La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo Rafael |
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La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo no tuvo testigos. En medio de la noche, o con las primeras luces del amanecer, las únicas personas que posiblemente podrían haber visto este maravilloso acontecimiento, los soldados que custodiaban el sepulcro, estaban dormidos.
La única presencia fue la de Dios Padre. Lo esperaba victorioso.
Y la del Espíritu Santo, que llenó de resplandor las brumas de esa mañana anunciando a la humanidad pecadora la redención de la culpa y la muerte, por la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios vivo resucitado de entre los muertos.
Jesús, que había sufrido la Pasión en público, quiso ser glorificado en soledad. La soledad del Absoluto.
La única presencia fue la de la naturaleza virgen que le rodeaba y que, asombrada y gozosa, vio salir el Sol de Justicia antes que la salida del sol cotidiano.
Según nuestro miserable y pobre pensamiento humano nos habría gustado ver la revancha. Nos habría gustado que Jesús se hubiera levantado en presencia de todos sus enemigos y los hubiera desafiado.
Debería haberse mostrado ante el inicuo Sanedrín que lo había condenado a muerte. Debería haberse aparecido en el Pretorio en donde tres días antes se había hecho eco el “crucifícalo”.
Debería haber repetido su entrada triunfal en Jerusalén, otro Domingo de Ramos, pero esta vez precedido de un cortejo de legiones de ángeles, y en medio del delirio de la muchedumbre, que habría visto consumarse la justicia sobre las autoridades, y haber dado así comienzo a la última semana, y, a la vez, habría dado continuidad a las Setenta Semanas de Daniel.
Pero nada de esto.
Porque la Luz de la Resurrección está reservada solo para la fe. Y la fe también se ofrece a los perseguidores y a los verdugos para que se conviertan al Sol de Justicia, el Salvador del mundo.
Entonces, si la Resurrección no tuvo a ningún hombre como testigo, en el momento preciso en que ésta ocurrió, es porque Dios Padre quiso reservarse para Sí el derecho de elegir a quienes serían testigos de la Resurrección de Cristo durante los cuarenta días de Su gloriosa estadía en la tierra.
A San Mateo le debemos el indicio más cercano del hecho incomparable: se trata de la remoción de la piedra, que obstruía la entrada al sepulcro: las protagonistas eran María Magdalena, y la otra María, que es llamada por San Marcos, la madre de Santiago:
“Y he ahí que hubo un gran terremoto, porque un ángel del Señor bajó del cielo, y llegándose rodó la piedra, y se sentó encima de ella. Su rostro brillaba como el relámpago, y su vestido era blanco como la nieve… Habló el ángel y dijo a las mujeres: ‘No temáis, vosotras; porque sé que buscáis a Jesús, el crucificado” (San Mateo XXVIII, 2-5).
El ángel ya había visto a las mujeres, la noche anterior, muy atentas al cuidado amoroso del entierro, y el susurro de ligeras y rápidas pisadas le habían anticipado su llegada en esa madrugada.
Según el Evangelista el ángel también había sido visto por los guardias que se habían despertado suspicazmente por los pasos de las mujeres y ahora escuchaban las increíbles y aterradoras palabras: “No está aquí; ha resucitado, como lo había dicho. Venid y ved el lugar donde estaba” (San Mateo XXVIII, 6). La muerte había dejado su Presa y la tumba vacía solo perfumaba el ambiente.
Los primeros testigos fueron, por tanto, las piadosas mujeres. Las mujeres fueron primeras en la fe, porque son primeras en el amor: por eso también son primeras en participar de la alegría infinita del Bien vuelto a encontrar.
Estas primeras afortunadas, nos dice San Lucas, fueron María Magdalena, Juana, y María, la madre de Santiago; quienes, a su vez, junto con las otras mujeres, corrieron a referir el acontecimiento a los Apóstoles (cf. San Lucas XXIV, 10). Mientras se apresuraban hacia ellos, “con temor y gran gozo”, observa San Mateo (cf. XXVII, 8), fueron saludadas por Jesús resucitado que de repente les salió al encuentro (cf. San Mateo XXVIII, 9).
Mas los Apóstoles aún continuaban paralizados por el dolor de la muerte del Maestro, y, además ahora, por el anuncio de las mujeres, que les parecía fantástico y alucinador.
Mientras tanto, la más afortunada de todas de las mujeres, la Magdalena, se había separado del grupo, y todavía temblando de dolor, permanecía junto a la tumba.
Cuando se inclinó de nuevo sobre la tumba, vio a dos ángeles vestidos de blanco, quienes le preguntaron por el motivo de esas lágrimas. Ella, entre sollozos, les contestó: “Porque han quitado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto” (San Juan XX, 13).
Pero al volverse vio a Jesús de pie, y creyendo que era el jardinero, le dice: “‘Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré’. Jesús le dijo: ‘¡Mariam!’ Ella, volviéndose, dijo en hebreo: ‘¡Rabbuni!’, es decir, ‘Maestro’” (San Juan XX, 15-16). Fue la primera palabra que una criatura humana dirigió al Resucitado.
La tarde de Pascua fue para los Apóstoles. Debía Jesús reafirmarlos en la fe, así como en la mañana, había recompensado el amor de las mujeres.
Pedro y Juan también habían corrido al sepulcro esa mañana, y habían visto que estaba vacío, pero nada más para ellos, sin ángeles y sin rastro de Él; por tanto, se volvieron a casa, con los demás, que permanecían encerrados en el Cenáculo por miedo a los judíos.
Dueño de las fuerzas de la naturaleza, Jesús entra en el refugio de la consternación de los Apóstoles. Avanzando entre las miradas inciertas por la mezcla de miedo y alegría, los saluda: “¡Paz a vosotros!” (San Juan XX, 19).
Y después de mostrar sus manos y costado con las marcas de la Pasión, les renueva su elección como Apóstoles para la salvación del mundo, confiriéndoles el poder de absolver en el sacramento de la Confesión, insuflándoles en ellos la nueva vida del espíritu, diciendo: “Recibid el Espíritu Santo: A quien perdonéis los pecados, les son perdonados; y a quien se los retengáis, les quedan retenidos” (San Juan XX, 22-23).
Al anochecer Jesús se apareció a Cleofás y su amigo que se dirigían a Emaús, para alejarse de la ciudad y llorar su dolor por la muerte del Maestro, y esperar el desarrollo de los acontecimientos.
Ésta es la manifestación pascual más completa. Jesús, en figura de peregrino, los acompaña y disipa sus dudas, sin escatimar en reproches: “¡Oh hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas!” (San Lucas XXIV, 25). Los ojos persistían en no ver.
Y sus ojos no se abrieron; y reconocieron a Jesús recién cuando Él bendijo el pan y les dio el alimento... Pero, ya era tarde, ya había desaparecido, pues se habían quedado obstinadamente ciegos –incluso en el ardor de sus deseos—durante todo el trayecto, mientras les exponía la luz que emanaba del texto de las profecías.
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En ese incomparable día de la primera Pascua, Jesús aparece y desaparece para fundar y establecer la certeza de la resurrección en aquellos testigos que Dios declaró oficiales.
Ha resucitado: El que se había dejado arrestar y luego matar, aparece aquí grácil y poderoso, sin siquiera pisar la hierba del jardín todavía húmedo por el rocío de la madrugada, sin colisionar con la inútil presencia de los soldados que estaban allí para proteger la tumba.
¡Atención! Cristo ha resucitado y se encuentra aún en el Cielo. Pronto, muy pronto, vendrá para dar comienzo a su Reino en la tierra. Cristo está cerca.
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Me he servido del Padre Cornelio Fabro.