domingo, 6 de marzo de 2022

Dom I Cuadragésima – San Mateo IV, 1-11 – 2022-03-06 – Padre Edgar Díaz

Mosaico de las Tentaciones de Jesús en el Desierto
Basílica de San Marcos, Venecia, Italia

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Ante la venida de Nuestro Señor Jesucristo, y sabiendo que le queda poco tiempo, el Diablo ataca nuestras almas de una manera mucho más descarada y perversa de como lo venía haciendo. Sus tentaciones son más artificiosas y engañosas de manera tal que “si aquellos días no fueran acortados, nadie se salvaría” (San Mateo XXIV, 22).

Por más de dos años hemos estado siendo engañados de una manera que jamás se había visto en la historia: una enfermedad que parece y no parece, y una cura, que cura en dosis, pero que no cura.

La más preciada corona de este engaño fue el abrumador alistamiento de la mayoría en las filas satánicas, obedientes y sumisos. Se pudo constatar que fueron presa fácil. Fue como si dijéramos que el primer engaño “salió venciendo para vencer” (Apocalipsis VI, 2), y lo logró.

Y de esta maniobra han pasado en los últimos días a otra más belicosa, por la que el mundo ha cambiado dramáticamente, y no hay vuelta atrás. A otro engaño, el de color de fuego, se le fue dado “quitar la paz de la tierra, y hacer que unos se maten a otros; y se le dio una gran espada” (Apocalipsis VI, 4). La nuclear, por supuesto.

Y como casi un tercio del trigo del mundo dejará de ser producido, porque esas ricas tierras quedaron por el momento incapacitadas, y como el precio del pan se irá literalmente a las nubes: “a un peso el kilo de trigo; a un peso, tres kilos de cebada” (Apocalipsis VI, 6) (si supiera Straubinger a cuánto están hoy estos precios en la Argentina…), las especulaciones con fundamento in re dicen que muy pronto en la potencia del norte the loaf of bread costará entre 8 y 9 dólares.

Y es que el objetivo de la iniquidad es “la Muerte”; precisamente el cuarto protagonista, el de color pálido. No importa el cómo; no importa quien gane y quien pierda; importa la despoblación: “a espada (nuclear, por supuesto), y con hambre, y con peste, y por medio de las bestias de la tierra”, aunque solo tengan “potestad sobre la cuarta parte de la tierra” (Apocalipsis VI, 8).

Y cuando hayan terminado los efectos radiactivos, emergerán de sus bunkers desde donde pudieron seguir el macabro desenlace tomando Coca-Cola y Vodka. Tal es la poderosísima fuerza persuasiva del demonio que ha convertido a los líderes del mundo en profesionales luciferinos.

Mientras tanto, en otros ambientes, se continúa con la pertinacia creada por Satanás para enmarañar y distraer, entorpecer y destruir, sobre si fue o no verdadero Papa, sobre si fue o no válidamente consagrado Obispo.

Esta trampa que no va a ser resuelta tan fácilmente enlista a los entornos religiosos tanto como enlista al mundo incauto la persuasiva propaganda satánica. El enemigo sabe que más que la física importa la muerte espiritual. De ahí que sea su tentación más refinada la de desviar de la verdadera fe y de la caridad.

Por eso, “el Hijo del hombre, cuando vuelva, ¿hallará por ventura la fe sobre la tierra?” (San Lucas XVIII, 8). No obstante haber prometido su asistencia a la Iglesia hasta la consumación del siglo, Nuestro Señor hizo este impresionante anuncio, pues lo que encontrará en su segunda venida será una encarnizada lucha.

De hecho, dijo: “Y cuando os digan: ‘¡Está allí!’ o ‘¡Está aquí!’ no vayáis allí y no corráis tras del él” (San Lucas XVII, 23). Advirtió el sutil engaño. Se presentarán muchos falsos profetas y cristos y será general el descreimiento y la burla, como en tiempos de Noé y de Lot.

¿Hallará Jesucristo caridad? Nos adelanta que “por efecto de los excesos de la iniquidad, la caridad de los más se enfriará” (San Mateo XXIV, 12).

Para quien se adhiera fielmente a Nuestro Señor Jesucristo a través de la fe verdadera (Una), con la práctica de la caridad al prójimo sin excepción (Santa y Católica), y respetando la autoridad que sigue siendo emanada por verdaderos sacerdotes del Magisterio y el Derecho (y Apostólica), esa burla le servirá como señal de buen andar. 

Ante las tentaciones del demonio la más férrea defensa seguirá siendo la fidelidad a Jesús: “recuerda, pues, tal como recibiste y oíste; y guárdalo, y arrepiéntete. Si no velas vendré como ladrón, y no sabrás a qué hora llegaré sobre ti” (Apocalipsis III, 3). 

¡Pobre de quien no haya aprendido a luchar en contra de la tentación, sobretodo, la de querer apartarse de Jesucristo, y de la verdadera fe, y de la caridad! He aquí, entonces, peligros en los que fácilmente podríamos caer, y de los que debemos cuidarnos mucho, y el desierto se presenta como una escuela ante la tentación. 

Pero el Señor envía su auxilio a los suyos. Así como Él mismo, en su tiempo, fue empujado por el Espíritu Santo al desierto para vencer al demonio, así nos empuja también a nosotros el Espíritu a la soledad de nuestros desiertos. Ciertamente, el Espíritu Santo no nos conducirá a un lugar distinto al que condujo a Jesús.

Al desierto huirá la Mujer del Apocalipsis: “la Mujer huirá al desierto, lugar preparado por Dios para alimentarla por mil doscientos sesenta días” (Apocalipsis XII, 6). 

En el desierto, Nuestra Señora estará protegida, y será fuerte ante las tentaciones del demonio: “a la Mujer se le darán dos alas de águila para que pueda volar al desierto, a su sitio, donde pueda ser sustentada por un tiempo, y dos tiempos, y la mitad de un tiempo, fuera de la vista de la serpiente” (Apocalipsis XII, 14). El auxilio del Señor consistirá entonces por un tiempo en enviar a su Iglesia al desierto.

El desierto carece de todo. La soledad es lo que más sobresale en él. Tristeza y ausencia: de buena compañía en la verdadera fe y de la dulzura de la caridad, de imperio del orden y de la autoridad. Es la soledad de la Iglesia. Es la Iglesia desmantelada. 

No imaginemos una santidad fácil que nos lleve por las muelles nubes hasta el umbral del Milenio. Junto a Nuestro Rey y Señor Jesucristo será necesario el crisol de la soledad.

A mayor santidad necesaria para entrar en el Reino, mayor tentación y prueba habrá. El desierto nos facilitará, en consecuencia, la fortaleza que esa santidad precisa.

Si sufrimos tentaciones, será por algún motivo. ¿Será por el declive? Entonces, es un llamado de atención. ¿Será para mejorar? Entonces, es para una más preciosa corona. 

La tentación es cosa útil y provechosa para quien ama Dios: “Bienaventurado aquel que sufre la tentación porque, una vez probado, recibirá la corona de la vida que el Señor tiene prometida a los que le aman” (Santiago I, 12).

Ante la tentación, ni desaliento, ni confianza excesiva. Cuidarse de no descuidarse. No a la ociosidad; no se la vence con la glotonería o liviandad, sino con la oración y trabajo, con abstinencia, continencia y castidad.

Así es el desierto de nuestras vidas. Es para la prueba de nuestro estado de gracia: “Porque todos cuantos son movidos por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios” (Romanos VIII, 14). Asombroso misterio. Su protagonista es el Espíritu Santo, que toma el timón de las vidas de quienes se entregan a Él con confiada docilidad. 

Sea que estas mociones del Espíritu Santo tengan carácter extraordinario, si es que así las necesitamos, solo Dios lo sabe; sea que sean ordinarias, como en el común de las gentes, Dios no nos las dejará faltar.

Ordinariamente el Espíritu Santo nos conduce a través de la “gracia actual”. Es de suma importancia tener presente esta realidad para respetar en el prójimo este trabajo interno del Espíritu Santo. 

No asustarse por la soledad. En ella las tentaciones suelen ser mayores, es verdad, pero, a la vez, sirven de buena señal, pues siendo un indicio de que el Diablo quiere entrar, muestran a la vez que está afuera.

Hay quienes están solos por ser desvalidos; hay quienes están solos por ser soberbios, pues no quieren consejo, ni ayuda, ni disciplina. Ambas soledades son perjudiciales y deberían remediarse con nuestra caridad, oración, y penitencia por el desafortunado.

Pero hay otra soledad que es la del recogido y penitente. Ésta no solo es deseable, sino necesaria, como la de la Mujer del Apocalipsis, según cada estado de vida. El simple examen de conciencia hecho varias veces al día es ya “un recogerse en el desierto”.

Cuando se desea ardientemente el Reino de Dios, cuando se cumplen todos los deberes de piedad para con el Señor, y cuando uno se sujeta totalmente a su paternal Voluntad y Providencia, entonces señaladamente acontece que el Diablo inventa nuevos ardides, y prepara todo género de armas, como claramente estamos viendo en los últimos tiempos.

Se corre el peligro de dejar los buenos propósitos y caer en los antiguos vicios. Se corre el peligro de hacerse mucho peor de lo que uno era antes: “Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia que renegar, después de conocerlo, el santo mandato que les fue transmitido” (2 Pedro II, 21).

Por eso ordenó Nuestro Señor Jesucristo que cada día roguemos a Dios Padre en el Padrenuestro su auxilio y su protección; siendo muy cierto que, si somos dejados de su defensa divina, caeremos en el lazo del diablo: “Velad y orad, para que no entréis en tentación. El Espíritu, dispuesto (está), mas la carne, es débil” (San Mateo XXVI, 41).

En el primer momento difícil los discípulos huyeron y abandonaron a Jesús (cf. San Mateo XXVI, 56); “¡Aunque deba contigo morir, de ninguna manera te negaré!” (San Mateo XXVI, 35). Poco después afirmó con juramento que no conocía al Señor (cf. San Mateo XXVI, 69-74).

No correspondían sus fuerzas con la valentía de espíritu que mostraba al principio. Si cayeron desgraciadamente varones tan santos como estos por la fragilidad de la naturaleza humana en la que confiaban, ¡qué no tendríamos que temer los que estamos muy lejos de esta santidad!

Mientras estamos en este mundo los combates y peligros en los que continuamente nos veremos envueltos son muchos y grandes. Por todas partes nos asaltará la carne, el mundo, y el demonio. El poderío inmenso que tiene sobre nosotros la ira y la codicia nos asestará seguramente alguna herida de muerte.

Más aún, dice San Pablo, “la lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados y potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espíritus de la maldad esparcidos por los aires” (Efesios VI, 12).

¡Cuán grande es la audacia y malicia del diablo para tentar! Cuán atrevido es lo demuestra cuando dijo: “Al Cielo subiré” (Isaías XIV, 13); y cuando acometió a los Primeros Padres en el Paraíso (cf. Génesis III, 15). Tentó a los Profetas; fue muy solícito en cribar a los Apóstoles como al trigo (cf. San Lucas XXII, 31); y no respetó ni siquiera al mismo Señor.

Y así expresó San Pedro su insaciable sed y su solicitud incansable para perdernos: “Vuestro adversario el diablo ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar” (1 Pedro V, 8).

No tienta a los hombres un demonio solo, sino muchos. Así lo confesó aquel diablo que al preguntarle Nuestro Señor por su nombre le contestó: “Legión es mi nombre, porque somos muchos” (San Marcos V, 9).

¿Quién, pues, puede tenerse por seguro? Por eso, humildemente debemos pedir a Dios que no permita que seamos tentados por sobre nuestras fuerzas, sino que, junto con la tentación, nos de las fuerzas para poder resistirlas.

¡Que ninguno se deje llevar de alguna vana complacencia, ni se engría con insolencia, de modo que presuma que podrá resistir con sus fuerzas las tentaciones y los ímpetus de los demonios! 

No es esto obra de nuestra naturaleza, no puede contra ella la flaqueza humana. A solo Dios debemos dar gracias por la victoria, porque sólo podremos conseguirla con su auxilio y defensa.

¡Cristo, Señor nuestro, de tal combate salió victorioso! Este Señor venció al demonio: Éste es aquel más fuerte que sobreviniendo, venció al fuerte armado, y le quitó las armas y despojos (cf. San Lucas XI, 21-22): “Confiad, que yo vencí al mundo” (San Juan XVI, 33).

El Apocalipsis lo llama: “El León que vence” (cf. Apocalipsis V, 5). Por esta victoria dio a sus siervos virtud para que venzan. El diablo huye de los que le resisten.

Que se diga de nosotros: “Estos guerrearán con el Cordero, y el Cordero los vencerá, porque es Señor de señores y Rey de reyes; y (vencerán) también los suyos, los llamados y escogidos y fieles” (Apocalipsis XVII, 14).

Dios tiene guardadas las coronas, y la grandeza de los premios eternos señalados para los vencedores: “El que venciere, no será alcanzado por la muerte segunda” (Apocalipsis II, 11);

“El que venciere, será así vestido con vestiduras blancas, y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles” (Apocalipsis III, 5); 

“Del vencedor, haré una columna en el templo de mi Dios, del cual no saldrá más” (Apocalipsis III, 12); 

“Al que venciere, le haré sentarse conmigo en mi trono, así como Yo vencí y me senté con mi Padre en su trono” (Apocalipsis III, 21). 

Últimamente, habiendo manifestado la gloria y el colmo eterno de bienes del que gozará el vencedor, añade Jesús:

“El que venciere, tendrá esta herencia, y Yo seré su Dios, y él será hijo mío” (Apocalipsis XXI, 7).

Amén.