La Crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo |
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Jesucristo padeció voluntariamente por obediencia al Padre. Dios Padre lo entregó a la Pasión, para liberar al género humano de la esclavitud del pecado, demostrándonos así el gran amor de Dios por nosotros.
Ocho siglos antes de la Pasión el profeta Isaías le había dado al pueblo de Israel los detalles de este magno acontecimiento de Cristo.
Para mostrar su perfecto cumplimiento por el Cordero de Dios que llevó sobre Sí los pecados del mundo, el Nuevo Testamento cita muchas veces este cuadro incomparable de Isaías, “para que se cumpliese la palabra del profeta que dijo: ‘Señor, ¿quién ha creído a lo que oímos (de Ti)? y el brazo del Señor, ¿a quién ha sido manifestado?’” (San Juan XII, 38; cf. Isaías LIII, 1).
Porque “Él quitó nuestras dolencias, y llevó sobre Sí nuestras flaquezas” (San Mateo VIII, 17);
“Está escrito del Hijo del hombre, que debe padecer mucho y ser vilipendiado” (San Marcos IX, 12);
“Y le golpeaban la cabeza con una caña, y le escupían, y le hacían reverencia doblando la rodilla”, burlándose de Él (San Marcos XV, 19);
“Entrando en agonía, oraba sin cesar. Y su sudor fue como gotas de sangre, que caían sobre la tierra” (San Lucas XXII, 44);
La carne engañosa no nos deja ver los atractivos de Jesús. En efecto, dice el Salmo: “Eres más hermoso que los hijos de los hombres; la gracia se ha derramado en tus labios, pues Dios te ha bendecido para siempre” (Salmo XLIV, 3).
Éste es de quien fue descrita su Pasión: “Pero muchos se pasmarán de Él –tan desfigurado está, su aspecto ya no es de hombre, y su figura no es como la de los hijos de los hombres—” (Isaías LII, 14).
“Como un retoño creció delante de Él, cual raíz en tierra árida; no tiene apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni aspecto para que nos agrade” (Isaías LIII, 2).
Dios Padre no le protegió en la Pasión, lo expuso, en cambio, a sus perseguidores: pendiente de la Cruz, decía Cristo: “¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (San Mateo XXVII, 46).
“Es un hombre despreciado, el desecho de los hombres varón de dolores y que sabe lo que es padecer; como alguien de quien uno aparta su rostro, le deshonramos y le desestimamos” (Isaías LIII, 3).
Como alguien ante quien uno aparta su rostro, es decir, como un castigado a causa de las infamias: “Entonces le escupieron en la cara, y le golpearon, y otros le abofetearon” (San Mateo XXVI, 67);
“Y escupiendo sobre Él, tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza” (San Mateo XXVII, 30);
“Le decían: ‘¡Salve, rey de los judíos!’ y le daban bofetadas” (San Juan XIX, 3).
Esto fue, para los judíos, escándalo, y locura para los griegos: “Cristo crucificado” (1 Corintios I, 23). En las Sinagogas, los judíos no leían las profecías de Isaías del Siervo Sufriente.
Es impío y cruel entregar a un hombre inocente a la Pasión y muerte contra su voluntad. Pero no fue así el caso de Cristo: Dios Padre primero le inspiró a Cristo la voluntad de padecer por nosotros. Esta inspiración fue debida a que Dios Padre no podía perdonar el pecado sin que hubiera pena. El Apóstol San Pablo hace notar la severidad de Dios Padre: “No perdonó a su propio Hijo” (Romanos VIII, 32).
Y, a la vez, su bondad, ya que el hombre, no pudiendo satisfacer suficientemente por medio de alguna pena, que él mismo sufriría, le dio Uno que satisficiera por él; lo cual indicó San Pablo diciendo: “Le entregó por todos nosotros” (Romanos VIII, 32);
“Por medio de la fe en su sangre, Dios lo puso como instrumento de propiciación” (Romanos III, 25).
“Él, en verdad, ha tomado sobre Sí nuestras dolencias, ha cargado con nuestros dolores, y nosotros le reputamos como castigado, como herido por Dios y humillado” (Isaías LIII, 4).
El “tomar sobre Sí algo” es lo que se conoce como la doctrina de la satisfacción sustitutiva, la cual Isaías menciona doce veces en este capítulo 53 que estamos siguiendo.
Cristo padeció, no por propia culpa, sino para restituir al Padre, en beneficio nuestro, el honor que le habíamos robado nosotros. “Herido por Dios”, es decir, castigado como si fuese culpable. Dice San Mateo, “De modo que se cumplió lo dicho por medio del profeta Isaías: ‘Él quitó nuestras dolencias, y llevó sobre Sí nuestras flaquezas’” (San Mateo VIII, 17).
Alguien satisface propiamente por una ofensa cuando da al ofendido aquello que es igual o superior al mal infligido.
Pero Cristo, padeciendo por caridad y obediencia, dio a Dios algo mayor que lo que exigiría la compensación de la ofensa infligida por el género humano.
Por la grandeza de su caridad, por la dignidad de su vida, por la magnitud de su dolor, la Pasión de Cristo no solamente fue una satisfacción suficiente, sino también superabundante por todos los pecados de los hombres, por los de todo el mundo: “Él mismo es la propiciación por nuestros pecados, y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan II, 2).
“He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (San Juan I, 29), exclamó el Bautista. “Por nosotros hizo Él pecado a Aquel que no conoció pecado, para que en Él fuéramos nosotros hechos justicia de Dios” (2 Corintios V, 21).
“Reconciliar consigo por medio de Él todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses I, 20);
“En virtud de esta voluntad hemos sido santificados una vez para siempre por la oblación (entrega) del cuerpo de Jesucristo” (Hebreos X, 10);
“Él, que no hizo pecado, y en cuya boca no se halló engaño” (1 Pedro II, 22);
“Cristo murió una vez por los pecados, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro III, 18).
“Fue traspasado por nuestros pecados, quebrantado por nuestras culpas; el castigo, causa de nuestra paz, cayó sobre Él, y, a través de sus llagas hemos sido curados” (Isaías LIII, 5).
Dice Fray Luis de León, en los Nombres de Cristo, “Él no solo es Jesús y salud con su doctrina, enseñándonos el camino sano, y declarándonos el malo y peligroso, sino también con el ejemplo de su vida y de sus obras hace lo mismo; y no solo con el ejemplo nos mueve al bien y nos incita y nos guía, sino con la virtud saludable que sale de sus obras, que la comunica a nosotros, nos aviva y nos despierta y nos purga y nos sana”.
Un sacrificio es algo hecho que propiamente se le debe a Dios. Es hecho precisamente para aplacarle. Así lo explica San Agustín: “El verdadero sacrificio es toda obra que se hace para unirnos a Dios en santa sociedad, es decir, por el que podemos llegar a ser verdaderamente dichosos”. Cristo sufrió voluntariamente la Pasión, y esto fue acepto a Dios, como proveniente de la mayor caridad de Jesús. Por eso podemos decir evidentemente que su Pasión fue un verdadero sacrificio.
Pues “Éramos todos como ovejas errantes, seguimos cada cual nuestro propio camino; y Dios cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros” (Isaías LIII, 6).
“Fue maltratado, y se humilló, sin decir palabra; como cordero que es llevado al matadero; como oveja que calla ante sus esquiladores, así Él no abre la boca” (Isaías LIII, 7).
Ni siquiera se defiende:
“Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que empuñan la espada, perecerán a espada” (San Mateo XXVI, 52);
“Pero Él no respondió ni una palabra sobre nada, de suerte que el gobernador estaba muy sorprendido” (San Mateo XXVII, 14);
“El Padre me ama porque Yo pongo mi vida” (San Juan X, 17);
“Cuando lo ultrajaban no respondía con injurias y cuando padecía no amenazaba, sino que se encomendaba al Justo Juez” (1 Pedro II, 23).
Como Víctima había de ser Cordero: el Cordero de Dios que carga con los pecados del mundo. Como tal estaba figurado en los sacrificios mosaicos, en el rito pascual (cf. Éxodo XII, 3 ss.), en el sacrificio perpetuo, figura también de la Eucaristía, e incluso del sacrificio de Abel y de Abraham.
San Juan nos relata que en el cielo vio “que en medio delante del trono y de los cuatro vivientes y de los ancianos estaba de pie un Cordero como degollado” (Apocalipsis V, 6). A este Cordero degollado le adoran los ángeles, los vivientes y los ancianos diciéndole: “Digno es el Cordero que fue inmolado de recibir poder, riqueza, sabiduría, fuerza, honor, gloria y alabanza” (Apocalipsis V, 12).
“Fue arrebatado por un juicio injusto, sin que nadie pensara en su generación. Fue cortado de la tierra de los vivientes y herido por el crimen de mi pueblo” (Isaías LIII, 8).
Contrario a todo derecho, el juicio que le hicieron a Jesús fue totalmente injusto. Sus mismos contemporáneos fueron injustos con Él: lo reputaban como castigado por sus propias culpas, como si hubiera sido herido y humillado por Dios por causa propia, y no por las del pueblo.
Por el pecado el hombre había quedado esclavo en un doble sentido: esclavo del pecado mismo, según nos dice San Juan, “todo aquel que comete pecado, es esclavo del pecado” (San Juan VIII, 34), y esclavo del diablo, según nos dice San Pedro, “todo aquel vencido (por el diablo) queda esclavo del que lo venció” (2 Pedro II, 19).
Además, habíamos quedado sometidos a la servidumbre, pues estamos obligados en justicia a devolverle a Dios. Por esta razón, hay sufrimientos que uno no quiere, pero, siendo libres, y gracias a Jesucristo, podemos hacer uso de ese sufrimiento como uno quiera, como, por ejemplo, expiar por los propios pecados.
“Se le asignó sepultura entre los impíos, y con malhechores (reposó) en su muerte, aunque no cometió injusticia, ni hubo engaño en su boca” (Isaías LIII, 9).
Aún después de muerto, Jesús debía estar expuesto a la humillación y a ser enterrado con los ladrones. Por malhechores parece referirse el texto a la guardia que habían puesto ante el sepulcro.
“Dios quiso quebrantarle con sufrimientos; mas luego de ofrecer su vida en sacrificio por el pecado, verá descendencia y vivirá largos días, y la voluntad de Dios será cumplida por sus manos” (Isaías LIII, 10).
Enviando a su Hijo Dios prepara la obra de la liberación de su pueblo, a manera de un hombre que hace un esfuerzo poderoso: “Porque así amó Dios al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (San Juan III, 16).
“El que aun a su propio Hijo no perdonó, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente todas las cosas con Él?” (Romanos VIII, 32).
La voluntad de Dios será cumplida por sus manos: “Yo te he glorificado a Ti sobre la tierra dando acabamiento a la obra que me confiaste para realizar” (San Juan XVII, 4). “Literalmente, dice Crampon, su deseo, su obra, la conversión de todos los pueblos y el establecimiento del Reino de Dios en el mundo”.
“Verá el fruto de los tormentos de su alma, y quedará satisfecho. Mi siervo, el Justo, justificará a muchos por su doctrina, y cargará con las iniquidades de ellos” (Isaías LIII, 11).
En el momento culminante de su vida Jesús le dijo a su Padre: “En esto consiste la vida eterna: en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo tu Enviado… Santifícalos en la verdad: la verdad es tu Palabra” (San Juan XVII, 3.17).
“Por esto le daré en herencia una gran muchedumbre, y repartirá los despojos con los fuertes, por cuanto entregó su vida a la muerte, y fue contado entre los facinerosos. Porque tomó sobre Sí los pecados de muchos e intercedió por los transgresores” (Isaías LIII, 12).
Jesús repartirá los despojos: “Despojando a los principados y potestades denodadamente los exhibió a la infamia, triunfando sobre ellos en la Cruz” (Colosenses II, 15);
“Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, si es que sufrimos juntamente (con Él), para ser también glorificados (con Él)” (Romanos VIII, 17);
“Venid, congregaos para el gran festín de Dios” (Apocalipsis XIX, 17).
¿Acaso no fue Jesús contado entre los facinerosos, asociado a dos criminales, y no se prefirió en su lugar a Barrabás, ladrón y asesino? Pues bien, esto le valió el ser intercesor por los transgresores, que somos nosotros. ¡Qué consuelo! Él sigue intercediendo por nosotros.
“Por lo cual puede salvar perfectamente a los que por Él se acercan a Dios, ya que vive siempre para interceder por ellos” (Hebreos VII, 25). ¡Qué consuelo no significa para nosotros el saber que podemos contar permanentemente con la oración todopoderosa de Cristo por nosotros!
Jesús no solo rogó por nosotros en vida (San Juan XVII, 9 ss.) y prometió rogar después (San Juan XIV, 16) sino que está rogando permanentemente por nosotros, siendo ésta precisamente su misión como Sacerdote (Hebreos VII, 26).
Todavía hoy Jesús continúa sin cesar intercediendo por nosotros a la diestra del Padre (Romanos VIII, 34; Hebreos VII, 25), hasta su retorno triunfante en que “transformará nuestro vil cuerpo y le hará semejante al suyo glorioso” (Filipenses III, 20 s.).
Amén.
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Me he servido de Santo Tomás de Aquino, y de la Biblia de Monseñor Juan Straubinger.