sábado, 1 de enero de 2022

Circuncisión de Jesús y la Octava de Navidad – 2022-01-01 – Padre Edgar Díaz

Circuncisión de Jesús - Hendrick Goltzius

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“Habiéndose cumplido los ocho días para su circuncisión, le pusieron por nombre Jesús, el mismo que le fue dado por el ángel antes que fuese concebido en el seno” (San Lucas II, 21).

San Pablo manda a Tito a predicar y exhortar sobre estas cosas: “Esto es lo que has de enseñar. Exhorta y reprende con toda autoridad. Que nadie te menosprecie” (Tito II, 15). Así hoy, nosotros los sacerdotes, nos hacemos cargo de esta tarea.

La Circuncisión de Nuestro Señor pone de manifiesto que Jesús es realmente un ser humano, un Niño judío de verdad. Según la Ley de Moisés debía ser marcado como judío.

También es la Circuncisión su primera experiencia de dolor y el primer derramamiento de Su preciosísima Sangre; es el comienzo de la Redención.

Si alguien hubiera preguntado por la identidad del Niño que acababa de ser circuncidado se le podría haber respondido con las palabras reportadas en el Evangelio de San Juan de lo que Él dijo de Sí mismo: “Antes que Abrahán existiera, Yo soy” (San Juan VIII, 58).

Y también con la referencia que San Lucas hace de Él en relación a su familia: “era de la casa y linaje de David” (San Lucas II, 4).

En los arcanos del Padre el más profundo de los Evangelistas examinó el origen de Nuestro Señor: “En el principio el Verbo era, y el Verbo era junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él era, en el principio, junto a Dios” (San Juan I, 1-2).

Las raíces de Jesús se remontan a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad: el Verbo, hecho carne. Es el Padre mismo quien lo revela. El Verbo es también llamado Hijo, porque Aquel que profirió el Verbo es conocido como el Padre.

La comparación de estas dos realidades tan contrastantes, a saber, la Divinidad de sus orígenes, y la Humanidad asumida, muestra la existencia del Verdadero Dios entre nosotros. La sangre derramada es prueba de su Humanidad; el testimonio del Padre en la Revelación lo es de su Divinidad.

El dios del Judaísmo posterior al Cristianismo, y el del Islam; el dios del inmenso conjunto de pseudo-religiones en el mundo, simplemente no existe. 

Del Misterio de la Trinidad, el Verbo de Dios se hizo hombre – no solo descendió para habitar en un contexto humano – sino que literalmente tomó carne humana; y para que no quedaran dudas San Juan sostenidamente especifica que “el Verbo se hizo carne” (San Juan I, 14).

Solo en la carne, y no solamente en el espíritu, pudo comenzar la Redención.

“Y puso su morada entre nosotros” (San Juan I, 14), y, ¿cuál es su morada sino su Cuerpo?

La Santa Habitación de Dios entre los hombres; el Tabernáculo Original del Señor en nuestro entorno; el Templo al cual Jesús se refirió cuando les dijo a los Fariseos: “Destruid este Templo, y en tres días Yo lo volveré a levantar” (San Juan II, 19).

En algún lugar intermedio entre aquel origen eterno y la vida temporal en la carne se halla el Misterio de la Encarnación. No hay otro dios como Él.

En cuanto a la carne la línea de descendencia de Nuestro Señor Jesucristo abre el Evangelio de San Mateo.

Comienza esta línea con Abrahán y llega a través de David y la sucesión de reyes judíos hasta San José “el esposo de María” (San Mateo I, 16).

En San Lucas la genealogía de Jesús es narrada en los comienzos de la vida pública de Nuestro Señor, cuando tenía unos treinta años, “siendo hijo, mientras se creía de José, de Helí, de Matat, de Levi” (San Lucas III, 23-24), y otros nombres de los cuales no sabemos nada.

Sí, en cambio, reconocemos en esta lista a David, y sus ancestros Judá, Jacob, Isaac y Abrahán, quienes, a su vez, están conectados con los rimbombantes nombres pre-históricos de Noé, Lamec, Matusalá, Enoch y Adán, quienes proceden de Dios (cf. San Lucas III, 33-38).

Orgullo, interminables guerras, largos años de gloriosa paz, apostasía, oscuridad, hambruna, crimen, atrocidad, destrucción, necesidad… la línea genealógica de Jesús pasó por todos los estadios de la humanidad. 

San José, esposo de María, fue un carpintero tan pobre que para la presentación del Niño en el Templo solo pudo costear dos pichoncitos, la ofrenda de los pobres (cf. San Lucas XX, 24).

La historia del pueblo de Dios emana de estos nombres, no solo de los listados, sino también de los notablemente ausentes. 

Hay también nombres de mujeres, algo extraño en una genealogía, y de mujeres extranjeras, lo cual significaba sangre prohibida para el judío.

Finalmente, hay también prostitución, y el horrendo crimen de David, que atrajo la terrible ira de Dios sobre él.

Todos estos nombres que resuenan en nuestros oídos personifican el elemento más contundente del Antiguo Testamento: esa maravillosa habilidad de estar firmemente implantado en la existencia terrenal, y, aún así, errante bajo los ojos de Dios.

Son tan sólidamente realistas, estos hombres; tan ligados a todas las cosas de la tierra; y, sin embargo, Dios está tan cerca de ellos, su sello tan indeleble en todo lo que son y dicen, tan en sus obras, buenas y malas, que sus historias son auténticas revelaciones.

Por sus venas corrió la sangre que más tarde correría por las de Jesús. San Pablo dice del Señor: “Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que sea incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que, a semejanza nuestra, ha sido tentado en todo, aunque sin pecado” (Hebreos IV, 15).

Entró de lleno en todo lo que la humanidad significa, y los nombres en su genealogía sugieren lo que significa entrar en la historia humana con su carga de destino y pecado. Jesús de Nazaret no escatimó nada.

En los largos y tranquilos años en Nazaret, bien pudo haber reflexionado sobre estos nombres. 

Debe haber profundamente sentido lo que es la historia, su grandeza, el poder, la confusión, la miseria, y la oscuridad mientras el mal que subyacía incluso bajo su propia existencia le presionaba por todos lados para finalmente clavarle sobre la Cruz bajo la mirada amorosa y atenta del Padre.

A la flamantísima edad de ocho días, su Sacratísima Sangre ya había sido derramada por vez primera, para nuestra redención. Cuchillo de piedra, sobre carne delicada y tierna.

Muy temprano comenzó este Cordero, que nunca cometió pecado, a padecer por nosotros. Su caridad fue tan grande que no le bastó derramar su Sangre a la edad de varón perfecto, sino también a la edad más delicada y sensible, siendo párvulo.

Bastaba para la Redención una sola gota de esa Sangre temprana, dice San Bernardo. Sin embargo, en la Cruz, fue dada y derramada copiosamente para que hubiera siempre memoria de tan excelente beneficio.

Y para que la virtud de aquellos que aman a Dios fuera esclarecida con abundancia de agradecimiento por tan grande misericordia, como dice el Salmo “De Profundis”: “Cuenta Israel con Dios, porque en Dios está la misericordia, y con Él copiosa redención” (Salmo CXXX, 7).

Es bellísimo poder constatar cómo podía Israel contar con Dios. 

Y, para nosotros, aunque la espera sea larga, podemos gozar desde ahora “la dichosa esperanza y su advenimiento glorioso” (Tito II, 13), pues su cumplimiento es más seguro que, en la noche, la venida de un nuevo día.

Jesús llama “nuestra redención” al día de su segunda venida (cf. San Lucas XXI, 28) porque en él recogeremos plenamente el fruto de la primera (cf. Romanos VIII, 23; Apocalipsis XXII, 12).

La circuncisión del tiempo pasado, la que Dios le pidió a Abrahán y a su descendencia, fue solo señal del prometido Redentor, y solo mientras el Redentor aún no hubiese aparecido. 

Pero una vez cumplida la promesa, fue necesario que cesara la circuncisión, pues no era otra cosa sino señal de esta promesa. Nabajuela de pedernal, sobre Jesucristo, la verdadera Piedra.

Y, nuevamente, Nuestro Señor quiso ser circuncidado para demostrar que venía del linaje de Abrahán, a quien se le había prometido que de su sangre vendría el Cristo.

Removió Jesús así también cualquier escándalo y excusa que se pusiera como pretexto para no creer en Él.

Ratificó la Ley de Moisés, por haber sido establecida por Dios. Circuncidándose, Él mostraba que la Ley de aquel momento era santa, justa y buena.

Y, finalmente, subrayó la virtud de la humildad y la obediencia al Padre. Él no estaba sujeto a la Ley por necesidad. Sin embargo, para darnos ejemplo, nos mostró cómo guardó y respetó la Ley.

Dice San Pablo que todo el fin de la Ley Vieja era Jesucristo, para justificar por la fe a todo hombre creyente.

Y, a partir de ese momento, cesó la circuncisión de la carne, para ser desde ese entonces en más, solo circuncisión del espíritu por la fe. Inmediatamente comenzó el Bautismo, que es sacramento de mayor gracia y de menor pena.

Verdadera circuncisión es la del espíritu, la del alma, la que limpia todos los vicios. Dolorosa circuncisión del espíritu, por dentro, y por fuera, de todas las cosas que no sean Dios; que destroza todos nuestros vicios.

En la resurrección se levantará el hombre por sobre sí mismo, para la vida inmortal, todo renovado, y purificado de toda superfluidad.

“Se manifestó a todos los hombres la gracia de Dios, Salvador nuestro, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo, sobria, justa y piamente” (Tito II, 11-12).

Nació de la Virgen María, y quiso ser circuncidado para dar comienzo a la Redención. ¡Que nunca lo defraudemos, que nunca hagamos algo que sea contrario a su voluntad! 

“Aguardando la esperanza bienaventurada, y el advenimiento glorioso del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo: el cual se dio a sí mismo por nosotros, para redimirnos y purificarnos para sí mismo, como pueblo agradable, seguidor de buenas obras” (Tito II, 13-14).

¡Que vivamos siempre ocupados en pensamientos de Dios! ¡Que todo nuestro hablar, y todas nuestras obras, sean siempre conforme a su beneplácito!

Amén.