miércoles, 31 de marzo de 2021

Jueves Santo – Los Ágapes y la Eucaristía – 1 Corintios XI, 17-34 – San Juan XIII, 1-15 – 2021-04-01 – Padre Edgar Díaz

La Última Cena
Dominice Ghirlandaio

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17 Entretanto, al intimaros esto, no alabo el que vuestras reuniones no sean para bien sino para daño vuestro. 

18 Pues, en primer lugar, oigo que al reuniros en la Iglesia hay escisiones entre vosotros; y en parte lo creo. 

19 Porque menester es que haya entre vosotros facciones para que se manifieste entre vosotros cuáles sean los probados. 

20 Ahora, pues, cuando os reunís en un mismo lugar, no es para comer la cena del Señor; 

21 porque cada cual, al comenzar la cena, toma primero sus propias previsiones, y sucede que uno tiene hambre mientras otro está ebrio. 

22 ¿Acaso no tenéis casas para comer y beber? ¿O es que despreciáis la Iglesia de Dios, y avergonzáis a los que nada tienen? ¿Que os diré? ¿He de alabaros? En esto no alabo. 

23 Porque yo he recibido del Señor lo que también he transmitido a vosotros: que el señor Jesús la misma noche en que fue entregado, tomó pan; 

24 y habiendo dado gracias, lo partió y dijo: Éste es mi cuerpo, el (entregado) por vosotros. Esto haced en memoria mía. 

25 Y de la misma manera (tomó) el cáliz, después de cenar, y dijo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; esto haced cuantas veces bebáis, para memoria de Mí. 

26 Porque cuantas veces comáis este pan y bebáis el cáliz, anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga. 

27 De modo que quien comiere el pan o bebiere el cáliz del señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. 

28 Pero pruébese cada uno asimismo, y así coma del pan y beba del cáliz; 

29 porque el que come y bebe, no haciendo distinción del Cuerpo (del Señor), come y bebe su propia condenación. 

30 Por esto hay entre vosotros muchos débiles y enfermos, y muchos que mueren. 

31 Si nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados. 

32 Mas siendo juzgados por el Señor, somos corregidos para no ser condenados con el mundo. 

33 Por lo cual, hermanos míos, cuando os juntéis para comer, aguardaos los unos a los otros. 

34 Si alguno tiene hambre, coma en su casa a fin de que no os reunáis para condenación.

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El libro de los Hechos nos cuenta acerca de la vida de los primeros cristianos: 

“Ellos perseveraban en la doctrina y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones… Todos los días perseveraban unánimemente en el Templo, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios… y cada día añadía el Señor a la unidad los que se salvaban” (Cf. Hechos II, 42-47).

Con motivo de la “fracción del pan” se organizaba una comida, el ágape, que en griego significa amor, acto de fraternidad y que beneficiaba a los pobres.

En esta hermosa institución, que San Crisóstomo llama “causa y ocasión para ejercer la caridad”, el espíritu del mundo se había introducido, como siempre, mezclando las miserias humanas con las cosas de Dios. Y el Apóstol San Pablo señala francamente esos abusos.

Por eso dice: “no alabo el que vuestras reuniones no sean para bien sino para daño vuestro”, esto es, por causa de las escisiones entre ellos. 

Sin embargo, aunque penoso, no deja de notar el lado positivo y añade que “es menester que haya entre vosotros facciones para que se manifieste entre vosotros cuáles sean los probados”. Es decir, las disensiones, que no son de alabar sin lugar a dudas, existen por culpa de algunos que no se comportan como deberían. Son inevitables, y sirven, según San Pablo, para hacer sobresalir a quienes se empeñan en la verdadera caridad.

¿Por qué son inevitables? Jesús ya había anunciado que Él traería división (San Mateo X, 34). Esto no significa que Él quiera la división, sino que ésta sería la natural consecuencia de seguirlo a Él fielmente o no.

También había anunciado que en un mismo hogar habría tres contra dos (San Lucas XII, 51 s.) y a veces hay que odiar a la propia familia para ser discípulo de Él (San Lucas XIV, 26), porque no todos los invitados al banquete de bodas tienen el traje nupcial (San Mateo XXII, 14), y la separación definitiva de unos y otros solo será en la consumación del siglo (San Mateo XIII, 47-49).

Entretanto, en la lucha se manifiesta y se corrobora la fe de los que de veras son de Él (1 Pedro I, 7; Santiago I, 12). De ahí que el ideal de paz entre los que se llaman hermanos (San Marcos IX, 49), no siempre sea posible (Romanos XII, 18) y que a veces los apóstoles enseñen la separación (cf. V, 9-10).

Lo dice claramente San Pablo: “Mas lo que ahora os escribo es que no tengáis trato con ninguno que, llamándose hermano, sea fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con ese tal ni siquiera toméis bocado” (1 Corintios V, 11)

A los que son solo cristianos de nombre hay que tratarlos como tales, pues perjudican a la Iglesia más que los paganos. Por lo tanto no debemos tener trato con ellos, y San Pablo es contundente al darnos la razón teológica de tal comportamiento. Quienes a duras penas tratan de ser fieles al Señor son víctimas del mal comportamiento de estos cristianos de nombre. 

“¿Acaso no tenéis casas para comer y beber? ¿O es que despreciáis la Iglesia de Dios, y avergonzáis a los que nada tienen? ¿Que os diré? ¿He de alabaros? En esto no alabo”.

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“Porque yo he recibido del Señor lo que también he transmitido a vosotros”. Vemos una vez más que el Apóstol San Pablo, cual otro Evangelista, nos transmite verdades recibidas directamente del Señor (cf. XV, 3; Hechos XXII, 14; XXVI 16; Gálatas I, 11).

En efecto, en este párrafo el Apóstol nos enseña las siguientes verdades como directamente recibidas del Señor:

La Eucaristía es realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo: 

24 “y habiendo dado gracias, lo partió y dijo: Éste es mi cuerpo, el (entregado) por vosotros. Esto haced en memoria mía

25 Y de la misma manera (tomó) el cáliz, después de cenar, y dijo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; esto haced cuantas veces bebáis, para memoria de Mí”.

Esto es mi cuerpo. Ésta es la Nueva Alianza en mi sangre.

El Apóstol y sus sucesores están autorizados para perpetuar el acto sagrado:

“Esto haced cuantas veces bebáis, para memoria de Mí

26 Porque cuantas veces comáis este pan y bebáis el cáliz, anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga”

“Haced esto en mi memoria”, les ordena a Jesús a sus sacerdotes; “anunciad mi muerte hasta que yo venga”.

La Misa es un sacrificio:

“Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre.

Si hay sangre, hay sacrificio.

Es el mismo sacrificio de la Cruz:

“Anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga”.

Y su muerte ocurrió en la Cruz. La Misa se perpetuará hasta que Él venga.

La Eucaristía debe recibirse dignamente:

27 “De modo que quien comiere el pan o bebiere el cáliz del señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor”

San Agustín dice: “El que no piensa como Cristo, no come su Carne ni bebe su Sangre, aun cuando todos los días reciba para su juicio tan magno Sacramento. No piensa como Cristo el que apartando de Él el afecto de su corazón, se vuelve al pecado; y bien puede llamarse miserable a este tal, a quien un bien tan grande es dado frecuentemente y de ello no recibe ni percibe una ventaja espiritual”.

De las palabras “será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor” se deduce que Jesucristo está presente bajo cada una de las dos especies (pan y vino). De no ser así, el Apóstol no podría decir que cualquiera por tomar indignamente alguna de ellas sería reo del Cuerpo y también de la Sangre del Señor.

La Eucaristía debe recibirse dignamente, es decir, con la plenitud de la fe y la humildad necesaria de quien severamente examina su conciencia: 

28 “Pero pruébese cada uno asimismo, y así coma del pan y beba del cáliz; 

29 porque el que come y bebe, no haciendo distinción del Cuerpo (del Señor), come y bebe su propia condenación”. 

En el Confiteor que se recita al principio de la Misa y antes de comulgar, tanto el sacerdote como los fieles hacemos confesión pública de que somos pecadores, gravemente de corazón, de palabra y de obra, y sin descargo alguno, al decir, “por mi culpa… mi máxima culpa” (cf. Salmo L, 6).

Quien ama a Dios más que a sí mismo se dispone de todo corazón a dejar el pecado para poder recibirlo en la Eucaristía. Quien no se dispone a dejar el pecado para ser digno de recibir la Eucaristía, no ama a Dios.

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Solo en la Última Cena dijo Jesús que su Cuerpo se entregaría por nosotros. Antes, había tenido que revelar muchas veces a los azorados ojos de sus discípulos, el misterio de su rechazo por la Sinagoga y de su Pasión, Muerte y Resurrección. Pero su delicadeza infinita lo apartaba de decir que esa muerte era el precio que Él pagaba por el rechazo de Israel y la culpa de todos (San Mateo XVI, 13-21), y que ella había de brindar a todos la vida (San Juan XI, 49-52).

Solo en el momento de la despedida les reveló este misterio de su amor sin límites, eco del amor del Padre, y, queriendo anticiparles ese beneficio de su Redención, esa entrega total de Sí mismo (San Lucas XXII, 15), les entregó –y en ellos a todos nosotros, según lo dice Él mismo (San Juan XIII, 1)—la Eucaristía como algo inseparable de la Pasión.

La enseñanza de San Pablo deja bien claro lo que sucederá con la Eucaristía en la Parusía. Será “hasta que Él venga”. Es decir que el Memorial Eucarístico subsistirá, como observa Fillion, hasta la segunda venida de Cristo, porque entonces habrá “nuevos cielos y nueva tierra” (2 Pedro III, 13; Isaías LXV, 17; San Mateo XXVIII, 20; Apocalipsis XXI, 1.5; cf. Hebreos, X, 37).

Mientras tanto, mientras esperamos a que Él venga, debemos seguir nutriéndonos de su Cuerpo y de su Sangre en la Eucaristía. Quien no lo haga experimentará lo que dice San Pablo: “hay entre vosotros muchos débiles y enfermos, y muchos que mueren”

Este tristísimo fenómeno de las comuniones sin fruto que observaba San Pablo también nosotros lo notamos en los ambientes mundanos con apariencia de fe, que hallan compatible la unión eucarística con las desnudeces, las conversaciones, las lecturas, los espectáculos y las costumbres del mundo, el cual está condenado, y los mundanos “condenados con el mundo”, cuyo príncipe es Satanás (San Juan XIV, 30).

San Pablo enseña también –cosa ciertamente insospechada—que tal es la causa de muchas enfermedades y aún de muchas muertes corporales y que en esto hemos de ver, no una severidad de Dios, sino al contrario, una misericordia, que quiere evitar el castigo eterno (cf. 1 Corintios V, 5).

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La misericordia de Dios es infinita, nos ha enviado a su Hijo para morir por nosotros, por nuestros pecados, y Jesús nos ha dejado, hasta que Él venga, la Eucaristía. 

Nuestro Señor Jesucristo nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre. Debemos recibirlo bien, en consciencia, sabiendo no ser culpables de pecado, y con todo el amor que podamos. Él obra en nosotros nuestra salvación.

Debemos recibirlo, de lo contrario, el alma se muere.

¡Que la misericordia de Dios nos ayude a entender estas verdades, para que pronto podamos verlo cara a cara!

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Me he servido de la Biblia de Monseñor Straubinger.