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Nuestro Señor Jesucristo soportó en este mundo todo el peso del mal. Así lo describe magníficamente el salmo:
“Mi alma está saciada de males,
y mi vida al borde del sepulcro…
Has alejado de mí a los amigos,
me has hecho objeto de abominación para ellos;
me encuentro encerrado, sin poder salir.
Mis ojos flaquean de miseria…
vivo muriendo desde niño;
soporté tus terrores y ya no puedo más…
mi familia son las tinieblas”
(Salmo LXXXVIII, 4.9.10.16.19)
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El Evangelio de hoy nos relata la Parábola de la Cizaña y Santo Tomás de Aquino comenta que esta parábola tiene por objetivo mostrar el mal en el interior de la persona, en contraposición al mal exterior, explicado por la Parábola del Sembrador.
El texto de la Parábola de la Cizaña es quizá el más apropiado para hablar sobre el tema del mal, pues, nos sitúa directamente en la cuestión de la existencia del mal y del origen del mal.
El análisis que Santo Tomás de Aquino hace sobre el mal es admirable. Comienza diciendo que todas las cosas creadas por Dios tienen bondad. Pero luego observa que no todas las cosas tienen bondad por igual, puesto que unas tienen mayor bondad que otras.
La gradación va desde la suma bondad, en aquellas cosas que no pueden fallar nunca, las cosas incorruptibles, hasta la carencia total de bondad, en aquellas cosas que son corruptibles, y que, por eso, en algún momento, pueden perder el ser y dejar de ser buenas.
Dios ha querido esta gradación. El objetivo es la perfección de la creación. Siempre encontraremos bondad en las cosas, y más y más bondad a medida que éstas sean más y más perfectas: ¡Alabado y Bendito sea Dios por siempre por tanta belleza!
Las cosas incorruptibles (creaturas espirituales) tienen un grado de bondad elevado debido a que no pueden perder el ser. Las corruptibles, por el contrario, pueden perder o sufrir detrimento de su ser. Por eso, tienen menor grado de bondad.
Este menoscabo de la bondad de algunas cosas es lo que llamamos mal.
Es, pues, evidente que el mal existe, pues el menguar de la bondad de algunas cosas es evidente.
El mal no es algo positivo. En su libro sobre los nombres divinos Dionisio dice que el mal no es algo positivo, ni algo bueno, porque si fuera bueno tendría ser, ya que todo ser, en cuanto tal, es bueno.
En consecuencia, el mal es, precisamente, la carencia de ser, o, lo que es lo mismo, la carencia de bondad. Y por no ser un bien, sino una carencia de bien, no es apetecible, pues solo el bien es apetecible.
De aquí se puede colegir la monstruosidad que significa buscar algo que no es apetecible, una contradicción para el alma, pues nunca la llegará a saciar.
Santo Tomás precisa los términos y, en vez de llamar al mal la carencia del ser, lo llama la privación del ser, así como la ceguera es privación de la vista.
Es por esto por lo que se puede decir que no toda carencia es un mal, sino solo aquella que sea una privación de un bien que se puede y se debe tener, como la vista en un hombre.
Luego, la falta de vista en una piedra es una carencia, pero no es una privación, y, por lo tanto, no es un mal. Que la piedra no tenga vista no es un mal porque no le corresponde a la naturaleza de piedra tener vista.
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¿Por qué es conveniente que el mal exista?
En su Sabiduría Dios vio que es conveniente que hubiera ciertos males naturales. En primer lugar, porque Dios se sirve de las cosas que fallan para preservar la creación.
Dios hizo la creación perfectamente, pero en su conjunto. Pero a cada cosa en particular la hizo con mayor o menor grado de perfección, según conveniencia, en vistas a la perfección del todo.
El todo, o el conjunto de todas las creaturas, es mejor, y más perfecto, si hay en él algunas cosas que puedan fallar, y que de hecho fallen, y esto sirve a la Providencia de Dios, porque le corresponde no destruir sino conservar la naturaleza.
En segundo lugar, dice San Agustín, es conveniente que existan ciertos males porque siendo Dios todopoderoso puede sacar un bien de esos mismos males. Se impedirían muchos bienes si Dios no permitiese ningún mal.
De estas dos razones se deduce la conveniencia de la existencia o presencia del mal en el mundo: para que Dios se sirva de él para proveer a la perfección de la creación, y para sacar de él más y más bienes para el beneficio de toda la creación.
Así, por ejemplo, no habría fuego si no se quemase la leña; el león no podría sobrevivir si no se comiese al asno; la justicia y la paciencia de los santos que sufren resignadamente no podrían ser alabadas si no existiese la iniquidad de los perseguidores.
No habría victoria sobre la muerte sin la muerte de Jesús. No habría santidad de las personas sin el tormento del cincel. No podría haber dicho Dios: “todo Israel será salvo” (Romanos XI, 26) sin la corrupción de los miembros de la Iglesia: “a todos los ha encerrado Dios dentro de la desobediencia, para usar con todos de misericordia” (Romanos XI, 32).
Si los Judíos fueron desobedientes para que la gentilidad alcanzase misericordia, ahora la gentilidad está siendo desobediente para que los Judíos alcancen misericordia (cf. Romanos XI, 30-31).
En este sentido, desde toda la eternidad, Dios planeó que existiesen estos males para la conveniencia de la perfección general de la creación.
Y caeríamos en error si juzgáramos que algunas cosas son malas por el hecho de ser nocivas para algunas cosas.
Así, el fuego que quema la leña no es malo por consumir la leña; ni tampoco lo es el león por comerse el asno; ni tampoco lo son los perseguidores, pues “son enemigos para vuestro bien” (Romanos XI, 28).
No hay un principio del mal, como quieren los maniqueos, así como lo hay para el bien.
No fue mala la Cruz para Jesús; tampoco lo es el cincel para los santos; tampoco lo es la defección de los miembros de la Iglesia para los Judíos.
Esto nos lleva a reflexionar que no se debe juzgar la bondad de un ser por su mera relación con otro ser, sino que se le debe considerar en sí mismo, y según su ordenamiento a todo el universo en conjunto, en el cual, cada cosa ocupa su lugar con orden perfectísimo.
Es manifiesto que la forma principalmente intentada por Dios en las cosas creadas es el bien propio de cada cosa para que contribuya al orden general del universo.
El orden en el universo exige que algunas cosas puedan fallar, y, que, de hecho, fallen algunas veces, para el bien del todo.
Por lo tanto, al causar Dios el bien del orden universal, por consecuencia, y como accidentalmente, causa y quiere también la corrupción de la cosa, en vistas a un mayor bien, la perfección del universo. En el primer libro de los Reyes esto viene descrito así: “Dios da la muerte y la vida” (1 Reyes II, 6).
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El mal en el hombre puede provenir de la falta de algo necesario (falta de la integridad de su naturaleza), o por defecto de su obrar.
Un ejemplo de algo necesario es la vista. Su falta es un mal, porque al hombre le corresponde la vista.
Un ejemplo de obrar malo es cuando no se obra en absoluto, o, cuando se obra de mal modo, o desordenadamente. En tal caso, el hombre es culpable de no obrar perfectamente.
Un hombre que no obre perfectamente resulta ser malo, por la carencia de bien que esto implica. Se hace reo de castigo, por no obrar todo y perfectamente el bien que podría haber obrado.
El hombre es malo porque su voluntad es mala, porque no quiere, o no busca el bien. Quien tiene mala voluntad, incluso, usa mal de todo lo bueno que posee, así como si un experto en gramática deliberadamente comenzara a hablar mal su propia lengua.
El hombre es malo por el desorden de su voluntad y es, a la vez, culpable por no poner un orden en su voluntad.
La justicia de Dios exige que los transgresores sean castigados y Dios castiga con el mal de pena en el Infierno.
El mal de pena consiste en una substracción de la integridad del ser, tal como la privación de algún bien natural, o la privación de la gracia y la gloria. Tal es la pena en el Infierno. Dios es causa del mal de pena.
Pero de ninguna manera es causa del mal de culpa. Éste solo es causado por la creatura racional, ángel u hombre, cuando por su mala voluntad se opone a hacer el bien debido.
El único que puede obrar siempre correctamente es Dios, pues Él mismo es regla o medida de su propio obrar.
La creatura racional no puede ser regla o medida de su propio obrar, por ser defectible. El carpintero no siempre corta bien la madera, a veces le sale torcida. Necesita, por consiguiente, Alguien que le guíe la mano.
Si el hombre no se somete a la regla de conducta de Dios, nunca podrá obrar correctamente. Su reflexión y elección le deberían llevar a acatar lo establecido por Dios con respecto al recto obrar.
Entonces, porque los justos se someten a Dios, en seguir el orden y el obrar correcto establecido por Dios, Dios tiene sobre ellos una providencia más especial que sobre los impíos, por cuanto no permite que les suceda algo que les impida la salvación, pues, como dice San Pablo, “todas las cosas cooperan al bien de los que aman a Dios” (Romanos VIII, 28).
Mas porque no se someten a Él, Dios no aparta a los impíos de la culpa, y se dice que los abandona, aunque no lo hace hasta el punto de excluirlos totalmente de su providencia, ya que, si lo hiciera, serían inmediatamente reducidos a la nada.
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Por todo esto, cuando le preguntemos a Dios: Señor, “¿Quieres que vayamos y arranquemos la cizaña?” (San Mateo XIII, 28), Él nos dirá que no lo hagamos sino hasta el momento de la siega.
El Señor respondió que se abstuvieran de arrancar la cizaña, por evitar arrancar el trigo, esto es, los buenos; lo que ocurre cuando no puede matarse a los malos sin que al mismo tiempo sean muertos los buenos.
Por eso el Señor enseña que vale más dejar vivir a los malos y reservar la venganza hasta el día del juicio que hacer perecer al mismo tiempo a los buenos.
Pero cuando la muerte de los malos no entraña un peligro para los buenos, sino más bien seguridad y protección, se puede lícitamente quitar la vida de aquellos (pena de muerte).
Se dice: “No sea que arranquéis con la cizaña el trigo” (San Mateo XIII, 29) porque los buenos, mientras son débiles, necesitan en algunas cosas estar mezclados con los malos, ya en orden a ser ejercitados en la virtud por ellos, ya también para que, al compararse con ellos, se animen y estimulen más a una vida mejor.
Además, quizá también, arrancando la cizaña, pudiera arrancarse el trigo. Porque muchos son primero cizaña y luego se hacen trigo, y por ello, si no se les tolera pacientemente cuando son malos, nunca llegarán a ser buenos.
Por tanto, no se suprime de esta vida a la gente mala para no perder los que en su día serán buenos, y para no privar a los buenos del bien que los malos, aun sin querer, les proporcionan.
Aunque los malos en esta vida no padezcan a veces penas temporales (de hecho, muchos tienen muchos bienes materiales), las padecen espirituales. Así escribe San Agustín: “Lo mandaste, Señor, y así se verifica, que el ánimo desordenado sea para sí su pena”.
Y Aristóteles dice de los malos que su “ánimo lucha consigo mismo, pues esto le arrastra aquí y aquello para allá”, concluyendo que, “si tan mísero es ser malo, bien merece huir de la malicia con empeño”.
Por el contrario, a los buenos, aunque en esta vida no tengan premios corporales, nunca les faltan los espirituales, aunque en la vida presente, según dice el Señor, “recibiréis el ciento por uno ahora en este siglo” (San Mateo XIX, 29).
Sin embargo, entre los hombres abundan más los malos que los buenos. Razón de esto es porque más son los que persiguen el bien sensible que el bien de la razón, y esto implica imperfección, un mal.
Solo en el hombre parece darse el caso de que lo defectuoso sea lo más frecuente; porque el bien del hombre, como hombre, no es el que se cifra en las sensaciones corporales, sino el que es conforme a la razón; sin embargo, son más los hombres que se guían por los sentidos que los que se guían por la razón.
Son más los que se contentan con las migajas que quienes se elevan a la última perfección.
Por eso, los vicios y pecados de los hombres provienen de aceptar los impulsos de la naturaleza por sobre el orden de la razón.
Por lo tanto, “Dejad que trigo y cizaña crezcan hasta la siega” (San Mateo XIII, 30), no vaya a ser que se conviertan.
Por el momento, “revestíos de entrañas de misericordia, de benignidad, de humildad, de modestia, de paciencia: sufriéndoos los unos a los otros, y perdonándoos mutuamente” (Colosenses III, 12-13).
Si el hermano se equivoca, ¿Por qué no corregirlo? ¿Acaso no interesa su salvación? “Si tuviereis una queja contra el otro, como el Señor os perdonó, así también perdonaos vosotros” (Colosenses III, 13).
Llegado el tiempo de la siega se oirá: “Atad la cizaña en haces para quemarla; mas al trigo, recogedlo en el granero” (San Mateo XIII, 30).
Por eso, “por encima de todo vestíos de caridad, que es vínculo de perfección” (Colosenses III, 14).
“Hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él” (Colosenses III, 17). Amén.
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Agradecimiento al Padre Basilio Méramo. Me he servido de la Obra de Monseñor Ángel Herrera Oria.