El Cordero de Pie sobre el Monte Sión - Beato de Liébana |
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No alcanza San Juan a terminar de describir el horrendo espectáculo de la marca de la bestia en la frente o en la mano derecha de los que caerán en esa tremenda desgracia (cf. Apocalipsis XIII, 16-18) que da a conocer a los cristianos una alentadora noticia: Nuestro Señor Jesucristo es visto de pie sobre el Monte Sión, junto con todos los que le fueron fieles.
Es que el Monte Sión será ensalzado sobre todo monte. Así lo profetizó Isaías: “sea abatido todo monte” (Isaías XL, 4), porque está cerca la llegada del Reino de Dios, el cual se establecerá sobre el Monte Sión; y así lo relata también hoy el Evangelio de San Lucas, citando a Isaías: “todo monte sea humillado” (San Lucas III, 5), porque los perversos serán humillados antes del triunfo del Mesías.
Es que el Señor le había dicho al anunciador de Sión que se subiera “sobre un monte alto…” (Isaías XL, 9) para que desde allí “levantara fuertemente su voz…y dijera… ¡He aquí el Dios vuestro!” (Isaías XL, 9).
Mientras todas las atrocidades de la bestia estarán ocurriendo, Nuestro Señor estará protegiendo a los suyos desde el Monte Sión: “He aquí que su premio viene con Él, y su obra delante de Él. Como pastor apacentará su rebaño: con su brazo congregará a los corderos, y los llevará en su seno. Él, que es nuestro Dios y Señor” (Isaías XL, 10-11). Por eso San Juan lo vio rodeado de todos sus elegidos.
Si los justos no fueran sostenidos por una ayuda especial de Dios, no habría uno solo que pudiera resistir la violencia de tal persecución del anticristo: “Aparecerán falsos mesías y falsos profetas, realizando señales y prodigios tan grandes que inducirán a error incluso a los elegidos, si eso fuera posible” (San Mateo XXIV, 24).
La marca de la bestia será señal de apostasía, que atestiguará que todos los que la portan, ya sea, para agradar a la bestia, o, para escapar de su ira, han renunciado a Cristo y se han alistado para siempre bajo la bandera de su enemigo. Es por eso por lo que será casi imposible estar junto a ellos.
Pero San Pablo dice que Dios es fiel, y que ha hecho un pacto con la tentación, de no permitirle que el hombre sea probado más allá de sus fuerzas. Durante la Gran Tribulación las tentaciones excederán tanto las condiciones y leyes normales de la humanidad que la misericordia de Dios proveerá un remedio que sea proporcional a la extensión de tan enorme mal.
Este remedio será el más sobrenatural y extraordinario que exista, el más ajeno a las reglas convencionales de los seres humanos, y al funcionamiento ordinario de la Providencia de Dios, de todos los que el cielo haya enviado al hombre desde la Encarnación.
Será el mismo Cordero de pie sobre el Monte Sión: “Y vi, y he aquí el Cordero que estaba de pie sobre el monte Sión y con Él ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían Su nombre y el nombre de Su Padre escrito en sus frentes” (Apocalipsis XIV, 1).
En efecto, así describió el Profeta Isaías lo que acontecería en los últimos tiempos: “El Monte de la Casa de Yahvé será establecido en la cumbre de los montes, y se elevará sobre los collados; y acudirán a él todas las naciones” (Isaías II, 2).
Y también lo había visto Miqueas, casi exactamente con las mismas palabras: “Sucederá al fin de los días que el monte de la Casa de Yahvé tendrá su fundamento en la cima de los montes, y se elevará sobre las alturas. Afluirán a él los pueblos” (Miqueas IV, 1).
Porque “de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Yahvé” (Isaías II, 3). “Para quienes ha venido el fin de las edades” (1 Corintios X, 11), como dice San Pablo, el Monte de la Casa del Señor, el Monte Sión, resplandecerá con nueva luz, porque Dios será allí adorado, reconocido como Dios de toda la tierra.
El Monte Sión representa el triunfo del Mesías. En consecuencia, el Cordero es visto de pie sobre el monte, hasta que, cuando ocurra la Parusía, se abra el cielo: “y vi el cielo abierto” (Apocalipsis XIX, 11). En el Salmo dice el Señor: “Yo soy quien he constituido a mi Rey sobre Sión, mi santo monte” (Salmo II, 6).
Por eso, contemporáneamente con la tragedia humana que significará la caída de muchos por la marca de la bestia, los signados por Dios serán congregados en el Monte Sión junto con el Cordero.
El Cordero no estará de pie como lo estuvo en la anterior visión del Cordero Degollado que tuvo San Juan: “Y vi que en medio delante del trono y de los cuatro vivientes y de los ancianos estaba de pie un Cordero como degollado, que tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios en misión por toda la tierra” (Apocalipsis V, 6), sino “como un Rey glorioso entre su corte resplandeciente”.
Ecumenio explica muy bien este gesto magnífico de Nuestro Señor: que el Señor sea mostrado ahora de pie sobre el monte Sión significa que Israel ha comenzado a retornar a la fe, en los últimos días.
La batalla aún no habrá sido ganada. Sin embargo, hasta tanto, el Señor mantendrá a los suyos bajos sus alas. Habitará con ellos, y los toma sobre Sí: “Entonces temerán desde el occidente el nombre de Yahvé, y desde el nacimiento del sol su gloria… y como Libertador (de Sión) (vendrá), para (redimir) a los de Jacob que se conviertan del pecado…” (Isaías LIX, 19-20).
“Y sucederá que en el lugar donde se les dijo: No sois mi pueblo, allí mismo serán llamados hijos del Dios vivo” (Romanos IX, 26), es decir, en el mismo Monte Sión.
Y San Pablo explica que “el endurecimiento ha venido sobre una parte de Israel hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado; y de esta manera todo Israel será salvo; según está escrito: ‘De Sión vendrá el Libertador; Él apartará de Jacob las iniquidades’” (Romanos XI:25-26).
Pero los suyos ya no serán exclusivamente del pueblo de Israel. Anteriormente se había dicho que los que habían llegado a la fe del pueblo de Israel eran ciento cuarenta y cuatro mil, doce mil por cada tribu.
Ahora, en la visión del Cordero de pie sobre el Monte Sión, ya no se está hablando exclusivamente de ellos, porque no son nombrados específicamente.
No son aquellos de los cuales se predijo que creyeron en Cristo de entre las tribus de Israel, pues si así fuera serían nombrados con el artículo determinado diciendo: “Los ciento cuarenta y cuatro mil (del Pueblo de Israel)”.
Por lo tanto, la gran turba que rodea al Señor, de la que se da el número perfecto de ciento cuarenta y cuatro mil, mil veces el cuadrado de 12, es una mezcla de israelitas y gentiles, con mayoría de gentiles.
Representan las primicias de aquella gran turba de elegidos que pertenecen a todo pueblo y nación de la que ya se había hablado: “Había una gran muchedumbre que nadie podía contar, de entre todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, que estaban de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos de túnicas blancas, con palmas en sus manos” (Apocalipsis VII, 9).
Innumerables cristianos que vienen de todas las naciones, o sea, de la gentilidad. Según Tertuliano son los salvados en tiempos del anticristo.
Así como los perversos llevan la marca de la bestia (cf. Apocalipsis XIII, 16-17), así los elegidos portan un signo sobre su frente (VII, 3), el nombre del Cordero y el nombre de su Padre: “No hagáis daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que hayamos sellado a los siervos de nuestro Dios en sus frentes” (Apocalipsis VII, 3).
Se trata de personas que han mantenido pura su fe. Son seres virginales en su fe: “estos son los que no se contaminaron con mujeres, porque son vírgenes” (Apocalipsis XIV, 4), es decir, no se contaminaron con falsas religiones.
“Estos son los que siguen al Cordero doquiera vaya. Estos fueron rescatados de entre los hombres, como primicias, para Dios y para el Cordero” (Apocalipsis XIV, 4).
Y son quienes “en su boca no se halló mentira, y son inmaculados” (Apocalipsis XIV, 5).
Que sigan al Cordero dondequiera que vaya implica fidelidad hasta la muerte, ya que el Cordero fue llevado al matadero: “Fue maltratado, y se humilló, sin decir palabra…” (Isaías LIII, 7). En consecuencia, se ofrecen como sacrificios a Dios.
La pureza de la fe, la pureza moral, es exigida como condición fundamental para seguir al Cordero dondequiera que vaya, ya que en el Cordero “no hubo engaño en su boca”, como dice el Profeta Isaías (LIII, 9). Deben imitar tanto su veracidad como “Testigo Fiel” (Apocalipsis I, 5), como su muerte en sacrificio, a la que esto condujo.
De ahí que, en el Adviento de Nuestro Señor Jesucristo, San Juan el Bautista nos exhorte: “Preparad el camino del Señor” porque “toda carne verá la salvación de Dios” (San Lucas III, 4.6).
Esto es más serio que nunca. Estamos más cerca que nunca del más grande acontecimiento que jamás la humanidad haya imaginado. ¡Una maravilla!
Tendremos que sobrevivir la Gran Tribulación en humildad y resignación; en recogimiento con el Señor; en arrepentimiento y penitencia por nuestros pecados (cf. San Lucas III, 5).
Y después, junto con San Pablo, podremos decir: “de nada me acusa la conciencia” (1 Corintios IV, 4), porque habremos trabajado con diligencia preparando el camino del Señor.
Sólo por Él deberemos ser hallado fiel: “El que me juzga es el Señor” (1 Corintios IV, 4), sin importar los vanos juicios de los hombres: “El Señor conoce los razonamientos de los sabios, que son vanos” (1 Corintios III, 20), ni el juicio propio, que podría ser parcial: “Pues no es aprobado el que se recomienda a sí mismo, sino aquel a quien recomienda el Señor” (2 Corintios X, 18).
Con humildad y fidelidad a Nuestro Señor Jesucristo podremos sobrevivir estos tiempos tan especiales. Es la Revelación de Jesús la que nos precisa cómo vivir en los últimos tiempos, para poder salir airosos de las instigaciones del anticristo.
Salgamos de la corrupción del mundo, de las asambleas profanas, de los espectáculos corruptores, de la sociedad de los impíos.
Bebamos el agua amarga de la Gran Tribulación con resignación y penitencia.
Suframos por amor a Jesucristo los desdeños del mundo, con constancia y con coraje.
Recojámonos a menudo en Él y con Él en el silencio de la meditación y de la oración.
Que la noche de la humillación no nos atemorice.
Que la amargura de la mortificación no nos detenga.
Que la persecución de la Sinagoga de Satanás y de los mundanos no nos lleve a la tentación.
Que la difícil subida de la santidad no nos haga desmayar.
Junto a Jesús pasaremos por todas las pruebas y experimentaremos su triunfo sobre todo.
Si en la vida habremos sabido estar junto a Jesús en el Monte de los Olivos, donde agonizó y sufrió todas las penas, entonces podremos acceder a la unción de su gracia y a la riqueza de su fuerza, y podremos, al final, encontrarnos con Él mismo, y estar de pie con Él, sobre el Monte Sión, a participar de su gozo y de su gloria.
Reconfortémonos con el Sacramento Eucarístico, cuantas veces podamos.
Y cantemos a Dios un himno de reconocimiento y alabanza, el Triunfo del Cordero:
“Tú eres digno de tomar el libro, y de abrir sus sellos; porque Tú fuiste inmolado, y con tu sangre compraste para Dios (hombres) de toda tribu y lengua y pueblo y nación; y los has hecho para nuestro Dios un reino y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra… Digno es el Cordero que fue inmolado de recibir poder, riqueza, sabiduría, fuerza, honor, gloria y alabanza… Al que está sentado en el trono, y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos” (Apocalipsis V, 9-10.12-13).
Y también el triunfo de los cristianos, que, con sus arpas y su cántico nuevo, representa a los 144.000 que participan en el triunfo del Redentor sobre el Monte Sión, y así cantan su canción de victoria:
“La salud es de nuestro Dios que está sentado en el trono, y del Cordero… Amén. La alabanza, la gloria, la sabiduría, la gratitud, el honor, el poder y la fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis VII, 10.12).
¡Un himno de alabanza por una nueva victoria del Guerrero divino sobre sus enemigos!
¡Feliz Navidad!