Jesús muestra sus llagas a los Apóstoles |
*
Las apariciones de Jesús a los Apóstoles son destacadas por su excepcional importancia.
La primera tiene lugar en la “tarde” del mismo día de la resurrección, cuyo nombre de la semana era llamado por los judíos: “el primer día de la semana,” y así lo es, el Domingo.
Los once Apóstoles están juntos; acaso hubiese con ellos otras personas que no se citan. No se dice el lugar; verosímilmente podría ser el cenáculo (Act 1:4.13). Los sucesos de aquellos días, siendo ellos los discípulos del Crucificado, les tenían medrosos. Por eso les hacía ocultarse y cerrar las puertas, para evitar una intromisión inesperada de sus enemigos. Pero la consignación de este detalle tiene también por objeto demostrar el estado “glorioso” en que se halla Cristo resucitado cuando se presenta ante ellos.
Inesperadamente, Cristo se apareció en medio de ellos. San Lucas, que narra esta escena, dice que quedaron “aterrados,” pues creían ver un “espíritu” o un fantasma. Cristo les saludó deseándoles la “paz.” Con ello les confirió lo que ésta llevaba anejo, la alegría de verlo vivo (cf. Lc 24:36-43).
Como garantía de su presencia física Jesús les muestra “las manos,” que con sus cicatrices les hacían ver que eran las manos días antes taladradas por los clavos, y “el costado,” abierto por la lanza; en ambas heridas, mostradas como títulos e insignias de triunfo, Tomás podría poner sus dedos.
No significa esto que Cristo tenga que conservar estas señales en su cuerpo glorioso. Como se mostró a Magdalena seguramente sin ellas, y a los peregrinos de Emaús en aspecto de un caminante, así aquí, por la finalidad que buscaba, de hacer que sus Apóstoles no dudaran de Él, les muestra sus llagas. Todo depende de su voluntad.
Muchos, en la historia sucesiva de la Iglesia, pondrían en duda tanto la Resurrección de Nuestro Señor, como la identidad y naturaleza de su cuerpo glorioso. Por esta razón, al mostrar las llagas, Jesús está demostrando que es el mismo cuerpo, es decir, la identificación del Cristo muerto y resucitado, y la realidad corporal, contra los que dudan si se trata de un verdadero cuerpo, o de un fantasma.
*
Bien atestiguada su resurrección y su presencia sensible, el Evangelio de San Juan transmite la escena que sigue, de trascendental alcance teológico.
Les anuncia a los Apóstoles que ellos van a ser sus “enviados,” así como Él lo es del Padre (Mt 28:19; Jn 17:18, etc.).
Él, que tiene todo poder en cielos y tierra, les “envía” ahora con una misión concreta. Van a ser sus enviados con el poder de perdonar los pecados. Esto era algo insólito. Sólo Dios perdonaba los pecados. Por eso, de Cristo, al considerarle sólo hombre, decían los fariseos escandalizados: Este “blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” (Mc 2:7 par.).
Al decir esto, “sopló” sobre ellos. Es símbolo con el que se comunica la vida que Dios concede (Gen 2:7; Ez 37:9-14; Sab 15:11). Por la penitencia, Dios va a comunicar su perdón, que es el dar a los hombres el “ser hijos de Dios” (Jn 1:12): el poder perdonar, es el poder dar vida divina. Precisamente en Génesis, Dios “insufla” sobre Adán el hombre de “arcilla,” y le “inspiró aliento de vida” (Gen 2:7).
Por eso, con esta simbólica insuflación explica su sentido, que es el que “reciban el Espíritu Santo.” Dios les comunica su poder y su virtud para una finalidad concreta: “A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos.”
A diferencia de la donación del Espíritu Santo en Pentecostés, por la que los Apóstoles experimentaron la transformación que la virtud de la fortaleza les confirió en orden a su misión de “Apóstoles”, o “testigos”; y, a diferencia de la “promesa” del Espíritu Santo que Jesús les hace en el Sermón de la Cena (Jn 14:16.17.26; 16:7-15), cuando les promete el Espíritu Santo, que se les comunicará en Pentecostés, con una finalidad “defensora” de ellos e “iluminadora” y “docente,” la insuflación del Espíritu Santo sobre los Apóstoles en la aparición en el Cenáculo tiene la trascendental misión de conferir el “perdón” a los pecadores.
En adelante los Apóstoles, que ya habían sido ordenados sacerdotes en la Última Cena, se encuentran investidos del poder de perdonar los pecados.
Este poder exige para su ejercicio un juicio. El Sacramento de la Confesión, es principalmente un juicio, en donde el sacerdote juzga al pecador que ha hecho su descargo. Si han de perdonar o retener todos los pecados, necesitan saber, es decir, valorar, juzgar, si pueden perdonar o han de retener. Evidentemente es éste el poder sacramental de la confesión que ejerce el sacerdote.
De este pasaje dio la Iglesia dos definiciones dogmáticas. La primera fue dada en el canon 12 del quinto concilio ecuménico, que es el Constantinopolitano II, de 552, y dice así, definiendo:
“Si alguno defiende al impío Teodoro de Mopsuestia, que dijo... que, después de la resurrección, cuando el Señor insufló a los discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20:22), no les dio el Espíritu Santo, sino que tan sólo se lo dio figurativamente, sea anatema.”
La segunda definición dogmática la dio el concilio de Trento, cuando, interpretando dogmáticamente este pasaje de San Juan, dice en el canon 3, “De sacramento paenitentiae”:
“Si alguno dijese que aquellas palabras del Señor Salvador: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20:22ss), no han de entenderse de la potestad de perdonar y retener los pecados en el sacramento de la penitencia, como la Iglesia católica, ya desde el principio, siempre lo entendió así, sino que lo retorciese (es decir, lo tergiversase), contra la institución de este sacramento, a la autoridad de predicar el Evangelio, sea anatema.”
Por lo tanto, en este pasaje de San Juan se tiene que es de fe: a) que Cristo les comunicó el Espíritu Santo (quinto concilio ecuménico); b) y que se lo comunicó al instituir el sacramento de la penitencia (concilio de Trento).
*
En esta aparición del Señor a los Apóstoles no estaba el Apóstol Tomás, de sobrenombre Dídimo (= gemelo, mellizo).
Si se muestra, por una parte, hombre de corazón y de arranque (Jn 11:16 “Vayamos también nosotros a morir con Él”), en otros pasajes se le ve un tanto escéptico, o que tiene un criterio un poco “positivista” (Jn 14:5 “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo, pues, sabremos el camino?”). Se diría que es lo que va a reflejarse aquí.
No solamente no creyó en la resurrección del Señor por el testimonio de los otros diez Apóstoles, y no sólo exigió para ello el verle él mismo, sino el comprobarlo “positivamente”: necesitaba “ver” las llagas de los clavos en sus manos y “meter” su dedo en ellas, lo mismo que su “mano” en la llaga de su “costado,” abierta por el golpe de lanza del centurión. Sólo a este precio “creerá.”
Pero a los “ocho días” se realizó otra vez la visita del Señor. Estaban los diez Apóstoles juntos, probablemente en el mismo lugar, y Tomás con ellos. Y vino el Señor otra vez, “cerradas las puertas.” San Juan relata la escena con la máxima sobriedad.
Y después de desearles la paz — saludo y don — se dirigió a Tomás y le mandó que cumpliese en su cuerpo la experiencia que exigía. No dice el texto si Tomás llegó a ello. Más bien lo excluye al decirle Cristo que creyó porque “vio,” no resaltándose, lo que se esperaría en este caso, el hecho de haber cumplido Tomás su propósito para cerciorarse. Probablemente no. La evidencia de la presencia de Cristo había de deshacer la pertinacia de Tomás. Su exclamación encierra una riqueza teológica grande. Dice: “¡Señor mío y Dios mío!”
La frase “¡Señor mío y Dios mío!” no es una exclamación; se habría usado para ello el vocativo (Ap 11:17; 15:3). Es, por el contrario, un reconocimiento de Cristo (en nominativo), es decir, un reconocimiento de quién es Él. Es, además, lo que pide el contexto (v.29), es decir, el reconocimiento de Jesús resucitado.
Esta formulación es uno de los pasajes del Evangelio de San Juan, junto con el “prólogo,” el texto que leemos al final de todas las misas, en donde explícitamente se proclama la divinidad de Cristo (1 Jn 5:20).
La expresión, que está compuesta por el binomio de estas dos palabras “Señor y Dios” (Κύριος-θεός), es la traducción (en la LXX) del Hebreo Yahvé 'EÍohím. Este nombre, “Señor Dios”, lo comenzó a usar la primitiva comunidad cristiana (Act 2:36). El Κύριος (Señor) era la confesión ordinaria para proclamar la divinidad de Cristo.
En el Evangelio de San Juan se dice de Cristo que se “ha de ir” (muerte/resurrección), que ha de “subir” al Cielo” — “ascensión” — como plan del Padre para “enviar” el Espíritu Santo. Y aquí, ¿antes de la “ascensión” ya “envía” el Espíritu para el “perdón de los pecados”?
Una vez que el alma de Cristo se separó del cuerpo, entró en su gloria: estaba en el cielo; al resucitar Cristo en su integridad gloriosa, estaba en el cielo. Las “apariciones” de los “cuarenta días,” de las que se habla en los Hechos de los Apóstoles, en nada impiden esta vida celestial y la “ascensión” de Cristo en su gloria.
San Juan ve toda una unidad — muerte-resurrección/ ascensión/venida del Espíritu Santo, enviado por Cristo — por su profundo enfoque teológico de todos estos hechos.
La respuesta de Cristo a esta confesión de Tomás acusa el contraste, se diría un poco irónico, entre la fe de Tomás y la visión de Cristo resucitado, para proclamar “bienaventurados” a los que creen sin ver.
No es censura a los motivos racionales de la fe y la credibilidad, como tampoco lo es a los otros diez Apóstoles, que ocho días antes le vieron y creyeron, pero que no plantearon exigencias ni condiciones para su fe: no tuvieron la actitud de Tomás, que se negó a creer a los “testigos” para admitir la fe si él mismo no veía lo que no sería dable verlo a todos: ni por razón de la lejanía en el tiempo, ni por haber sido de los “elegidos” por Dios para ser “testigos” de su resurrección (Act 2:32; 10:40-42).
Es la bienaventuranza de Cristo a los fieles futuros, que aceptan, por tradición ininterrumpida, la fe de los que fueron “elegidos” por Dios para ser “testigos” oficiales de su resurrección y para transmitirla a los demás. Es lo que Cristo pidió en la “oración sacerdotal”: “No ruego sólo por éstos (por los Apóstoles), sino por cuantos crean en mí por su palabra” (Jn 17:20).
Interesaba destacar bien esto en la comunidad primitiva como lección para el futuro en la Iglesia.
“Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”.
El Evangelista confiesa que Cristo hizo “otras muchas señales,” milagros (Jn 21:25), que son “señales” probativas de su misión. No sólo fueron hechos y recibidos como dichos, sino “presenciados” por sus “discípulos.”
Esta confesión hace ver que los milagros referidos por San Juan en su Evangelio son una selección deliberada de los mismos en orden a probar que Jesús es el “Mesías” y que es el “Hijo de Dios.”
Esta es la confesión de fe en Él, pero esta fe es para que, “creyendo, tengáis vida en su nombre.”
La fe es la fe que se demuestra con obras. Solo así se podrá tener “vida”. Esta “vida” sólo se tiene en “su nombre,” pues el nombre es la persona.
Aquí la fe es, por tanto, en la persona de Cristo, como el verdadero Hijo de Dios. Amén.
*
Me he servido de la Biblia de los Padres Dominicos.