Pentecostés |
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Después de haber ascendido a los cielos Cristo se sentó a la diestra de Dios Padre, y en Pentecostés fue enviado el Espíritu Santo a la Iglesia. Su labor es conducir a la Iglesia en su peregrinación terrenal para introducirla en la Parusía.
El modo de relacionarse con Dios cambió a partir de ese momento. Ya no sería a través de la presencia física de Jesús, como lo venían haciendo los Apóstoles hasta entonces. Si bien Jesús les había dejado la Eucaristía, como modo de presencia Sacramental, también les había prometido enviarles el Espíritu Santo, para que a través de Él se relacionasen con el Padre espiritualmente, pues Dios es Espíritu.
El Espíritu Santo, también llamado el Sostenedor o el Sustentador de la Iglesia, vivifica y hace plena a la Iglesia. En Pentecostés, entonces, se logró la plenitud de la Iglesia. No en sentido numérico, ciertamente, sino en el sentido de alcanzar la plenitud de todos sus poderes espirituales. La Iglesia quedó, a partir de ese momento, perfectamente acabada.
Numéricamente hablando, aún puede expandirse, como también puede reducirse, como está sucediendo en estos momentos. Hoy la Iglesia está reducida a su mínima expresión, encerrada en algunos hogares, gracias a que toda la jerarquía ha apostatado.
Que la Iglesia haya sido perfectamente acabada en Pentecostés significa que desde entonces cuenta con la capacidad de combatir efectivamente a sus enemigos y derrotarlos: el mundo y el diablo. Esa capacidad le viene gracias a la efusión del Espíritu Santo, “el Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir” (San Juan XIV, 17).
Es por esto por lo que Jesús dijo: “Si alguno me ama, guardará mi palabra… El que no me ama no guardará mis palabras” (San Juan XIV, 23-24). Las palabras de Jesús son la Verdad. Guardar sus palabras es amar a Jesús. Amar a Jesús, y amar la Verdad, son la misma cosa.
El amor a Jesús es, entonces, fundamental. Si todavía hay pecado es porque no hay amor; y si no hay amor, entonces, no se guarda su palabra, es decir, no se vive en la verdad. El Espíritu Santo, que tendría que venir a enseñarnos y a recordarnos todo, no viene a un alma que no ame a Jesús y no viva en la verdad. “El intercesor, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, Él os lo enseñará todo, y os recordará todo lo que Yo os he dicho” (San Juan XIV, 26), a condición de que me amen.
¿Qué clase de catolicismo es el coquetear con el pecado y con el príncipe de este mundo? Jesús es bien claro: “(el príncipe de este mundo) no tiene nada (que ver) conmigo…” (San Juan XIV, 30). Solo tiene dominio y ejerce su imperio sobre los pecadores. Es por esto por lo que los pecadores son arrastrados cada vez más y más lejos de poder amar a Jesucristo y de vivir en la verdad.
Mas para quien ama a Jesucristo y ha abandonado totalmente el pecado sus palabras son de consuelo: “No se turbe vuestro corazón, ni se amedrente… ‘Me voy, pero volveré a vosotros’” (San Juan XIV, 27-28). Volverá para reinar en este mundo, después de haber derrotado al enemigo.
La victoria de Cristo sobre el mal fue obtenida a través de su sacrificio de muerte en la cruz. Sin embargo, el mal aún sigue actuando en este mundo. Esto es así porque el cumplimiento de la victoria de Cristo no será sino recién en un futuro esjatológico no muy lejano, para el cual nos estamos preparando gracias a la asistencia del Espíritu Santo.
Así, la plenitud de la Iglesia alcanzada en Pentecostés en cuanto a la perfección de sus poderes espirituales no obtendrá su victoria sino juntamente con la victoria de Jesucristo en la Parusía. Estamos llamados a participar de esa victoria, y, si así Dios lo quiere, a ser parte del Reino de Dios en la tierra.
Sería un error adjudicarle a la labor del Espíritu Santo solamente el hecho de recordar los acontecimientos por venir hasta la Parusía. Esto no tendría mucho sentido ya que estos mismos acontecimientos han sido revelados por el mismo Espíritu Santo en las Santas Escrituras. Para conocerlos, es solo cuestión de escudriñarlas, con la ayuda de su gracia.
Su tarea más fundamental aún –y me refiero específicamente a la que debe realizar en los tiempos finales—es la de preparar cristianos capaces de resistir los momentos cruciales previos a la Parusía. Esto solo podría lograrse dirigiendo exclusivamente la vida y la mirada de estos cristianos hacia la venida del Señor. No hay en este momento otra tarea que sea más relevante que ésta.
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Para quien ama la venida de Nuestro Señor Jesucristo esto implica ver el presente desde la perspectiva del futuro, lo cual podrá entenderse mejor a partir de la reflexión sobre dos pasajes del Apocalipsis en los que específicamente se menciona al Espíritu.
El primero de ellos dice: “Y el Espíritu y la Novia dicen: ‘Ven’” (Apocalipsis XXII, 17).
La Novia es la Nueva Jerusalén, que desciende del cielo de parte de Dios (cf. Apocalipsis XXI, 2). Es la Iglesia en la consumación de la historia. Cuando venga el Cordero, encontrará lista a la Iglesia para su matrimonio con Ella, vestida con el finísimo lino de las obras de perfecta justicia (cf. Apocalipsis XIX, 7-8). La Novia es la Iglesia vista desde la perspectiva de la Parusía.
En esta oración, la Iglesia está siendo dirigida por la voz del Espíritu Santo que habla a través de las profecías. Esta oración es inequívoca: se pide por la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo. El Espíritu Santo, pues, está preparando a la Novia para la llegada del Esposo.
Pero, además, San Juan invita a quien escucha la profecía del Apocalipsis a unirse a esta oración: “Diga también quien escucha: ‘Ven’” (Apocalipsis XXII, 17). La relación es bien clara: no habrá Novia bien preparada a menos que cada cristiano se comprometa a pedir por la Parusía de Nuestro Señor.
Esta oración debe estar en el corazón de la vida cristiana. No hay en este momento otro empeño más relevante que éste. La vida cristiana debe vivirse bajo la dirección del Espíritu Santo en oración y espera del Señor, y no según los dictámenes del príncipe de este mundo.
Es porque se ama ver venir a Nuestro Señor en la Parusía y se ama tener parte en su Reino en la tierra que se debe vivir la vida cristiana llenos de entusiasmo en medio del estercolero de este mundo. El Espíritu Santo mismo nos inspira este deseo; y éste es el deseo que mantiene en pie y en resistencia ante los cruelísimos ataques del enemigo.
Si llegáramos a tener la fortuna de estar en la tierra el día y la hora que nadie conoce, es muy probable que nos toque escapar a la muerte, puesto que podríamos ser arrebatados, y ser transformados a semejanza de los resucitados, sin pasar por la muerte, y ser elevados hacia las nubes del cielo, para bajar juntamente con Cristo Rey. Los elegidos serán arrebatados en el día de la Parusía del Señor cuando se produzca la Primera Resurrección de los santos.
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El segundo pasaje del Apocalipsis que hace referencia al Espírito Santo se encuentra en el relato de los Dos Testigos (cf. Apocalipsis XI). En este relato, cuando los Dos Testigos acaban su testimonio, la bestia les quita la vida, y “sus cadáveres yacen en la plaza de la gran ciudad que es llamada proféticamente Sodoma y Egipto” (Apocalipsis XI, 8). Aquí, la palabra “proféticamente”, hace explícita referencia al Espíritu Santo, en el texto original griego.
De modo que la gran ciudad es llamada “proféticamente”, es decir, por el Espíritu de Profecía, Sodoma y Egipto. El Espíritu Santo deja en claro, de este modo, el verdadero carácter de esta ciudad: una ciudad lista para el juicio (el juicio sobre Sodoma), y la ciudad en la cual los cristianos fueron redimidos (Egipto; implicación derivada del hecho de haber salido de Egipto salvos).
No será diferente nuestra vocación y destino a la vocación y destino de los Dos Testigos. Así como el pasaje de la oración del Espíritu Santo y la Novia pidiendo que venga el Esposo sirve de guía para la oración de los fieles, el relato de los Dos Testigos vale también para los fieles como ejemplo de lo que les puede llegar a suceder.
Haciéndose eco de muchos precedentes históricos, el testimonio de los Dos Testigos refleja perfectamente el poder del mensaje del verdadero profeta. El mensaje es entregado no sin sufrir rechazo y el martirio. Pero, a la vez, con la esperanza de la reivindicación, que se traduce tanto en el juicio como, más prominentemente, en la salvación del mismo mundo que los rechazó y triunfó sobre ellos (cf. Apocalipsis XI, 13).
Mas la resistencia de la Iglesia en los últimos días, a diferencia de otros tiempos, encontrará una novedad: la ferocidad o la bestialidad de la bestia, valga la redundancia.
¿Cuánto más necesario será entonces la asistencia del Espíritu Santo? ¿Cuánto más relevante será su ayuda para aquellos cuyo testimonio será más importante aún que el de Moisés o Elías, dado que la bestia tendrá que emplear mayor fuerza, ferocidad, y bestialidad para derrotarlos?
El papel del cristianismo en estos momentos previos a la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo es decisivo. Tiene una seriedad e importancia muy grave. No se puede tomarlo a la ligera. Esto implica dejarnos guiar por el Espíritu Santo; implica incertidumbre; implica un nuevo estilo de vida, en el cual, los elementos principales son el sufrimiento, el rechazo y la muerte.
Los Dos Testigos encontrarán su martirio en el mismo lugar “donde el Señor de ellos fue crucificado”, es decir Jerusalén (Apocalipsis XI, 8). Nosotros no sabemos dónde. Pero sí sabemos que este camino de la muerte a la vida es así, principalmente, porque así fue para Jesús, y no podemos esperar otra cosa del mundo, ni de la bestia.
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Pentecostés marcó el momento en que sacudidos por las lenguas de fuego con un estremecimiento tal como el de un relámpago, a los Apóstoles todo se les hizo claro: absolutamente todo. La naturaleza y la misión divina de Jesús, las persecuciones y la muerte que les aguardaban en el cumplimiento de su misión de fundación de la Iglesia, la resistencia que tendrían que oponer ante el mal.
El Espíritu Santo es el Espíritu de verdad. La verdad es ver claramente las cosas, y éste es un don que solo recibe quien está en gracia de Dios, es decir, es un don totalmente incompatible con el pecado. Jesús lo prometió: “Él os lo enseñará todo, y os recordará todo” (Apocalipsis XIV, 26), a condición de que me amen.
Gracias al sufrimiento todo se vuelve verdad, y la vida eterna es la única vida verdadera. Hoy, necesitamos que el Espíritu Santo no desvíe su mirada misericordiosa de nosotros y no nos haga faltar su consuelo en estos terribles momentos de prueba.
¡Que nos de el gusto solo por las cosas del Espíritu!¡Que nos haga estar atentos solo a las voces del Espíritu! ¡Que nos prepare para morir antes que perder la gracia y la vida del Espíritu!
Amén.
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Me he servido de un sermón del Padre Cornelio Fabro, de la Biblia comentada por Scío de San Miguel, y del libro “The Climax of Prophecy”, de Richard Bauckham.