domingo, 17 de octubre de 2021

Dom XXI post Pent – 2021-10-17 – Efesios VI, 10-17; San Mateo XVIII, 23-35 – Padre Edgar Díaz

Caravaggio escuchando su sentencia...

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Todos somos deudores y necesitamos perdonar para ser perdonados: “Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (San Mateo VI, 12). Dramáticamente la parábola de hoy nos presenta casi un compendio del Juicio Final, con las ansiedades y los horrores que lo acompañarán.

El significado de la parábola es inmediato: es el deber del perdón de las ofensas, de la condonación de las deudas morales que cada uno tiene con el prójimo.

Nuestro destino final – el cielo o el infierno – depende de este deber, porque Dios nos tratará como hayamos tratado a los demás; si perdonamos, Él nos perdonará; si actuamos con dureza, si nos aprovechamos de nuestros deudores, Él tomará represalias; nos hará pagar la deuda de todo lo que le debemos – lo bueno y lo malo – lo que a nosotros nos resultará imposible.

Nuestra salvación, entonces, depende del perdón que le hayamos dado a los demás. Hay que admitir que el perdón de las deudas es la prueba decisiva del amor cristiano al prójimo. El perdón no es otra cosa que un acto de amor. 

El perdón que le damos al prójimo es el signo no sólo de nuestra humilde aceptación de los acontecimientos adversos de la vida; no sólo de nuestro consentimiento a la divina Providencia que nos golpea con la malicia ajena, sino también, del reconocimiento del abismo que nos separa de Dios, el abismo de nuestro pecado.

Aunque irrite nuestro orgullo, hay que reconocer que el cristianismo comienza con la conciencia del pecado. Es decir, es consciente de que sus orígenes parten del sentido teológico del pecado, por ser una rebelión en contra Dios, el resultado del rechazo de su gracia, la necedad de haber consentido a la seducción de los sentidos, y, en última instancia, la idolatría del egoísmo.

Habiendo sido concebidos en pecado original y lavados en el Santo Bautismo aún permanecen en nosotros, sin embargo, las tendencias pecaminosas que nos enredan el alma y el cuerpo.

Se podría decir que a menudo, debido a estas tendencias al mal, nuestra vida espiritual queda relegada solo a la búsqueda de pretextos, falsedades, y escapatorias, para poder justificar nuestro comportamiento ante las violaciones cometidas en contra de la ley de Dios, sin sufrir ningún riesgo, actitud ciertamente deplorable.

Es lo que comúnmente llamamos la evasiva del quedar siempre “bien parados”, que utilizamos para poder disculparnos, y también, para que se nos atribuya mérito por nuestras faltas, actitud más deplorable aún.

El pecado, y la confusión que produce en la conciencia, por esa escabrosa mezcla inextricable de bien y mal, casi imposible de distinguir, expresa cada vez más y más el ritmo y el hilo continuo del envejecimiento, y de la pobreza de nuestra vida interior, y de las pocas aspiraciones al bien, que apenas surgen en nuestra vida, que golpean con languidez y remordimiento las puertas del alma.

El pecado tiene entonces una eficacia cohesiva extraordinaria (pegadiza -adherente): es una satisfacción del orgullo; es una explosión de la pasión humana que no puede quedarse encerrada, sino que busca expresarse por medio de nuestro ser.

Por eso, el orgullo y, en general, toda pasión, inmediatamente se enmascara, por un lado, en una justificación, y, por otro, en una integración de la propia vida, en la que la conciencia busca satisfacer su realidad jamás saciada. El pecado jamás termina de saciarse.

Es esta satisfacción del orgullo, y, de las pasiones en general, lo que da a nuestra vida la falsa sensación de vitalidad, y es también lo que hace que la persona se obstine más y más resueltamente en el mal.

Ésta es la mala fe de la conciencia de pecado que nos amenaza desde la niñez, nos abruma en nuestra juventud ante las primeras tormentas de los sentidos, y muchas veces nos domina en nuestra edad madura, cuando desconsolados oscilamos entre los mismos vaivenes del bien y del mal.

Nadie ha logrado todavía retratar el ambiente de miseria y de desolación que el paso de los años extiende sobre el alma, como un fino velo detrás del cual se esconde, para evitar verse cara a cara con Dios, para que no se manifieste delante de Él nuestra ingratitud e ignorancia, y nuestro comportamiento inhumano.

La parábola nos hace reflexionar sobre esta desproporción y, como siempre en el Santo Evangelio, la salvación se nos ofrece con toda su real suntuosidad, al alcance de la mano, con una palabra de tanta certeza y alegría como ninguno antes de Cristo, ni poeta, ni filósofo, ni profeta, había pensado ni imaginado.

A partir de esta revelación, podemos tener la certeza teológica del perdón de Dios de nuestros pecados: ¡basta con perdonar a nuestro prójimo!

Porque el cristianismo es amor, y el perdón es el acto supremo de amor.

La parábola nos dice que el perdón nos conforma con Dios, que nos perdona continuamente. Como diariamente pecamos, diariamente necesitamos su perdón. De nuestra parte, sin la benevolencia por las faltas de los demás, sin el perdón ofrecido por lo que nos deben, la vida se convierte en un infierno.

Es mucho más atractivo exigir al otro que cambie, que cambiar nosotros. Es mucho más fácil acogotar, que condonar.

Es mucho más fácil rezar largas oraciones, y asistir a los sacramentos – y soportar sermones – que perdonar.

Es mucho más fácil dedicarse a las propias actividades de la vida familiar, social y profesional; es mucho más fácil llevar una vida de sacrificio y de abnegación continua, que tratar de entender al prójimo sus razones.

En efecto, ciertas conciencias son precisamente inflexibles en las prácticas de piedad. Son escrupulosas en la consecución de sus deberes religiosos. Así son también igualmente inflexibles en sus relaciones con los demás. No perdonan, y no pueden perdonar.

Se necesita una gracia especial de Dios, que les abra los ojos, y que le diluya el corazón endurecido. Una gracia especial para ser fiel a Dios, y al deber para con Él y para con el prójimo, y que les haga brotar un rasgo de humanidad y de cristiandad.

La parábola nos ofrece quizás el espectáculo moral más desagradable que podamos encontrar. El siervo de la parábola debe haber sido de alto rango, al menos, al juzgar por la gran cantidad de dinero que debía. Además, tenía subordinados. Disfrutaba de la plena confianza del rey, y, sirviéndose de esa confianza, se había abusado de él de la manera más indigna.

Pero la parábola no pone el acento en la caída, que es sustancialmente común a cada uno de nosotros. El acento está puesto en la inaudita malicia y crueldad del siervo. 

Después de haber obtenido del Rey la condonación total de su astronómica deuda, que había pedido con lágrimas, no perdonó a su compañero. Se lanzó sobre quien le debía la tontería de unas pocas monedas, no oyó sus ruegos, y lo metió en la cárcel junto con su esposa e hijos.

El caso propuesto en la parábola es un absurdo en el plano jurídico. No lo es, en cambio, en el plano de nuestra relación con Dios, que es lo que la parábola precisamente quiere enseñarnos: la ofensa de nuestros pecados tiene una malicia infinita, porque es, en última instancia, infinita la dignidad de Dios a quien nos atrevemos a atacar con nuestra rebelión.

La pasión del momento en el que cometemos pecado nos ciega y nos impide reconocer la infinita dignidad que estamos ofendiendo. La fragilidad, el orgullo herido ... que nos podría llegar a servir como atenuante de nuestra responsabilidad, no quita y no significa que la malicia de cualquier pecado sea especial y cualificada. Y, sin embargo, Dios, infinitamente bueno, nos perdona…

Se puede perdonar de muchas maneras, pero el perdón cristiano es solo uno.

Perdonar, en el sentido de olvidar la ofensa, y, a la vez, simular que no nos ha afectado la ofensa, no es perdón cristiano. Es, en todo caso, el elevado perdonar de los estoicos – el políticamente correcto entendimiento de suprimir las ofensas por no caer en la vulgaridad humana.

Este tipo de perdón, muy común, se da sobretodo, en el ámbito del trabajo, para que las relaciones no lleguen a producir un infiernillo. Es el tipo de perdón que hay entre la suegra y la nuera, y demás situaciones familiares, por las que se debe asumir un compromiso práctico, porque no se puede hacer de otra manera, y porque de cualquier otra manera, no se podría sobrevivir a la triste realidad circundante. Pero no es el perdón cristiano…

También se pueden olvidar insultos graves gracias a un sentimiento de tolerancia simplemente humanitario y filantrópico, una forma de compasión por quienes son considerados sin educación y sin estatus social calificado. Esto tampoco es el perdonar cristiano…

Ninguna de estas formas corresponde al perdón cristiano que brota del más puro amor de Dios. 

A Dios nuestros pecados le han ofendido en una proporción incomparablemente mayor que el daño que nos puede haber hecho el prójimo.

La parábola parece atravesada desde el principio hasta el fin por la justicia y transcurre entre la alternativa de la amenaza y el juicio: sólo se oye el ruido sordo de las puertas de la prisión, el siniestro crujir de los cerrojos, el paso pesado de los carceleros; es casi un anticipo del infierno, para quien no se acoge a la ley del amor.

Sin embargo, también es una parábola de alegría, es decir, se puede convertir en una parábola de alegría, desde el momento en que nos decidimos a perdonar de corazón, dejando de lado nuestro orgullo, y aceptando la invitación al perdón hecho por amor al prójimo, por el deseo de hacerle un bien, de la mejor manera que se pueda. Depende de nosotros el vernos inclinados a la apertura y a la misericordia.

Entonces, Dios se inclinará sobre nosotros con infinita condescendencia, inspirará a los ángeles, que son los ministros de la Iglesia, para que nos enseñen el perdón de Dios, y así, nos hará saborear ya desde esta tierra, un anticipo del Paraíso, un preludio de la armonía eterna sin disonancias y el canto eterno de la divina paz. Amén.

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