luz y el salvador del mundo.

Este es el tema central del acalorado duelo entre Cristo y los Fariseos que San Juan nos presenta en su Evangelio casi como si estuviéramos viendo este suceso en directo.

Es sorprendente la tensión creciente entre Cristo y sus adversarios. Día a día ocurrían enfrentamientos verbales entre ellos. Cristo fue siempre de frente y no les dio tregua nunca; al contrario, les exigió que tomaran una decisión. Estos, por su parte, como una morsa que aprieta y aprieta, lo presionaban y le preguntaban furiosos: “¿Hasta cuándo tendrás nuestros espíritus en suspenso? Si Tú eres el Mesías, dínoslo claramente” (San Juan X, 24).

Pero Cristo lo había dicho ya varias veces, y lo volverá a decir con creciente insistencia en los últimos días de su vida: se lo dirá a Caifás y al Sanedrín, en los juicios contra Él. Lo dijo, pero ellos no escucharon, o no quisieron escuchar.

La Luz suprema que los invistió no hizo más que aumentar la oscuridad de su orgullo que luchaba desesperadamente por no sucumbir a la verdad. Jesús lo afirmó con voz alta, pero lo sofocaban con fuertes clamores. Jesús lo testimonió con los más sensacionales milagros; sin embargo, ellos se los atribuían al poder de Beelzebub. Lo trataban como a un poseso, y como a un renegado, es decir, un samaritano; no se puede decir que hayan actuado con tacto.

Después de tantos siglos de preparación para la venida del Mesías, el comportamiento de los judíos con respecto a Jesús es de lo más absurdo, incomprensible, e imposible de aceptar. Fue un rechazo total. Una condena absoluta. Pues bien, los hombres son capaces de esto y de mucho peor, por causa de su orgullo.

Cristo desde el principio se presentó como Dios, pero su vida fue una polémica y reñida lucha contra la autoridad de su pueblo. Lo que desató la chispa de la indignación fue la acusación que les hace, porque golpeó el núcleo de la concepción religiosa de la que sus oponentes se consideraban los únicos representantes autorizados. 

Jesús pretendió volcar toda la estructura de la religión, abrir las puertas de la vida del espíritu a toda la humanidad, para convencer así a Israel de que renunciara a su privilegio milenario como pueblo elegido para dar paso a la religión de Dios Padre, quien, mediante la Encarnación de su Hijo, comunicaría su espíritu de adopción divina a todos los hombres. 

En cierto sentido, por lo tanto, Israel tuvo que atreverse a negarse a sí mismo, a renunciar a su propia primogenitura espiritual, para que el mundo, ese mundo del paganismo inicuo, pudiera salvarse. Y esto, francamente, a la luz de la razón, fue demasiado para los judíos. Por este exceso, Jesús fue condenado a muerte. 

Pero la condena fue obra del resentimiento, el orgullo y la pasión herida. Carecía de motivo jurídico y el propio Pilato, que, a pesar de no tener corazón fue siempre el representante de Roma, la cuna del derecho, dará testimonio explícito, antes de entregarlo a sus crucifixores: “¡No encuentro en él ningún motivo de condena!” (San Juan XIX, 4).

Antes sus oponentes habían expresado tácitamente el motivo, cuando Jesús les hizo esta pregunta a la cual se negaron a contestar: “¿Quién de vosotros me convencerá de pecado?” Y comenzaron a insultarlo, y a tratarlo como a un samaritano y como a un demonio.

Pero Jesús les revela la malicia de sus sentimientos con firmeza y sin tregua. “Si os digo la verdad ¿por qué no me creéis? El que es de Dios oye las palabras de Dios. Por eso vosotros no las oís, porque no sois de Dios”.

Aquí está la razón: no le escuchan, porque no son de Dios, porque Dios los ha abandonado, porque los ha rechazado, porque no serán los pilares del nuevo Reino de Dios, la Iglesia Católica, que se extenderá de Oriente a Occidente a los extremos del mundo. 

Sin embargo, cierta reacción a las palabras de Jesús, tienen, puesto que cuando Jesús habla, comienzan a temblar de ira e indignación. Estaban cegados por el orgullo. El orgullo ciega al hombre; le mata al alma. Se creían depositarios exclusivos de las comunicaciones de Dios y únicos intérpretes de la relación religiosa. Se creían tan llenos de poder que no permitían la superioridad absoluta que les mostraba Jesús.

Jesús vino a ser para ellos como un contrincante a quien había que destruir. Una religión nueva que era una competencia, un obstáculo para su vetusta y obsoleta religión sin espíritu. 

Jesús es el Hijo del Padre, el único enviado a la tierra. Su Palabra era la palabra del Padre, la Palabra eterna brotada de la sabiduría eterna, la luz del mundo, que había guiado a los Patriarcas en su peregrinaje e inspirado a los Profetas en sus visiones.

“Yo honro a mi Padre”, les contesta Jesús, “y vosotros me habéis deshonrado a mí. Yo no busco mi gloria: hay quien me la busque y me vindique… Abraham, vuestro padre, deseó con ansias ver mi día: lo vio y gozó mucho”. Abraham había pensado en Él, en su venida, y en este pensamiento se había regocijado como el sol que sale radiante sobre el mundo.

Por tanto, era el concepto mismo de verdad lo que Jesús había invertido o, más bien, el concepto de verdad había pasado de estar en un mundo de una cierta paz que aparentemente daba todas las garantías históricas de seguridad para sí mismos, a estar en un mundo totalmente desconocido y huraño de la fe que no da garantías de estabilidad en el mundo sino más bien que exige estar continuadamente expuesto al riesgo supremo.

Repetimos esta idea porque es fundamental: quien no vive de la fe en Dios, vive en su propio mundo, creado a su comodidad, medida y perfección, que le brinda seguridad y confort, y que obviamente va a defender con capa y espada. Precisamente Dios, su enviado Jesucristo, su Iglesia con sus representantes los sacerdotes, se vuelven enemigos de ese insignificante mundo.

Hay que decir que los judíos tenían cierto presentimiento o sospecha de la divinidad de Cristo y eso era lo que los inquietaba; por eso le interrogan. Lo provocan a volver a declararse: le instan a llevar sus declaraciones al punto donde ellos le esperan para tenderle una emboscada.

Estarían dispuestos a declarar su divinidad, siempre y cuando esto sucediera de acuerdo con sus esquemas, es decir, dentro de la tradición judía. Estaríamos dispuestos a abrazar el catolicismo, diríamos hoy, siempre y cuando esto sucediera según nuestros planes, deseos, y ambiciones. ¡Que por tener que seguir a Jesús no vaya yo a tener que renunciar a mis propios intereses!

En su argumento Jesús se salta todas las fases intermedias y se presenta a Sí mismo como Principio y Fin absolutos en su origen eterno del Padre. Su Palabra, por tanto, no tiene antecedentes, como tampoco tiene consecuentes: entiéndase bien, es Única. 

Es la única Palabra del Padre, lo que equivale a decir, es la única verdad que salva: “Si alguien guardare mi palabra, no morirá para siempre”. Tal declaración, que barrió por completo todas las filosofías e infinitas palabras vacías que el hombre había y habrá pronunciado en las calles de la civilización, borró también en limpio las mismas palabras de una tradición religiosa que se consideraba santa e inviolable, produjo el desborde de la capacidad de resistencia de los judíos. 

Y el límite se rompió cuando Cristo afirmó su propio origen divino al traer su propio origen antes y fuera de Abraham, padre de los creyentes, poniéndose fuera de los creyentes en el seno del Padre, y, por tanto, señalándose como el Principio mismo y Autor de la fe: “En verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham existiese, Yo soy”.

Abraham está fuera de discusión: se convirtió en padre de la fe al estar dispuesto a sacrificar a su unigénito Isaac para obedecer a Dios. Lo único que quedaba para los judíos era imitarlo, y de una forma mucho más mitigada. Debían sacrificar su propio orgullo, aceptar el testimonio de los milagros, y sentir el corazón de la verdad que había venido a iluminar a todo hombre en este mundo.

Sin embargo, tomaron piedras. Los enemigos de Dios y de la Iglesia continúan arrojando piedras, a Cristo, y a su Iglesia, a sus representantes, con ímpetu que a veces alcanza las alturas de la furia inhumana.

Son las piedras recogidas de la montaña del propio orgullo. Éstas son las piedras preciosas de la indelicadeza, engarzadas con el más fino resentimiento y la más exquisita dureza de espíritu. Son las piedras lanzadas por los sofismas, las escusas, y los subterfugios para salirse con la suya y acomodarse y huir de Cristo. Odian y mienten.

Pero una piedra arrojada a Cristo no puedo más que fallar. Solo el espíritu puede golpear al espíritu. Fueron en vano contra Cristo, que se escondió escapándose cuando quiso y murió solo cuando quiso. Fueron en vano contra Esteban, porque mientras lo apedreaban, vio los cielos abiertos y al Hijo del Hombre a la derecha de Dios. Fueron en vano contra los mártires.

También fracasarán contra nosotros, si somos de Cristo, constreñidos como estamos con la Iglesia, en esta hora de su Pasión, con la humilde y firme certeza de que “si alguien guardare mi palabra, no morirá para siempre”, sino que pasará de la muerte a la vida.

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Me he servido del padre Cornelio Fabro.