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Después de la Ascensión de Nuestro Señor a los cielos, donde está sentado a la diestra de Dios Padre en cuanto Hombre, los Apóstoles vieron desvanecer sus sueños de mesianismo terrenal. Este hecho, sin embargo, no hizo disminuir en nada el convencimiento de los Apóstoles sobre la divinidad de Cristo, como creía ver la Ilustración del siglo XVII.
Fue exactamente lo contrario, pues Jesús advirtió a los Apóstoles y los discípulos que no entendieran su Reino en sentido político y terrenal. Así también lo declaró al Procurador de Roma, Poncio Pilato. No había venido a la tierra para establecer su Reino, sino para morir en la Cruz. Pero vendría otra vez, y allí sí lo establecería.
A lo largo de su vida Jesús siempre se proclamó a Sí mismo Hijo de Dios: ante los Apóstoles, los discípulos, los Escribas, los Fariseos, los Saduceos, amigos y enemigos de todos los pueblos, incluido Pilato. Esta declaración suya fue puntualmente el motivo que llevó a Jesús a la muerte.
El relato del Evangelio de este Domingo nos muestra justamente el ambiente en el que Jesús se movía desde el inicio de su vida pública: un ambiente en el que reinaba la confrontación con las autoridades judías, que no querían reconocerlo como el Mesías esperado. Para remachar, hizo el milagro de curar al paralítico perdonándole primero sus pecados: “Confía, hijo, te son perdonados los pecados” (San Mateo IX, 2).
Una declaración tan inesperada como ésta tuvo una importancia capital: la remisión de los pecados muestra, de hecho, la razón de Su Misión, es decir, la prueba de su divinidad.
El propósito principal de la Encarnación no es tanto y principalmente el alivio del sufrimiento de la humanidad, como quieren los Protestantes, sino demostrar que Jesús es el Hijo de Dios: Jesús demuestra que tiene dominio sobre la naturaleza y que, siendo Todopoderoso, vino a la tierra para salvarnos del mal esencial, que es el pecado.
Por tanto, cuando dijo al paralítico que sus pecados habían sido perdonados, Jesús fue mucho más allá de la cura física de su invalidez con un milagro; hizo, más bien, su presentación en sociedad ante sus contemporáneos: “Yo soy Dios, no solo un taumaturgo, o un profeta, o el simple Mesías como ustedes creen”.
Los Escribas, que tenían conocimiento de teología, entendieron al vuelo la declaración de Jesús. El pecado, de hecho, es una ofensa contra Dios. Solo el Ofendido puede perdonar la ofensa cometida contra Él. Solo Dios puede perdonar el pecado. Por lo tanto, Jesús, al decir “tus pecados son perdonados”, declaró abiertamente ser el Hijo de Dios.
De ahí, los Escribas no tenían escapatoria. Pero estos, no atreviéndose a manifestar en voz alta su disidencia por el momento, se mordían dentro de sí mismos por este silogismo, y, en lugar de concluir que Jesús es el Hijo de Dios, finiquitaron la cuestión en sus propios pensamientos con una acusación que resonaría más tarde en el Sanedrín, en boca de Caifás: “¡Blasfema!”
¡Qué ironía la de atribuirle al Hijo de Dios una acusación que en realidad corresponde al Anticristo! Por eso, el Perfecto Blasfemo, viene así descrito en el Apocalipsis: “Y vi del mar subir una bestia con diez cuernos y siete cabezas, y en sus cuernos diez diademas, y en sus cabezas nombres de blasfemia” (Apocalipsis XIII, 1).
Nombres de blasfemia; y en sus siete cabezas: la blasfemia por antonomasia. La blasfemia es pensar mal de Dios, atribuyéndole aquello que no le compete, y que es opuesto a Él. Si Dios es Bueno, una blasfemia es calificarlo de malo, o atribuirle el mal.
“¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?” (San Mateo IX, 4), les acusó Jesús. Jesús les demuestra que lee sus corazones y que no es Él quien blasfema, sino ellos. Blasfemaron contra Jesús con su desprecio, al detestarle, y al impedir que le fuera brindado el honor divino que le corresponde.
El Segundo Mandamiento prohíbe tomar el Nombre de Dios en vano (cf. Éxodo XX, 7). Aquel que requiere que su honor sea reconocido, también requiere que se hable de Él con reverencia, y, por lo tanto, debe prohibir lo contrario: “El hijo honra al padre, y el siervo a su amo; ahora bien, si Yo soy Padre, ¿dónde, pues, está mi honor?” (Malaquías I, 6). Dios decretó que el honor que se le debe a su Nombre fuera una obligación impuesta por una ley.
Tomar el Nombre de Dios en vano es un crimen perverso y atroz, pues banaliza la Majestad de Dios. Aquellos que con labios impuros y profanos se atreven a maldecir o blasfemar el santo Nombre de Dios –Nombre que debe ser bendecido y alabado sobre toda medida por todas las creaturas—son culpables de un gran crimen.
Quien blasfema cae bajo la ira de Dios. Quien sea culpable de este crimen no saldrá sin castigo. Por lo tanto, los castigos que experimentaremos en los últimos tiempos tienen que ver, en parte, con el pecado de blasfemia, proferido por la humanidad, y en especial, por los Judíos.
Es fácil ver la relación que hay entre las pesadas calamidades que sobrevienen y este crimen. Si, “de toda palabra ociosa que se diga se deberá dar cuenta en el día del juicio” (San Mateo XII, 36), ¿qué diremos de la cuenta que se deberá dar de todos esos crímenes atroces que se perpetran en contra del Nombre de Dios?, dice el Catecismo de Trento.
Al pensar mal de Jesús el pueblo Judío entró en pecado mortal, pues la blasfemia fue directamente en contra del amor que se le debe a Dios y a su Hijo. En consecuencia, se separaron de Dios, así como se cortan de Dios los apóstatas. La blasfemia reviste la gravedad de una infidelidad, que es el mayor pecado que pueda haber, pues se cortan los lazos con Dios.
En el infierno se blasfema por toda la eternidad, por la voluntad perversa, contraria a la justicia de Dios, por la que amaron las cosas de este mundo más que a Dios, por las que fueron castigados. Después de la resurrección, el odio a Dios será expresado verbalmente, así como la alabanza a Dios, por parte de los santos.
El Anticristo es la plenitud de la blasfemia pues recibe órdenes y poder del infierno. Es a él a quien los Judíos deberían haber dirigido la acusación: “¡Blasfema!” Sin embargo, se la dirigieron a Jesús.
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No podemos conocer los pensamientos de los demás. Por lo tanto, no se puede acusar a otro de estar pensando mal. Sin embargo, por experiencia propia, sabemos que eso puede ocurrir. Si el hombre fue creado a imagen de Dios, luego, pensar mal del prójimo es pensar mal de una imagen de Dios, y, en consecuencia, una blasfemia.
¿Por qué pensamos mal del otro? No tratar de comprender al prójimo nos lleva a pensar mal del prójimo. En vez de pensar bien, lo primero que nos viene a la mente es que el prójimo está equivocado; y, en vez de comprobar nuestra aseveración, le acusamos injustamente, al menos en nuestro pensamiento, de haber cometido una falta.
La regla de la caridad nos manda, por el contrario, primero, pensar bien del prójimo, a menos que se compruebe fehacientemente lo contrario. ¿Por qué piensan mal de nosotros quienes intentamos hacer recapacitar a los engañados?
En este intento por esclarecer las cosas, la mayoría de las veces, el efecto que se logra es exactamente el contrario, pues percibimos la desconfianza hacia nosotros. Se manifiesta esto en preguntas capciosas tales como: “¿Qué necesita Ud. para tener una capilla en su casa y oficiar Misa?” Hay detrás de esto una mala intención. Se piensa mal…
En su célebre tratado sobre la unidad de la Iglesia San Cipriano defendió la autoridad e infalibilidad pontificia, y sus palabras nos sirven de regla para poder aseverar que quienes están en el Vaticano desde hace más de 60 años no son más que usurpadores.
“Aquel que no guarda la unidad de la Iglesia, ¿cree que guarda la fe? Aquel que se opone a la Iglesia, que abandona la Cátedra de San Pedro, sobre la cual está fundada la Iglesia, ¿puede envanecerse de estar todavía dentro de la Iglesia?”
“La Cátedra de Pedro es esta Iglesia principal de donde sale la unidad sacerdotal, sobre la cual el error no puede tener acceso”.
El error entró en el Vaticano gracias a los usurpadores. Estos apostatas, por si alguna vez fueron católicos, no tienen ninguna autoridad sobre nosotros, pues la autoridad viene de la Fe. De ninguna manera le debemos obediencia. El Vaticano es ya manifiestamente una cueva de Modernismo, apostasía total maniobrada por la Masonería, en connivencia con el Nuevo Gobierno Mundial.
La Virgen de La Salette nos había ya predicho: “La verdadera Fe se apagó, y una falsa luz ilumina al mundo”. Y sobre el mensaje de la Virgen en Fátima, el padre Malachi Martin—que leyó la profecía—dijo:
“La profecía de Fátima no es un documento agradable de leer y no es una noticia agradable. Esto implica que no tiene sentido, a menos que aceptemos que habrá, o que hay en marcha una total caída en apostasía entre clérigos y laicos en la Iglesia Católica”.
El poeta italiano Dante Alighieri, en su célebre “Divina Comedia”, nos describe el más duro castigo para quien no se juegue por la verdadera Fe:
“El más oscuro rincón del Infierno está reservado para aquellos que conservan su neutralidad en tiempos de crisis moral”.
Para permanecer católico basta con aferrarse completamente a la Doctrina, Liturgia, Disciplina y Costumbres de la tradición de la Iglesia, todo lo cual ha sido siempre fielmente preservado por los Papas. Éste es el tesoro que tenemos, y que debemos guardar, del cual da gracias hoy San Pablo en la Epístola. Ningún Papa ha ido jamás en contra de los dogmas de la Iglesia.
Las indagaciones nos dicen, sin embargo, que, al llegar a la Sede de Pedro, Juan XXIII fue directamente en contra de todos los dogmas de la Iglesia. Ya en ese momento, como también en su juventud, este personaje era notoriamente sospechoso de modernismo. A partir de él, comenzó una seguidilla de usurpadores en el Vaticano. (No se desarrolla aquí este tema. El que quiera investigar, que investigue; y verá que no estamos calumniando).
Para permanecer católico es necesario el ministerio católico, es decir, el ministerio de los Obispos y Sacerdotes válidamente ordenados en un Rito Católico (no el de Pablo VI de 1968) y valerosamente predicando la Sola Fe de la Iglesia Católica, sin ningún compromiso y sin ningún mandato del Vaticano, “hoy en manos de los Masones” (acusación reciente de Viganò a Bergoglio; no nuestras palabras).
Ana Catalina Emmerick (1774-1824), monja agustina, estigmatizada, a partir de las revelaciones privadas que tuvo de Nuestro Señor Jesucristo, en el libro titulado “La Iglesia Católica en el Fin de los Tiempos”, expresó lo siguiente:
“Aunque solo quedara en el mundo un único católico fiel a Jesucristo, éste representaría la verdadera Iglesia Católica”
Y continuó dirigiéndose, esta vez, a los sacerdotes:
“¡Ustedes, sacerdotes, no se mueven! ¡Dormís y la granja arde por todos los lados! ¡No hacéis nada! ¡Cómo lloraréis por eso un día!”
… “Y un espeso silencio culpable lo invadía todo”.
En el siglo IV, el Obispo de Alejandría, y posteriormente proclamado Doctor de la Iglesia, San Atanasio, expresó palabras que se aplican muy bien a los usurpadores:
“Ellos pretenden representar a la Iglesia, pero en realidad, ellos mismos se han salido de la Iglesia, y se pierden. Aunque los Católicos fieles a la Tradición sean reducidos a un ínfimo número, a un puñado, estos son en realidad la verdadera Iglesia de Jesucristo”.
La Iglesia reducida prácticamente “a cenizas, o a una tumba”, según palabras del Papa Pío XII. La Iglesia no es una apariencia de fe; es la Fe; y la Fe de siempre; no la que viene del Vaticano II, conciliábulo herético, que promulgó la libertad religiosa y el ecumenismo.
“¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?” (San Mateo IX, 4). Porque en vuestros corazones no está Dios. ¡Tenéis por Dios a otro!
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Veinte siglos después del milagro del paralítico con el que Jesús probó su divinidad, el problema de la divinidad de Cristo permanece en el mismo punto donde lo dejaron los Escribas.
La mayor parte del mundo todavía no cree en la divinidad de Jesús. Los eruditos se empeñan en negar que Jesús haya existido, atribuyendo que no es más que una figura mitológica, creada por la imaginación de los discípulos. Y si admiten su existencia, no lo reconocen como Dios. Quienes razonan de esta manera continúan con la lógica de los Escribas y Fariseos de entonces.
Dio la prueba que había prometido: demostró su divinidad con los milagros, y estos están relatados en los Evangelios, cuya historicidad se ha comprobado. Una historia simple que nadie puede negar.
La prueba está. Pero creer en la divinidad de Jesucristo, es decir, convertirse, encomendarse completamente a Él para obtener la salvación, es un acto de libertad, fruto de la voluntad, de la gracia, y de la misericordia de Dios, que nos libera del pecado.
Por esta fe dio gracias, San Pablo: “Doy continuamente gracias a Dios por la gracia que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, porque en Él habéis sido enriquecidos en todo: en palabra y en todo conocimiento… para que no os falte don alguno… para que seáis hallados irreprensibles en el día de Nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios I, 4-8).
Dos veces menciona San Pablo la Parusía en la Epístola de hoy. El conocimiento sobrenatural que adquirimos a través de la Palabra de Dios sobre la gran manifestación de Nuestro Señor es la gracia que nos hace ricos, pero lamentablemente durante muchos siglos esta gracia ha sido eclipsada totalmente dentro de la Iglesia.
Nuestro Señor Jesucristo vendrá de nuevo, esta vez, no para morir en la Cruz, sino para que tenga lugar su Reino en la tierra, y, en consecuencia, deje de reinar el príncipe de este mundo, el Diablo. Su Reino no podría haber tenido cabida en un mundo imperado por la maldad.
¿Cómo podría coexistir su Reino en la tierra mientras esté reinando el príncipe de este mundo, Satanás? Asesino por antonomasia, que odia a Dios, y a todo lo que sale de la mano de Dios, homicida, criminal, y enemigo. Se equivocó Juan XXIII cuando dijo que la Iglesia no tiene enemigos. El poder del mal será definitivamente derrotado, siendo el último enemigo, la muerte.
Reconocer esa gracia y riqueza de Cristo es dar testimonio de Cristo, y por Cristo. Es nuestra adhesión a la fe en Cristo, y es esperar su gloriosa Parusía. Reconocer esa gracia y riqueza de Cristo es lo que debemos hacer en estos tiempos inmediatos a la Parusía; esto nos mantendrá irreprensibles ante el Señor cuando venga, pues habremos sabido esperar la gran verdad de que “el Hijo del Hombre tiene poder sobre la tierra” (San Mateo IX, 6).
Mantenerse irreprensibles “a causa de la gracia de Dios que se nos ha sido dada en Cristo Jesús” (1 Corintios I, 4), es mantenerse en las riquezas de la gracia; es, en definitiva, mantenerse en gracia.
Su segunda venida es un artículo de fe. Está en el Credo. Vendrá a juzgar, a vivos y a muertos. El hecho de que el Credo diga que vendrá a juzgar a vivos plantea una reflexión que la Iglesia no ha hecho, al menos, por el espacio de 1500 años, lamentablemente.
Quienes queden vivos serán juzgados como vivos, y serán los viadores durante el milenio. Entre el juicio de vivos y el juicio de muertos habrá un tiempo denominado “Milenio”. Y esto es un dogma de Fe, vergonzosamente olvidado en la Iglesia Católica.
Es Satanás quien se ha empeñado en hacer olvidar esta verdad, justamente porque esta verdad significa el fin de Satanás, porque con la venida de Nuestro Señor y el establecimiento de su Reino en la tierra finaliza el principado de Satanás sobre este mundo.
Entonces, no habría que extrañarse que esta ignorancia sea grandemente extendida en toda la feligresía católica, sabiendo de donde viene. No habría que extrañarse del desconocimiento casi total sobre el tema.
Las fuerzas humanas de la Iglesia se han vendido al enemigo. Se han plegado a la causa del olvido de esta gran verdad. Roma ha caído en apostasía y hoy el Vaticano es llamado la Sinagoga de Satanás. Su carta de declaración es el Conciliábulo Vaticano II, ruptura con la Tradición Católica y Apostólica.
Nada nos falta. San Pablo da gracias a Dios porque somos ricos en los bienes sobrenaturales de la gracia, en el testimonio de Cristo y por Cristo, y esperando irreprensibles su Parusía. ¿Qué otra cosa nos queda por hacer?
Estamos en la recta final de la historia de este mundo, y de la Iglesia. Si Dios no acortara el tiempo nadie se salvaría. Viendo la estulticia del mundo presente y de los usurpadores de la Iglesia podemos concluir que esto no puede durar mucho.
El desenlace será obra de la intervención divina de Cristo Rey, en Persona, con todo el Cortejo de sus Santos, y Resucitados, que serán los que hayan muerto en Cristo.
¡Que la Santísima Virgen María nos ayude a ver y a valorar el tesoro y la riqueza de la Palabra de Dios que nos revela paso a paso los acontecimientos que estamos viviendo, hasta que venga Cristo Rey! Amén.
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