domingo, 13 de marzo de 2022

Dom II Cuadragésima – 2022-03-13 – San Mateo XVII, 1-9 – Padre Edgar Díaz

Transfiguración - Titian

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Es una doctrina fundamental del Evangelio que el cristiano no se guía ni por los sentidos ni por la razón natural sino por la autoridad de la fe: “El justo vivirá de la fe” (Hebreos X, 38).

El justo vive de la fe por todos conceptos: en cuanto solo la confianza que da esa fe puede sostenerlo en medio de las pruebas y de las persecuciones; y en cuanto esa misma fe es la prenda de la promesa de vida eterna.

En otros textos San Pablo habla admirablemente sobre cómo el justo debe vivir de la fe y en cada uno de ellos enseña un aspecto particular de esa vivencia de la fe. 

En la Epístola a los Hebreos presenta la fe en el sentido de una confiada esperanza, como la actitud que corresponde necesariamente a todo el que vive en un período de expectación y no de realidad actual, es decir, el que va persiguiendo un fin y no se detiene en los accidentes del camino, sino que mira y goza anticipadamente del objeto deseado, que ya posee, y disfruta, “en esperanza” (Romanos V, 2; VIII, 24; XII, 12).

Por eso el Padre, en su magnífica intervención durante la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo en el Monte Tabor, nos ordena que oigamos a Jesús tanto en sus enseñanzas como en sus mandatos y promesas: “Escuchad a mi Hijo amado” (v. 5). El oír a Jesús es el distintivo de las ovejas de Jesús: “Mis ovejas oyen mi voz, Yo las conozco y ellas me sigue” (San Juan X, 27).

El Padre nos envió a su Hijo para enseñarnos su doctrina, darnos sus mandatos, y asegurarnos sus promesas. De más estaría decir que el cristiano debe aprender lo enseñado, cumplir con lo mandado, y esperar lo prometido. Uno es el que enseña; otro el que aprende. Uno es quien manda; otro quien obedece. Solo quien es fiel Jesucristo recibirá lo prometido.

Antes de la venida de Nuestro Señor Jesucristo el hombre viejo tenía sus cinco sentidos atentos a todo lo que se le presentara, y aprendía a través de ellos.

Precisamente, el motivo por el que San Pablo le escribe a los Tesalonicenses es que estos llevaban un año escaso en su nueva fe, y no era de extrañar que conservaran numerosos resabios de los vicios de los paganos, sobre todo el de la lujuria y avaricia, que eran los dominantes.

En cambio, el nuevo hombre, el transformado por la doctrina de Cristo, no hace uso más que de un solo sentido, el del oído, para juzgar. No juzga las cosas a través de su conocimiento natural, que le viene de sus cinco sentidos, sino por la fe.

Es como si se hubiera arrancado sus mismos ojos: “No ponemos nuestros ojos en las cosas que se ven, sino en las que no se ven” (2 Corintios IV, 18); ni nos queda más libertad que escuchar a Cristo solo; y aún esto no para examinar su doctrina, sino para seguirlo fielmente.

Muy en peligro de extraviarse estaba el entendimiento humano por su ignorancia y el desarreglo de sus costumbres con sus deseos torcidos; para remediarlo vino Jesús a traernos la verdad y enseñarnos el camino de la bienaventuranza.

Y en el Tabor el Padre presenta a su Hijo como autoridad suprema. El primer mandato del Padre es que creamos lo que el Hijo nos enseña, sin pasar a un examen ulterior. Pasar a un examen ulterior es una gran tentación en la que se cae muy fácilmente. Muy rápidamente le encontramos la vuelta, y, en vez de someternos a sus mandatos, nos acomodamos a nuestros propios criterios y gustos.

Dios quiere lo que es y no parece; el hombre caído, en cambio, quiere lo que parece y no es: “Este pueblo me honra con los labios, mas lejos de Mí está su corazón” (San Mateo XV, 8).

Quien no vive de la fe busca aferrarse solo a las cosas de este mundo, sin comprender que Dios quiere que se desapegue de ellas. De ahí la lección fundamental: “Guarda tu corazón (de las cosas que veas en el mundo) (Proverbios IV, 23).

A los Tesalonicenses San Pablo les dio un principio de vida, el Padre desea nuestra santidad: “la voluntad de Dios es vuestra santificación… no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad” (1 Tesalonicenses IV, 3.7).

Ante la Palabra del Hijo de Dios se levantan obstáculos tales como el de su propia oscuridad, ya que es incomprensible para el hombre carnal, el del camino áspero y contrario a los sentidos que enseña, y el de lo lejano que parecen estar sus promesas. Por eso, Dios Padre, en el Monte Tabor, le establece como autoridad suprema al que hay que oír.

El hombre puede alcanzar la verdad, o por su propia luz, conociéndola directamente, o guiado por otros de quien se fía. Dios es el único que nos puede llevar a la verdad de una u otra forma. Jamás Dios nos conduciría al error. Y, sin embargo, no lo escuchamos.

Así describe Tertuliano la falibilidad del hombre: “¿Qué hombre es capaz (o prudente) de enseñar lo que es verdaderamente bueno? ¿Dónde está su autoridad para exigirnos (fidelidad a lo que enseña)? Su prudencia puede equivocarse; su autoridad es propensa a ser despreciada”.

Dadas estas dos condiciones, difícil es que los hombres nos conduzcan por el camino de la sabiduría y de la verdad. El testimonio de los hombres es, en consecuencia, falible.

No así el testimonio de Cristo. Lo que para los hombres es imposible no ofrece obstáculos para Cristo. Cierto que pudiera llevarlo a cabo haciéndonos ver la verdad, pero ha preferido invitarnos a que le creamos. 

Ninguno de estos medios desdice de Él, porque es digno, en su grandeza de reinar sobre los entendimientos cautivándolos por la fe, o llenándolos de su visión, y ambas cosas nos las concederá sucesivamente cada una a su tiempo. Las dos a la vez son incompatibles.

Es por eso por lo que para la vida presente reserva la fe, y la visión, para la futura. Mientras estemos en esta vida, nos tocará sumisamente aceptar la verdad a través de la fe; cuando hayamos llegado a la Patria tendremos la evidencia. 

Un día Dios descorrerá los velos de la verdad; mientras tanto, y como preparación, es necesario reverenciar la autoridad. Esta reverencia es causa de mérito; y la evidencia será la recompensa.

Jesús tiene autoridad incontestable para darle todo nuestro asentimiento. Los motivos que tenemos para creerle bajo obligación fueron claramente expuestos en la escena de la Transfiguración en el Monte Tabor

Allí está el Padre celestial, que es Dios que nos manda escucharle: allí están Moisés y Elías, que son la Antigua Ley y los Profetas. Pero en cuanto se oye la voz del Padre encomendándonos a su Hijo, Moisés y Elías desaparecen, y Cristo queda solo. 

Pero para entender aún más la autoridad de Cristo el Evangelio nos dice: “A Dios nadie le vio jamás; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos le ha dado a conocer” (San Juan I, 18). Nos habla el mismo que ha visto a Dios. 

San Agustín asegura: “No es pequeña ciencia estar unido al que sabe”. No es pequeña la ciencia estar unido al que sabe porque Él mismo lo ha visto. Continúa San Agustín: “Él tenía los ojos del conocimiento, tú los de la fe”. Si no tenemos luz propia, tenemos la de Cristo, que nos dirige. Por esta razón se puede afirmar que la fe es el criterio seguro de verdad. 

Es necesario, en consecuencia, formar definitivamente nuestro juicio, no según las apariencias de los sentidos y opiniones prefabricadas por la razón humana, sino según la palabra del Evangelio. Si así lo hiciéramos, nos evitaríamos muchas ilusiones y pensamientos necios.

Un ejemplo de esto es cuando se ve aplaudir a los afortunados del mundo. Los sentidos nos dicen que ahí está la felicidad. En cambio, la fe, la voz de Cristo, rápidamente nos desbarata este pensamiento afirmando: “Bienaventurado el pueblo cuyo Dios es el Señor” (Salmo CXLIII, 15). Éste es el criterio de verdad.

En el Tabor Dios Padre nos manda oír a Cristo; igualmente de útil es recordar la siguiente frase del Evangelio: “Hablamos de lo que sabemos y de lo que hemos visto… pero vosotros no recibís nuestro testimonio” (San Juan III, 11). Es un reproche que deberíamos hacernos a nosotros mismos por no oír a Jesús.

Mejor ejemplo aún es la Eucaristía. Todos los sentidos se engañan al ver la Eucaristía. Sin embargo, creemos en la Presencia Real de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía por lo que hemos aprendido. Desconfianza de los sentidos, en contraposición a la verdad que nos viene de Cristo por la fe.

Se impone con necesidad, entonces, oír los mandatos de Dios; y para ello, la necesidad de tener una fe activa. Es decir, si escuchamos a Cristo y su doctrina, es necesario mostrar nuestra fe con nuestras obras: “Por mis obras te mostraré mi fe” (Santiago II, 18).

Quien no muestra su fe con sus obras podrá conocer a Cristo, así como un simple curioso conoce las cosas por vana distracción, pero no como un cristiano, porque Cristo quiere obreros fieles y no contempladores perezosos, y la fe es por completo vacua si no fructifica en buenas obras.

La vida cristiana es como un edificio espiritual. Su cimiento es la fe (cf. Colosenses I, 23), los cimientos desempeñan dos funciones: principio de la construcción, y sostén de la construcción. Pues bien, para ambas funciones se exige que se le añada ladrillo por ladrillo a la construcción. Lo mismo vale para la fe en el edificio espiritual: obra por obra basadas en la fe.

Si la fe entonces es el cimiento que comienza la construcción es necesario que después se continúe con el edificio. San Agustín llama a la fe “principio” porque “es lo primero que subyuga el alma a Dios”. Esta cita la toma el Concilio de Trento para definir la fe.

Pero no continuar avanzando en la construcción del edificio con las buenas obras que proceden de la fe, o que tienen la fe como base, es quedarse solo en los cimientos y parecerse a aquel hombre que “después de haber puesto el cimiento, encontrándose incapaz de acabar, todos los que lo ven comienzan a menospreciarlo” (San Lucas XIV, 29).

Si después de tantos esfuerzos y preparativos se abandona el edificio a medio acabar, se debería preguntar, dónde está el problema. ¿Sería correcto acusar a la fe por no poder terminar la construcción? ¿Será, tal vez, que se la considera insuficiente como para construir sobre ella?

Pero la fe además de principio es sostén. Los preceptos del Señor hacen que el edificio no se caiga.

“No améis el mundo” (1 Juan II, 15). “He ahí el precepto del Señor—dice San Agustín. Porque si fuese amable, el Hijo de Dios lo habría amado… No os apeguéis a las riquezas de este mundo, porque si fueran necesarias el Hijo del hombre no habría sido pobre… No temáis los sufrimientos, porque si no fueran útiles para la salvación no habría muerto en la Cruz…”

De este modo, todo cuanto Jesús manda está fundado inmutablemente en lo que Él hizo. Por eso, escuchemos a Jesús, y hagamos como Él.

Hay que escuchar a Jesús, pero hay que escuchar cómo lo dice. Hay que analizar las circunstancias sobre cómo dice lo que dice. Porque muchos se acercan a Él no para recibir la enseñanza de Jesús sino para imponer otra enseñanza. No para oír a Jesús sino para hacerle decir a Jesús algo preconcebido a gusto, pasiones y avaricias, contrarios al Evangelio.

“Este pueblo es un pueblo rebelde; son hijos mentirosos que no quieren escuchar la ley de Dios; que dicen a los que ven claramente, ‘No veáis’; y a los profetas, ‘No nos habléis más de cosas rectas; habladnos de cosas agradables; profetizadnos mentiras” (Isaías XXX, 9-10). 

Tales son muchos cristianos, y si alguna vez se levanta alguna voz verdadera, la de aquellos hombres fieles de quienes dice San Pablo que exponen recta y fielmente la Palabra de la Verdad (cf. 2 Timoteo II, 2), enseguida le dicen: “Apartaos del camino, quitaos del sendero, dejad de poner a nuestra vista al Santo de Israel” (Isaías XXX, 11), es simplemente un “no queremos escucharte”.

Esa es nuestra desgracia: no queremos escuchar a Cristo, si Éste no habla a nuestro gusto, si no permite los vicios que nosotros practicamos. Tal persona no es amigo sino enemigo de Jesús.

En la penumbra de la naturaleza caída Nuestro Señor resplandece luz celestial. Pero la oscuridad se impuso: (a la luz), no la recibieron”, dice San Juan en su Prólogo (San Juan I, 5).

Así, la verdad de Cristo, que no anhela más que la libertad de consumarse a sí misma, fue forzada a volver a su corazón. Dolor; un dolor que solo Dios puede medir y comprender. 

En el Tabor, más allá de cualquier experiencia conocida; con todos esos rasgos misteriosos e impresionantes que solo venidos del Cielo podían ser; esa luz que provino no de una fuente natural, sino de las esferas de la realidad interior; esa nube que no era atmosférica sino resplandor que ocultaba más que revelaba lo celestial desvelado pero a la vez inaccesible; la brusquedad con que las figuras aparecían y desaparecían, dejando tras de sí el vacío de la tierra abandonada por el Cielo, en el Tabor, ocurre esta visión que no es nada subjetiva, ni es ninguna imagen interior proyectada repentinamente en sus mentes.

El acontecimiento no descendió simplemente sobre Jesús; surgió de Él mismo. Fue revelación del ser más íntimo; un pabilo de llama viva dentro de Él que se hizo evidente.

Solo por un momento, la verdad se abrió paso en toda su radiante claridad. Ésta era la luz que había venido al mundo lo suficientemente poderosa como para iluminarlo por completo.

En la vida eterna, en la cual creemos, la eternidad no es el atributo que nos proporcionará la felicidad. La felicidad vendrá por el conocimiento de Dios mismo. “Eterna”, no en el sentido opuesto a “transitorio”. “Eterna”, por participar de la vida de Dios.

Esta vida eterna no espera la muerte para comenzar. Ya existe aquí en la tierra, a través de la fe. Esta vida es sin límites; aunque su cualidad dependa de la claridad y firmeza de nuestra fe.

Cualquiera sea la medida de nuestra fe, algo de la vida eterna está siempre presente en nosotros; algo de esa llama que se reveló por primera vez en el Tabor, y que se revelará victoriosamente de modo permanente en la resurrección. Amén.