jueves, 17 de marzo de 2022

Varón Justo, de la Casa de David. Una Vida sin Ruido... - Reynaldo

Francesco Conti - San José con el Niño

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Mientras rezaba los Misterios Gozosos del Santísimo Rosario, comencé a pensar un poco en San José y quisiera compartir con ustedes esas ideas.

La primera conclusión a la que llegué es que la biografía completa de San José está contenida en DIECINUEVE versículos del Evangelio según San Mateo.

San Marcos ni siquiera lo menciona. San Juan hace alusión a él dos veces, pero de manera indirecta; y San Lucas habla de San José en conexión con el censo que tuvo lugar y que le hizo subir de Nazaret junto con María Santísima para empadronarse en Belén. Más adelante, vuelve a mencionar su nombre en la escena del pesebre, en la presentación de Jesús en el Templo, cuando el Niño se perdió a la edad de doce años y para referirse al parentesco que la gente pensaba que lo unía con Jesús. Pero en ninguna de esas circunstancias aparece José en el papel protagónico que sí desempeña en el Evangelio de San Mateo.

La segunda conclusión que saqué es que no hay constancia de ninguna palabra que él haya dicho. Es por eso por lo que digo que San José es “una vida sin ruido”.

Y al pensar en estas cosas, recordé unas palabras de San Francisco de Osuna en su “Tercer Abecedario Espiritual”, donde dice que “lo que falta no es el escribir y el hablar sino el callar y el obrar”. Y San José, con su vida, es un testimonio vivo de esa realidad. Él no “dijo” nada, él “hizo”.

Vamos a ver, pues, qué nos revela el Evangelio.

Lo primero que la Biblia enseña en Mateo 1: 19 es que José era “justo”. La palabra griega utilizada en este versículo es “díkaios”, y significa “inocente”, “santo”. Luego, José era un hombre inocente y santo –un hombre de Dios.

En el versículo 19, leemos:

“José su marido (de María), como era justo y no quería infamarla, quiso dejarla secretamente”.

Sabía que María estaba encinta y se sentía muy afligido. No obstante, no le pidió explicaciones. Además, la amaba tanto que no quería desacreditarla. Y para ello, decidió marcharse en secreto, sin previo aviso.

Él tenía todo el derecho a acusarla ante el Sanedrín y hacer que la castigaran. De acuerdo con la Ley de Moisés podían apedrearla por haber fornicado en casa de su padre.

En Deuteronomio 22: 20-21, leemos:

“… Pero si resulta que es verdad, si no aparecen en la joven las pruebas de la virginidad, sacarán a la joven a la puerta de la casa de su padre, y los hombres de su ciudad la apedrearán hasta que muera, por haber cometido una infamia en Israel prostituyéndose en casa de su padre. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti”.

José sabía de esa ley, pero prefirió irse a hurtadillas. De ese modo, la responsabilidad podrían atribuírsela a él y María saldría indemne de aquel embrollo. Pensarían quizás que él se había aprovechado de la doncella y la había deshonrado. Pero no le importaba. Él prefería que lo juzgaran mal y que no le causaran ningún daño material ni moral a María. Su fuga repentina lo haría parecer culpable ante los ojos de todos; y, por tanto, a Nazaret no podría regresar jamás. Ésa era, empero, la única manera —pensaba él— en que María tendría ocasión de justificar su falta alegando que el fugitivo José había abusado de ella y la había abandonado después.

Eso sí es amor y amor de verdad, porque es un amor que se entrega y que se olvida de sí mismo para priorizar a los demás aun a costa de su propio prestigio, de su propia honra, de su propio testimonio. En más de una ocasión, Jesús también puso en juego su prestigio andando y comiendo con rameras, publicanos y pecadores.

Y ahora, en el versículo 20 de Mateo 1 dice que:

“…pensando él en esto, un ángel se le apareció en sueños…”

Y le contó la historia más descabellada, absurda e inverosímil que jamás nadie hubiera podido oír, y le dijo:

“José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es”.

Pero José era un “hombre de fe”, y creyó a pies juntillas lo que aquel Ángel le dijo. No dudó, no hizo ninguna pregunta, no presentó ningún argumento, no discutió… José creyó, y por ese motivo, leemos en el versículo 24 que “despertando José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer”.

Y aunque no pronunció ninguna palabra (como era su costumbre), con su actitud estaba diciéndole al Señor:

“He aquí Tu siervo, hágase en mí según Tu Palabra”.

Y ésa es otra virtud del justo y amoroso José –la obediencia.

José obedecía sistemáticamente todas las órdenes que Dios le daba.

Cuando, después de nacido Jesús, otro Ángel le ordenó —según leemos en Mateo 1: 13— “Levántate, y toma al niño y a su madre, y huye a Egipto, y permanece allá hasta que yo te diga…”, dice la Escritura que “él tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto. Y cuando después de siete años (de acuerdo con lo que nos enseña la Tradición), otro Ángel se le apareció en sueños y le dijo: – “Levántate, toma al niño y a su madre, y vete a tierra de Israel”, él “se levantó, tomó al niño y a su madre, y vino a tierra de Israel”.

José era incondicionalmente sumiso… Si Dios le ordenaba que fuera, él iba; si le ordenaba que se detuviera, él se detenía. Pero, ¿no dice acaso San Francisco de Sales que el libro de la santidad lleva por título “Hacer la voluntad de Dios”?

No cabe, pues, sorprenderse de que José fuera un alma enteramente contemplativa. Era un hombre justo, fiel, amoroso, obediente, silencioso. Y, por tanto, vivía en una comunión plena con Dios.

Y, por último, José desaparece en la penumbra del relato evangélico… como si no contara ya para nada. Sin embargo…

Si no hubiera sido por la santidad de José…

Si no hubiera sido por el amor heroico de José que cedía sus derechos y prefería auto-inmolarse…

Si no hubiera sido por la fe invacilante de José…

Si no hubiera sido por la obediencia total de José…

José es, pues, una vida sin ruido, pero que habla muy alto…, que canta alabanzas a Dios…

“Lo que haces grita tan alto que no escucho lo que me dices”.

Espero que les agrade.

Reynaldo