domingo, 4 de julio de 2021

Dom VI post Pent – San Marcos VIII, 1-9 – 2021-07-04 – Padre Edgar Díaz

El Sacrificio de Isaac - Caravaggio


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En el plan de salvación de Dios a través de su Iglesia viene incluido un alimento del todo especial: “Porque mi carne es verdaderamente comida; y mi sangre verdaderamente bebida” (San Juan VI, 55).

Nuestro corazón es un altar. La víctima sobre este altar son nuestras maldades; y el fuego sagrado con el que se inmola esta víctima es el amor de Jesucristo, expresado a través de la Eucaristía.

La Eucaristía es el Sacramento de los vivos: otorga vida sobrenatural y gracia santificante. Así como la comida fortalece nuestros cuerpos y los hace crecer, así la Eucaristía da fuerzas en contra de las tentaciones y hace crecer al alma en virtud y justicia.

Así como saboreamos una deliciosa comida gracias a la fineza de paladar, así nos sabe dulce la Eucaristía cuando nuestro corazón es más puro y cuando mejor preparada está nuestra alma para recibirla.

Y así Dios inaugura una eternidad de felicidad en el medio de nuestra miseria. Además de ser Sacramento, donde Jesús se nos da como comida, la Eucaristía es un sacrificio en donde el Cordero sin manchas renueva el memorial de su Pasión y muerte y es verdaderamente inmolado.

Un sacrificio es un acto público y solemne destinado para honrar a Dios. Santo Tomás de Aquino define sacrificio como “un acto externo, público y solemne, hecho por un hombre especialmente elegido, con el objeto de ofrecer a Dios Altísimo algo animado o material, de tal manera que esta cosa, destruida y transformada, es separada para el culto de adoración y honor a Dios”.

De esta definición se sigue que el sacrificio es la esencia, la misma alma, de la adoración a Dios, y la expresión apropiada de la relación entre Dios y el hombre. 

A este respecto, un sacrificio debe ser ofrecido en nombre de toda la gente. De ninguna manera es un acto privado que cualquier individuo pueda realizar como le plazca; debe ser ofrecido solo por hombres especialmente elegidos y consagrados: “Nadie se toma este honor sino el que es llamado por Dios” (Hebreos V, 4). Bajo la ley de la gracia, solo los sacerdotes válidamente ordenados pueden celebrar la Santa Misa y consagrar el Cuerpo de Jesucristo.

En segundo lugar, un sacrificio consiste en la oblación de una cosa externa, concreta y permanente. Para que haya sacrificio el objeto ofrecido debe ser destruido, o al menos debe pasar por un cambio o modificación, que lo haga inútil para cualquier uso profano, y que solo sirva para el honor y adoración a Dios.

Se sigue que esta destrucción o modificación, que constituye la misma esencia del sacrificio, no puede ser aplicada a ningún acto del hombre, por no ser los actos del hombre algo permanente. Luego, es esencial que el sacrificio sea algo extraño al hombre y que sea algo subsistente por sí mismo, ya que el sacrificio se basa sobre el principio de sustitución.

En tiempos antiguos, si un hombre ofrecía un animal en lugar de sí mismo, el animal era matado; si ofrecía harina o pan, la harina o el pan eran cocinados y consumidos; y si era líquido lo que ofrecía, el líquido era derramado como libación.

En tercer lugar, se sigue de la definición de Santo Tomás de Aquino que el sacrificio y el sacramento tienen algo en común: ambos son un signo externo y visible destinado a expresar y efectuar algo sagrado. 

Aún así, mientras el sacramento está destinado para la santificación del hombre, el sacrificio tiene como objeto inmediato la honra debida a Dios, y el reconocimiento de su infinita soberanía.

El hombre está obligado a honrar a Dios. Así en todo tiempo y en todo lugar los hombres solo pudieron dar a Dios como signo de adoración y gratitud lo más poderoso y más expresivo que tenían y que consistía en el destruir o modificar, para su gloria, aquello que fuera de más valor y más preciado en sus vidas. 

Constantemente se ha recurrido a este medio para mostrar a Dios altísimo de que estaban debajo de su poder y de que lo reconocían como el autor absoluto de la vida y la muerte.

Sin sacrificio el hombre no podría honrar a Dios como debería. No hay otro poderoso medio para obtener su misericordia, mitigar su justicia, y darle a la oración toda su eficacia.

Así una vez que el sacrificio de la Cruz, esa oblación infinita en sí misma, más que superabundante en su aplicación y en sus efectos, fue ofrecido en el calvario, inmediatamente cesaron todos los sacrificios sangrientos sobre toda la superficie de la tierra.

La Eucaristía es el sacrificio más perfecto que se le puede dar a Dios. Para este sacrificio hay un Sacerdote principal, Jesucristo, y un sacerdote secundario consagrado especialmente para este propósito.

Hay una víctima ofrecida, que no es otra que Jesucristo mismo, escondido bajo las especies o apariencias de pan y de vino. Está Dios Altísimo, a quien la víctima es ofrecida.

La víctima es ofrecida a Dios en beneficio de alguien. Los que obtienen estos beneficios son la Iglesia y los fieles, ya que Jesucristo es entregado “por vosotros y por muchos”.

Como observa Santo Tomás la excelencia del sacrificio es superior a la del sacramento. El sacramento beneficia solo a la persona a la que se le es administrado mientras que el sacrificio es saludable a todos.

Finalmente, el sacrificio es expresado por la Santa Misa. En la Santa Misa se ofrece la víctima, se la consagra, y finalmente se la consume. El Concilio de Trento dice que el sacrificio de la Santa Misa tiene el mismo valor que el sacrificio de la Cruz.

Un hecho notable ocurrido en la historia fue la desaparición de los sacerdotes en el Protestantismo, debido a su vez, a la desaparición misma del sacrificio. El día en que los Protestantes echaron a Cristo de sus Sagrarios los sacerdotes también desaparecieron de entre medio de ellos.

Tal es la razón del implacable odio de los malvados por el sacerdote. En el Apocalipsis leemos: “El dragón se colocó frente a la mujer que estaba para dar a luz, a fin de devorar a su hijo luego que ella hubiese alumbrado” (Apocalipsis XII, 4).

Ahora bien, el hombre que hace presente a Jesucristo es el sacerdote. El medio seguro de suprimir a Jesucristo lo más que se pueda, y de destruir absolutamente su reino aquí en la tierra, es deshaciéndose del sacerdote, o, si se quiere, sometiéndole a una nefasta dictadura por la que se le lleve a vaciar su corazón de la fe, de la inocencia, y del amor por Jesucristo y las almas.

Si aplicamos los frutos del sacrificio de la Santa Misa a nosotros mismos, la Santa Misa nos protegerá ciertamente de las grandes calamidades y nos ayudará en nuestras necesidades temporales. Si nos golpeara la enfermedad, o la guerra nos decimara, podríamos aún venir al Santo Templo de Dios y ofrecerle a Dios el sacrificio, y Dios detendría estos flagelos que destruyen la raza humana.

¿Qué sería del mundo, entristecido por tantas desgracias y escándalos, hostigado por los políticos en contra de Jesucristo, atosigado por las blasfemias de la prensa que llaman sin cesar la ira y la maldición de Dios sobre la humanidad, si en un tiempo como este la voz de Jesucristo se callara y no ascendiera más hacia el Padre para pedirle  misericordia en favor del pueblo, en el sacrificio de la Santa Misa?

El Profeta Daniel anunciando los signos precursores de la justicia de Dios y la caída de los reinos, y señalando las grandes catástrofes que eliminará de la faz de la tierra a grandes poblaciones embriagadas con el vino del adulterio y la fornicación, nos dice que “reconoceremos que las grandes calamidades estarán cerca cuando veamos a la abominación de la desolación en el lugar santo, cuando el sacrificio perpetuo haya cesado” (Daniel XII, 11).

Ésta será la noticia más triste que jamás hayamos recibido. En el momento de la desolación final, el sacrificio de la Santa Misa ya no se celebrará más en ningún rincón de la tierra. Ya no habrá mediador entre la justicia de Dios y el hombre. Los crímenes y blasfemias de la humanidad no tendrán ya más un contrapeso que los equilibren. 

Aunque Daniel escuchó la profecía, no la entendió. Por eso volvió a preguntar: “Oh mi señor, ¿cuál será el fin de estas cosas?” (Daniel XII, 8). En su esfuerzo por comprender las revelaciones dadas sobre la consumación del tiempo del fin Daniel estaba desconcertado.

En respuesta a su pregunta, a Daniel se le dijo una vez más que la revelación que se le había dado era oficial e inmutable y que permanecería así hasta el tiempo del fin: “estas palabras están cerradas y selladas hasta el tiempo del fin” (Daniel XII, 9). 

El propósito principal de la revelación era informar a quienes vivirían en ese tiempo. La información dada al Profeta Daniel solo sería útil para los que estuvieran presentes al final de los tiempos.

Sin embargo, en respuesta parcial a la pregunta de Daniel, se le dijo que el tiempo del fin resultará tanto en la purificación de los santos como en la manifestación del mal en el corazón humano. Asimismo, la comprensión de los eventos del fin de los tiempos será posible solo para los sabios, mas ningún impío entenderá (cf. Daniel XII, 10). 

La comprensión de la profecía requiere especialmente de una visión espiritual tal y de una iluminación que solo puede provenir del Espíritu Santo.

Aunque las Escrituras describen con gran detalle el tiempo del fin, es obvio que los malvados no se beneficiarán de esta revelación divina. Pero será una fuente de consuelo y dirección solo para los verdaderos creyentes en Dios.

Transcurrirá un período de 1.290 días desde el momento en que se quitará el sacrificio perpetuo de la Santa Misa hasta que sea consumado el tiempo del fin. 

El momento en que se quitará el sacrificio perpetuo de la Santa Misa se equipara con el establecimiento de la abominación desoladora en el Santo Templo, según nos dice Jesús mismo: “Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo – el que lee, que entienda…” (San Mateo XXIV, 15). 

La abominación desoladora de la que habló el profeta Daniel se da como una señal del comienzo de la Gran Tribulación y coincide con el cese del sacrificio perpetuo de la Santa Misa. 

De estos pasajes, es obvio que los últimos tres años y medio del tiempo del fin están a la vista. Nuestro Señor evangelizó en la tierra tres años y medio, y el Anticristo ejecutará su plan satánico por el mismo período de tiempo.

Para quienes buscamos la comprensión de estos días difíciles que muestran estar poniendo fin al propósito de Dios para Su iglesia, el profeta Daniel arroja amplia luz sobre los eventos contemporáneos que presagian la consumación.

Si Dios está reviviendo políticamente a su pueblo Israel, y, a la vez, está permitiendo que la Iglesia caiga en la indiferencia y la apostasía, mientras que las naciones se mueven hacia el dominio del mundo, puede que no pase mucho tiempo antes de que los acontecimientos del fin se desarrollen ante nuestros ojos. Amén.

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Me he servido de la Biblia de Monseñor Straubinger; del libro del padre Charles Arminjon, “The End of the Present World and the Mysteries of the Future Life”; y del libro “Daniel”, de John F. Walvoord.