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Cuentan de Sócrates, que un hombre lo insultó y molió a golpes cuando paseaba por el ágora dialogando plácidamente. Sócrates, se levantó, pausadamente, se sacudió el polvo y continuó la conversación, justo por donde la había dejado.
Uno de sus acompañantes le interrumpió demandando la razón por la cual Sócrates, obrando con justicia, no le había roto la cara al agresor, siendo un soldado temible y ejemplar. Sócrates respondió:
“Y si un asno me rebuzna y luego me suelta coces a dos patas: ¿Consideras que para hacer justicia tengo yo que rebuznarle y cocearle como él lo hizo conmigo?”
Para una criatura inteligente y valiente es degradante desperdiciar el tiempo discutiendo con un asno. Más lo es aún cuando se trata de una cuestión que de antemano ya se sabe cuál es la verdad.
Éste fue precisamente el caso de Nuestro Señor con los Fariseos y los Herodianos que vinieron a preguntarle, no para aprender de Jesús que decía la verdad, sino para tenderle una trampa: “Maestro, sabemos que Tú eres veraz, y que con verdad enseñas el camino de Dios” (San Mateo XXII, 16).
La mayor pérdida de tiempo proviene de discutir con la stultitia del mundo, a quien no le importa la verdad, sino solo el sinsentido de la victoria de sus creencias e ilusiones. Por más que se le presenten todas las evidencias, no tiene capacidad de entender.
Antes los necios se callaban por prudencia, para que nadie sospechara de su condición. Hoy, hablan; causan estragos, y se imponen. Cegados por la soberbia, el odio, o el resentimiento, lo único que quieren es tener razón.
Siguen insistiendo en sus propios errores; siguen aferrándose a ideas o posturas equivocadas, demostrando con ello poca inteligencia: “Guardaos de los lobos, guardaos de los malos obreros, guardaos de los mutilados” (Filipenses III, 2), nos exhorta San Pablo.
En la antigüedad se pensó que se podía educar a los necios. Aristófanes en “Las Ranas” mandó salir a Esquilo del Hades para “… educar a los necios, que son infinitos”.
Cicerón, en la epístola XXII, a Lucio Autronio Peto, dictaminó, unos siglos más tarde: “Todo está lleno de necios”.
Baltasar Gracián, en el siglo XVII, haciéndose eco de la Sagrada Escritura, afirmó: “Los ignorantes son los muchos, los necios son los infinitos; y así el que los tuviere a ellos de su parte, ése será señor de un mundo entero”.
El diablo, príncipe de este mundo, puede contar ellos, y utilizarlos como instrumentos en su favor.
Toda la cristiandad estaba convencida de que el número de necios era infinito, hasta que vino Pablo VI, y en 1965, modificó la Vulgata, para eliminar de las mentes cristianas esta verdad probada por la Sagrada Escritura.
En efecto, en el versículo 15 del primer capítulo del Eclesiastés, la Vulgata dice: “Los malvados difícilmente se corrigen, y es infinito el número de necios” (Eclesiastés I, 15, según la Vulgata); (No así Mons. Straubinger, tal vez presionado por las circunstancias).
Esta aseveración de las Sagradas Escrituras nos presenta una clasificación en la humanidad. Estamos ante dos especies bien diferenciadas del género humano, casi tan distintas como el caballo y el burro.
Ambos, caballo y burro, pertenecen al género Equus, (equino), y son capaces de copular entre sí y engendrar asnos. Pero es cierto que la naturaleza expulsa a estos híbridos de su seno pues son estériles. Algo similar ocurre en la humanidad, solo que los necios son estériles, pero de razonamiento.
Hoy, por primera vez en la historia, el necio presume de lo insondable de su stultitia ante el universo mundo, y mientras proclama su opinión como un dogma, desprecia la sabiduría y el criterio de todos aquellos que por gracia de Dios “crecen más y más en conocimiento y discreción” (Filipenses I, 9).
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La adormecida humanidad va corriendo a arrojarse al abismo. No se da cuenta que está narcotizada, y, por eso, sigue aferrada a su esquema, queriendo, y tratando de sobrevivir como un ahogado. Las señales de los últimos tiempos no son obvias para los necios.
Solo les interesa la opinión humana, no la sabiduría de Dios. ¡Pobres necios! ¿Pensarán, tal vez, que Dios va a ajustarse a sus míseros planes? ¿Pensarán, tal vez, que Dios no es capaz de gobernar el mundo? ¿Querrán, tal vez, e insistirán, en que el mundo permanezca, así como está?
Tamaña sorpresa se llevarían si Dios les pidiera, como a Abraham, que sacrifiquen a su hijo. Y Abraham lo siguió; no le puso excusas … Pero la stultitia del mundo hace caso omiso de Dios.
Es fácilmente constatable que no todo en la vida de ellos es de Dios… Que cada vez más se aíslan de la gracia de Dios… Que la división entre los humanos es más y más notoria, al punto tal de ya no poder estar juntos, ni tampoco hablar el mismo idioma.
El diablo no quiere perderse ningún alma y las lleva fácilmente por el camino de la seducción de la mentira y el engaño. La adormecida humanidad va corriendo empalagada de errores a arrojarse en ese abismo. Lo prefieren; prefieren palpar el abismo antes que arrullarse en los invisibles brazos de Dios.
La guerra es en nuestras mentes. Nuestra mente es el campo de batalla. Es allí donde Satanás nos hace la guerra (cf. Filipenses IV, 7). Y cuando aparezca, quien reciba la Marca de la Bestia irá al infierno. No hay vuelta atrás.
Pronto comenzarán a diezmar a la humanidad. Se calcula que una vez que hayan terminado de vacunar a la mayoría, empezarán a matar con guerras, pestes, y hambrunas.
Esto lo dice el Apocalipsis, cuando habla de los primeros sellos (cf. capítulo VI). Inicialmente, un cuarto de la población mundial perecerá por estas causas. Dice el Eclesiastés: “Los malvados difícilmente se corrigen, y es infinito el número de necios”.
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Hoy es tiempo de ponerse bien con Dios; de creer en Jesucristo. Antes de hacerlo hay que arrepentirte de los pecados; estar arrepentido por la vida que se ha vivido, y pedirle a Jesús que perdone.
Y Dios cuidará de nuestros corazones y de nuestras mentes. “Sea de todos conocida vuestra sencillez. El Señor está cerca” (Filipenses IV, 5).
Esta exhortación de San Pablo es importantísima: Dios es simple. Es sencillo. Y para relacionarse con Él hace falta ser simple y sencillo, como lo es Él. Sin complicaciones, hay que dar el alma a Dios: “Hay que dar a Dios lo que es de Dios” (San Mateo XXII, 21).
Dios espera este acto libre del alma, de corresponder con Él como su imagen. La dignidad espiritual que Dios nos ha conferido atestigua la realidad suprema del ser humano: su dignidad como persona. Al mismo tiempo, el hombre es ser espiritual y persona.
Entonces, nuestra relación con Dios Padre, Persona Divina, es una relación entre personas. Él es nuestro Padre, y los cristianos somos sus hijos: ¿Cómo no le vamos a dar a Dios nuestra alma, si somos su sello, su imagen (cf. Génesis I, 26), su impronta?
¿Acaso no hemos leído que “Dios formó al hombre de la tierra e insufló (en él) un aliento de vida, de modo que el hombre vino a ser alma viviente”? (Génesis II, 7). Nuestra alma, hálito viviente, es una centella del Espíritu Santo, no puede vivir sino de la verdad y del amor, y de darse toda a Dios.
Y Dios la ensalza por encima de sí misma, incorporándola a la naturaleza divina: “Su divino poder nos ha dado todas las cosas conducentes a la vida y a la piedad … para que llegásemos a ser partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción del mundo que vive en concupiscencias” (2 Pedro I, 3-4).
Por eso, no dar al César lo que es de Dios, sino dar a Dios lo que es de Dios.
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Por el momento el poder de Nuestro Rey Jesucristo continúa en manos de la stultitia de los hombres. Él, que tiene el poder sobre todas las cosas, pero no lo ejerce, lo quiere así y lo ha delegado en el César.
Pero el César en vez de subordinar su gobierno al imperio del orden sobrenatural, en vez de servir, se pone en contra de la Iglesia. El laicismo judeo-masónico es quien lleva adelante la destrucción de esta subordinación.
La autoridad no viene del pueblo, o de la fuerza de muchos. El pueblo no puede ser el origen de la autoridad. Eso es una herejía. Es como si dijéramos que a la casa la gobiernan los hijos, en vez de los padres.
La autoridad tiene que ver con la paternidad, y por eso, Dios es origen de la autoridad, porque es Padre, y solo Él tiene la autoridad absoluta. Mas, quien no es padre, no tiene autoridad.
La autoridad es legítima en el ejercicio del poder mientras busca procurar el bien común, dentro del cumplimiento de la ley que reglamenta el bien común y mientras defienda con derecho la justicia.
De no ser así la autoridad pierde su legitimidad, y, en consecuencia, deja de obligar. No hay obligación de obedecer a una autoridad ilegítima. Por el contrario, hay una obligación de no obedecer.
En la medida en que el Papa gobierne para el bien común de la Iglesia, que es la mayor gloria de Dios, y la salvación de las almas, será legítimo.
De lo contrario, se puede decir sin temor a equivocarse, que su papado es ilegítimo, y, en consecuencia, no es Papa, a juzgar por el mal ejercicio de su poder, es decir, oponerse a la búsqueda del bien común de la Iglesia, la gloria de Dios, y la salvación de las almas.
No solo está la cuestión de la legitimidad de origen del poder, sino también la cuestión de la legitimidad de ejercicio de ese poder.
Por eso, se podría subsanar cualquier defecto en la elección de un Sumo Pontífice, por cuestiones canónicas, y, a veces, por excomuniones que no sean de orden doctrinal; pero, no por perversión de la doctrina, como es el caso de Bergoglio.
La conclusión a la que se debe llegar, en éste y en los anteriores casos hasta Juan XXIII, es lo que la Santísima Virgen dijo en La Sallete: Roma ha perdido la fe. A Roma se le acabó el papado. ¿Entendemos o no entendemos?
No hay que ser muy inteligentes para darse cuenta de esto, aunque la stultitia del mundo siga rampante, aún cuando a alguien se le ocurra hacerla desaparecer, falsificando un versículo de la Sagrada Escritura.
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Dos veces hace referencia la Epístola de hoy a la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo: “Cierto de que el que comenzó en vosotros la buena obra, la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús” (Filipenses I, 6); y cuando San Pablo da la recomendación de tener caridad los unos con los otros para mantenerse “irreprensibles para el día de Cristo” (Filipenses I, 10).
En la Parusía, el día de Cristo, los malos tendrán que reconocer a Nuestro Señor por las malas, por no haber querido reconocerlo por las buenas. Y los buenos serán premiados con privilegios, y algunos serán transfigurados, y arrebatados.
Estamos a la espera de que se realicen estas profecías. Vemos claramente que la situación mundial ya no tiene salida, ni política, ni económica, ni social, ni humana, ni eclesiástica.
Esto, sin embargo, es un buen signo de que el día del Señor está cerca, porque solo Él puede arreglar las cosas, cuando venga a destruir al mal.
¡Que el Señor se apodere de nosotros! ¡Que encontremos su paz en medio de la lucha, la confusión, la mala salud, la ansiedad, la depresión, lo que sea que estemos sufriendo!
¡Necesitamos a Jesús más que nunca! ¡Ven, Señor Jesús!
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