domingo, 19 de septiembre de 2021

Dom XVII post Pent – San Mateo XXII, 34-46 – 2021-09-19 – Padre Edgar Díaz

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En el Evangelio de hoy los Fariseos le preguntan a Nuestro Señor: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?” (San Mateo XXII, 36).

Santo Tomás de Aquino dice: “Una pregunta calumniosa y presuntuosa”. Calumniosa porque todo lo relacionado con Dios es importante.

Presuntuosa porque están preguntando “por lo más” cuando no hacen “lo menos”. Atrevimiento de mucha gente es pretender hacer lo más cuando no se hace lo mínimo. Eso se llama presunción.

El ignorante pregunta para aprender. Esta pregunta no era de un ignorante sino más bien de alguien mal intencionado por impugnar la verdad con alguna zancadilla.

Sin embargo, Nuestro Señor le contesta: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (San Mateo XXII, 37). Es decir, con todas las potencias del alma: la voluntad, los afectos, y la inteligencia. Y… “Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda Ley y los Profetas” (San Mateo XXII, 39-40). 

¡Qué mayor pecado el de no amar a Dios sobre todas las cosas! Esto equivaldría a amar a una cosa efímera y finita por sobre Dios y ponerla en el lugar de Dios.

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En los últimos tiempos el amor se enfriará: “Por efecto de los excesos de la iniquidad, el amor de muchos se enfriará” (San Mateo XXIV, 12).

Un texto de San Pablo nos ayuda a entender la situación actual, a superar el miedo y la tristeza, y a vivir de lo que realmente tenemos que vivir, la fe.

San Pablo invita a confiar en Dios, y a tener paciencia, para obtener lo prometido, una gran recompensa: “No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene una grande recompensa, puesto que tenéis la necesidad de paciencia, a fin de que después de cumplir la voluntad de Dios obtengáis lo prometido” (Hebreos X, 35-36).

Nuestra tendencia sin embargo es a desanimarnos. Esto se muestra a través de los esfuerzos por tratar de buscar una solución humana en vez de confiar en Dios, dejándolo todo en sus manos.

Como los primeros cristianos, también nosotros deberemos aceptar los ultrajes a los que nos vemos expuestos: “Aceptasteis gozosamente el robo de vuestros bienes, sabiendo que tenéis una posesión mejor y duradera” (Hebreos X, 34).

Hoy 19 de Septiembre, en la Fiesta de San Jenaro, recordamos precisamente cómo en el año 305 éste fue arrojado a las bestias, con varios compañeros, y todos fueron después decapitados.

Llegada su hora, Nuestro Señor apartó de su camino todo lo que obstaculizaba su captura y Él mismo salió al encuentro de sus agresores. Fue la misma Víctima quien se dirigió a Getsemaní para ser capturada; se puso a Sí mismo bajo las manos homicidas.

El verdadero Abel se expuso a Sí mismo al abierto para que Caín pudiera fácilmente atraparlo y sacrificarlo con su odio más cruel. Y todo por amor a Dios Padre. Éste es el más grande amor a Dios que se pueda tener, y nosotros debemos “andar de la misma manera que Él anduvo” (1 Juan II, 6).

En los días que están por venir es muy probable que nos quiten todo: posesiones, y vida, así como les pasó a los primeros. Y los primeros pudieron superar los crueles tormentos gracias a la confianza que tenían en Dios, que provee, y promete una posesión mucho mejor aún de la que dejamos.

Son momentos de mucha incertidumbre: ¿Buscar una escapatoria con el riesgo de comprometerse? ¿Salir a luchar y defender nuestros derechos? Se me ocurre que la única respuesta posible es la confianza en Dios. Dios nos pide confianza en Él, y paciencia. Nos lo dice San Pablo.

Es indudable que ver desmoronarse el mundo alrededor produce una gran tristeza, pero atención: “La tristeza (producida por las cosas del mundo) engendra la muerte” (2 Corintios VII, 10). Sentir tristeza por lo que se deja atrás significa falta de conversión a Dios.

El Sirácida nos enseña: “Apiádate de tu alma, agrada a Dios, y sé paciente… arroja lejos de ti la tristeza, porque a muchos ha matado, y para nada es buena” (Eclesiástico XXX, 25). No hay utilidad en la tristeza.

Por consiguiente, es necesario hacerle frente, con una virtud capaz de mantenernos cuerdos de mente, que conserve el bien de la razón, que esté por encima del ímpetu de la pasión, para que no sucumba nuestro razonamiento ante la tristeza y el miedo. Éste es el trabajo de la paciencia.

Dice San Agustín que gracias a la paciencia podremos soportar el mal que tendremos que padecer, sin que por ello tengamos que amedrentarnos por la tristeza, para que no resulte que tengamos que abandonar en medio del camino las oportunidades preciosas que Dios nos ofrece para llegar a Él.

La paciencia quita del medio la tristeza y el miedo porque produce delectación. Es a este goce al que debemos recurrir, cuando todo por fuera sea tiniebla. Paciencia y gozo ante la tribulación. No sucumbir ante la tristeza y el miedo. El Señor no tarda en responder.

Por la paciencia se domina al alma propia, para no perderla ante las garras del enemigo, que busca a toda costa enviarla al infierno. La paciencia arranca radicalmente las pasiones de las adversidades, por las que se inquieta el alma, dice Santo Tomás de Aquino, y hace que con fortaleza podamos enfrentarnos a peligros tales como la muerte.

Nunca elegiríamos la muerte si no fuera que ésta nos conduce a Dios. Nunca elegiríamos sufrir la tristeza por sí misma, si no fuera por un fin determinado. 

Luego, es preciso, amar más a Dios, por quien nos animamos a sufrir males, que los bienes que tendremos que dejar atrás, cuya privación actual ocasionará dolor y tristeza. Es por esto por lo que podemos decir, según nos enseña San Agustín, que la paciencia es producida por el amor, por el amor a Dios.

Por eso dice San Pablo que “la caridad es paciente” (1 Corintios XIII, 4). Y el amor a Dios no puede tenerse si no es por la gracia: “El amor a Dios está en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Romanos V, 5). De donde se sigue que la paciencia no se puede tener si no es por la gracia, la cual se debe pedir a Dios.

Se es paciente cuando se comporta laudablemente sufriendo el mal de manera que no se entristece desordenadamente. 

Al final se ve la luz y se oyen palabras como las que San Pablo dijo a los primeros: “Recordad los días primeros, en que, después de iluminados, soportasteis un gran combate de padecimientos. Por una parte, habéis servido de espectáculo por la afrenta y tribulación que padecisteis; por la otra, os habéis hecho partícipes de los que sufrían tal tratamiento” (Hebreos X, 32-33).

El miedo, la tristeza, la falta de confianza en Dios, la impaciencia, se oponen diametralmente al amor a Dios, como el peor de los enemigos. 

El que ha de venir no tardará en socorrernos: “Porque todavía un brevísimo tiempo, y el que ha de venir vendrá y no tardará. Y, el justo mío vivirá por la fe; … nosotros no somos … para la perdición, sino de los de fe para ganar el alma” (Hebreos X, 37-39). Así finaliza San Pablo el capítulo X de la Carta a los Hebreos.

El justo vive de la fe por todo concepto: en cuanto solo la fe puede hacerlo justo según Dios; en cuanto solo la confianza que da esa fe puede sostenerlo en medio de las persecuciones anunciadas a los creyentes; y en cuanto esa misma fe es la prenda de la promesa de vida eterna.

San Pablo presenta la fe en el sentido de confiada esperanza, como la actitud que corresponde necesariamente a todo el que vive en un periodo de expectación y no de realidad actual, es decir, el que va persiguiendo un fin y no se detiene en los accidentes del camino sino que mira y goza anticipadamente aquel deseado objeto, que ya poseemos y disfrutamos en esperanza: 

“Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos V, 2); “En la esperanza hemos sido salvados” (Romanos VIII, 24); “Alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración” (Romanos XII, 12). “Si tarda, espera. Vendrá con toda seguridad. Sin falta alguna” (Habacuc II, 3). Vendrá, porque debe reinar.

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De la doble generación de Nuestro Señor Jesucristo, es la que llamamos eterna lo que a David le hace llamarlo: “Mi Señor” (Salmo CIX, 1). A los Fariseos Jesús les probó con este salmo la Divinidad de su Persona: “‘Qué os parece de Cristo? ¿De quién es hijo?’ Dijeron ellos: ‘De David’” (San Mateo XXII, 42).

“Jesús les replicó: Pues, ‘¿Cómo David, inspirado, le llama Señor?’” (San Mateo XXII, 43). Si es hijo de David, como dicen ellos, ¿Cómo es que David le llama “Mi Señor”? “Si, pues, le llama Señor, ¿cómo es hijo suyo?” (San Mateo XXII, 45).

David le llama “Mi Señor” porque es Dios. Pero, según la generación temporal, de las entrañas de la Santísima Virgen María, como Hombre verdadero, con alma y cuerpo, pero sin ser persona humana, se podía decir que era hijo de David, según la carne, según la descendencia, y según su humanidad.

Es según la humanidad de Cristo que el Padre le dijo: “Siéntate a mi derecha” (San Mateo XXII, 44; Salmo CIX, 1). El Padre le reservó el asiento a su derecha para glorificarlo como Hombre y para destacar sus derechos como el Mesías Rey, que Israel desconoció cuando Él vino a los suyos (cf. San Juan I, 11).

Estos derechos los ejercerá cuando el Padre “ponga a sus enemigos bajo sus pies” (San Mateo XXII, 44), para someterlo todo a Él en el día de su glorificación final, cuando sea la hora dispuesta por el Padre, para decretar el triunfo definitivo de su Divino Hijo.

El Padre le ha constituido Rey, y le ha dado el poder: “Yo he constituido a mi Rey… te daré en herencia las naciones y en posesión los términos de la tierra” (Salmo II, 6.8). Su imperio partirá desde Sión (es decir, Jerusalén) (cf. Isaías II, 3) y se extenderá sin límites, sin que ningún adversario pueda resistirle.

San Juan Crisóstomo dice que Cristo someterá a su Reino la totalidad de sus enemigos: por una parte, los judíos (cf. Romanos XI, 26 s.), y, por otra, los gentiles (cf. Salmo LXXI, 11).

Jesús manifestará su poder cuando venga a juzgar, es decir, a reinar, junto con sus santos. En su segunda venida, Jesús aparecerá con todo el resplandor de su santidad. Éste será su aspecto el día de su venida, así como lo mostró en la transfiguración en el monte Tabor (cf. San Marcos IX, 1).

En su segunda venida Jesús se llama a Sí mismo la “Estrella Matutina” (Apocalipsis XXII, 16), anunciando así el Galardón de su Reino (cf. Apocalipsis II, 28), que es Él mismo: “He aquí que vengo pronto, y mi galardón viene conmigo para recompensar a cada uno según su obra” (Apocalipsis XXII, 12). Y la obra que será recompensada será el amor que habremos tenido.

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Un mandamiento semejante al de amar a Dios con todo el corazón es el amor al prójimo: “Amarás al prójimo como a ti mismo” (San Mateo XXII, 39). Como el amor a Dios, también el amor al prójimo se enfriará en los últimos días.

Se enfriará porque el mundo produce tinieblas: “El que odia a su hermano, está en tinieblas, y camina en tinieblas, y no sabe adónde va, por cuanto las tinieblas le han cegado los ojos” (1 Juan II, 11). 

Es sorprendente la severidad con la que las Sagradas Escrituras tratan al mundo: “No améis al mundo ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, no es del Padre sino del mundo” (1 Juan II, 15-16).

El mundo reclama para sí una patente de honorabilidad que le viene de la habilidad consumada de su jefe el diablo (cf. San Juan XIV, 30), y reviste el mal con apariencia de bien (cf. 2 Timoteo III, 5).

Mucho peor que la condición del pecador es la del mundano que se deja arrastrar por todas las concupiscencias, de modo especial, la soberbia, que lejos de toda contrición, le hace estar satisfecho de sí mismo y aun cree merecer el elogio de otros tan mundanos como él.

Pero este mundo, con su concupiscencia, pasa (cf. 1 Juan II, 17). Ya es la hora final: “Hijitos”, dice San Juan, “es hora final y, según habéis oído, viene el Anticristo. Así, ahora muchos se han hecho anticristos, por donde conocemos que es la última hora. De entre nosotros han salido, mas no eran de los nuestros, pues si de los nuestros fueran, habrían permanecido con nosotros” (1 Juan II, 18-19).

Hoy muchos se han hecho anticristos, en particular, los que se hicieron pasar por Papa, porque no concuerdan con la sagrada tradición venida desde los Apóstoles, presentándonos una línea de doctrina totalmente incompatible con la fe que hemos recibido. San Ireneo de Lyon dice:

“La Iglesia muy grande, muy antigua y conocida de todos, que los dos muy gloriosos apóstoles Pedro y Pablo fundaron y establecieron en Roma... La tradición que ella tiene de los Apóstoles y la fe que ella anuncia a los hombres son venidas hasta nosotros por la sucesión de obispos... Con esta Iglesia, en razón de su origen tan excelente, debe necesariamente concordar toda la Iglesia, es decir los fieles de todas partes” (Contra las Herejías III, 3, 2).

Muchos se han hecho anticristos; señal de que es la última hora. Muchos no permanecen con nosotros: son los falsos doctores y los falsos cristianos que, como dice San Juan, “de entre nosotros han salido”. Claramente vemos que quienes están hoy en el Vaticano no son de los nuestros. 

“Es para que se vea claro que no todos son de los nuestros” (1 Juan II, 19), dice San Juan. “Mas vosotros tenéis la unción” –continúa San Juan— “y sabéis todo. No os escribo porque ignoréis la verdad, sino porque la conocéis, y porque de la verdad no procede ninguna mentira” (1 Juan II, 20-21).

La unción a la que hace referencia San Juan es el Espíritu Santo, que los cristianos recibimos del cielo, para ser iluminados y dirigidos.

Nos anuncia San Juan un felicísimo efecto que produce la presencia del Espíritu de Dios: ningún error puede seducir al cristiano que se empeñe en ser fiel a Dios. No podrán engañarnos con disimulos o mentiras a quienes estamos en la verdad: “de la verdad no procede ninguna mentira” (1 Juan II, 21).

Finalmente, nos aconseja San Juan: “Ahora, pues, hijitos, permaneced en Él, para que cuando se manifieste tengamos confianza y no seamos avergonzados delante de Él en su Parusía” (1 Juan II, 28). 

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En la oscura reclusión de nuestra vida, tratando de amar a Dios por sobre todas las cosas, y de estar en comunión con la Santa Madre Iglesia, confiemos en que Dios pronto acortará estos tiempos, ya que, si no los abreviara, ninguna carne se salvaría. 

Tengamos confianza en Dios, y paciencia, pues si no, Nuestro Señor no encontrará fe en la tierra. 

¡Que la Santísima Virgen María nos ayude! 

¡Encomendémonos a Ella con verdadera humildad, en sumisión a la verdad, para que podamos tener verdadero amor por nuestros semejantes! Amen.

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