Adoración del Santo Nombre de Jesús El Greco, 1570 |
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San Bernardino de Siena fue un gran propalador de la devoción al Sacratísimo Nombre de Jesús. A él se le debe la popularidad del trígrafo (secuencia de tres letras), o monograma, I H S, que resulta de las tres primeras letras griegas, iota-eta-sigma, con las que se inician en ese idioma el Nombre de Jesús.
San Bernardino pintó sobre tablas el monograma, con unos rayos en dorado emergiendo de él, y usó esa pintura en sus predicaciones, mostrándosela al pueblo.
Tuvo la intuición de que el Misterio de Jesús, “el Camino, la Verdad, y la Vida” (San Juan XIV, 6), contenido en el Nombre de Jesús, era la proclamación que todo hombre necesitaba escuchar, y por eso, se dedicó a promoverlo.
El día de la Circuncisión recibió el Divino Niño su Nombre, que un Ángel del Cielo le había sido sugerido a San José. El Ángel conocía su Nombre antes de que Jesús fuera concebido en el vientre de su Madre.
Este dulcísimo Nombre de Jesús, que significa “Salvador”, es Nombre sobre todo nombre, porque en Él se expresa el carácter fundamental del Verbo Encarnado, cual es su misión de Salvador. Es, por lo tanto, un Nombre esencial.
Después de la Circuncisión, y de haberle asignado el Nombre, le dieron el Niño a su Madre, la cual sintió compasión por la Sangre que de su Hijo salía.
La costumbre y la ceremonia de la circuncisión y del dar el nombre al niño comenzó con el bienaventurado Patriarca Abrahán, por ser el primero en confesar la fe en Dios.
Abrahán creyó en Dios; creyó que Dios le daría descendencia, y que de esa descendencia nacería el Salvador, Jesús. Por esta fe Abrahán fue justificado, y la circuncisión sirvió desde entonces para separar a los fieles de los infieles.
A Abrahán también le fue dado un nuevo nombre cuando fue circuncidado. En realidad, se obró un cambio en su nombre, para mostrar al creyente que por la fe su nombre viejo debería convertirse en algo nuevo. Este cambio del nombre fue para Abrahán una señal del compromiso que asumía por la promesa de Dios.
Primeramente, se llamaba Abram, con una sola “a”, que quiere decir padre alto; y, desde la circuncisión, por el merecimiento de la fe, fue llamado Abraam, con “a” doble, que quiere decir padre de muchas gentes.
Lo mismo ocurrió con el nombre de la venerable esposa de Abrahán. Recibió un cambio en su nombre que, como el de Abrahán, consistía en un alargamiento de su nombre causado por el aumento de letras. Esta reforma del nombre fue por haber merecido un acrecentamiento de dignidad, por causa de su fe.
La que primeramente era llamada Sara, que quiere decir “princesa mía y princesa de su sola casa”, desde allí en adelante pasó a ser llamada Saraí, que quiere decir “princesa de todas las mujeres justas y creyentes”.
Dice San Beda que el día de la circuncisión era muy importante ya sea tanto por marcar al niño como fiel creyente y pasar a ser un beneficiario de las promesas de Dios, como por darle al niño su nombre para indicar así un aumento de dignidad por causa de esa misma fe.
De ahí viene la costumbre entre los hebreos, a semejanza de Abrahán, de colocar el nombre a los niños en la circuncisión, como fue el caso de Jesús.
De ahí nuestra costumbre cristiana de asignar a los niños un nombre que se relacione con la fe que se profesa: “María”, “José”, “Miguel”, “Sara”, y otros tantos preciosos nombres.
Prometido a Abrahán y a los Patriarcas, tanto de palabra, como por el signo de la circuncisión y el nombre, y hecho semejante a ellos en todas las cosas, excepto en el pecado, al recibir Nuestro Señor la circuncisión y su Nombre se mostró verdadero Salvador, que es lo que su nombre significa, pues no tardó en derramar el precio de su Sangre por nosotros.
San Agustín hace una interesante comparación entre el Nombre de Jesús y el Nombre de Cristo. Dice que Jesús es el Nombre Propio, y el nombre “Cristo” es nombre común y de sacramento.
Mientras el nombre “Cristo” es nombre de gracia, el Nombre Jesús es nombre de gloria, porque, así como en la presente vida, por la gracia del bautismo, los cristianos son llamados por el nombre “Cristo”, en la gloria del cielo, serán llamados “los salvados”, por virtud del Nombre de Jesús, “el Salvador”, y grande es la diferencia entre la gracia y la gloria, tanta como la que hay entre el Nombre de Jesús y el Nombre de Cristo.
La misma explicación da San Beda diciendo que, así como a través de la circuncisión corporal Nuestro Señor recibió el Nombre de Jesús, así los escogidos por recibir la circuncisión espiritual participarán de su Nombre Jesús.
Así como los elegidos reciben el nombre de cristianos por el Nombre de Cristo, así serán llamados “los salvados” por el Nombre de “Salvador”, el cual nombre no solo les fue dado después que fueron concebidos en el seno de la Iglesia por virtud de la fe, sino que también había sido así determinado por Dios antes de los siglos.
Bien, por encima del Nombre Jesús no hay otro nombre: “no hay otro nombre debajo del cielo dado a los hombres por cuya virtud podamos salvarnos” (Hechos de los Apóstoles IV, 12), pues, con muchísima piedad es llamado Jesús “Nuestro Salvador”, puesto que no podemos salvarnos sino solo por su Nombre.
“Por la fe en su nombre”, San Pedro curó al tullido de nacimiento (cf. Hechos de los Apóstoles III). “Y la fe que de Él viene, es la que le dio (al tullido) la perfecta salud” (Hechos de los Apóstoles III, 16), explicó San Pedro al Sanedrín.
La fe excede, pues, infinitamente todo poder humano. Y si el mundo no le da importancia es porque, como dice San Ambrosio, “el corazón estrecho de los impíos no puede contener la grandeza de la fe”.
A la hemorroísa Jesús le dijo: “Confianza, hija, tu fe te ha sanado” (San Mateo IX, 22), expresión que se convirtió en una máxima en el Reino de Dios.
Y en el Apocalipsis dice Nuestro Señor de Sí mismo: “Yo soy el Alfa y la Omega” (Apocalipsis I, 8), que quiere decir principio y fin, porque, así como por la Palabra eternamente hablada, que es el Hijo de Dios, fueron todas las cosas creadas, así por esa misma Palabra, unida a la carne, fueron todas las cosas reparadas y hechas perfectas, y movidas por sus virtudes y operaciones.
Entonces, “¿Con qué poder o en qué nombre habéis hecho esto?” (Hechos de los Apóstoles IV, 7), fue la represión del Sanedrín a San Pedro. “No hay salvación en ningún otro” (Hechos de los Apóstoles IV, 12), fue la respuesta de San Pedro.
No hay salvación en ningún otro. Inolvidable enseñanza que nos libra de todo humanismo, y que San Pablo inculcaba sin cesar para que nadie siguiese a él ni a otros caudillos por simpatía o admiración personal, sino por adhesión al único Salvador, Jesús.
“Hablo así”, dice San Pablo, “porque cada uno de vosotros dice: ‘Yo soy de Pablo’, ‘yo de Apolo’, ‘yo de Cefas’, ‘yo de Cristo’” (1 Corintios I, 12).
No hay salvación en ningún otro. Por eso San Pablo se mostraba a sí mismo como un simple siervo del Señor: “También nosotros somos hombres, de la misma naturaleza que vosotros” (Hechos de los Apóstoles XIV, 15).
Y en el cielo, “la salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios” (Apocalipsis XIX, 1), reafirma San Juan, para indicarnos que no debemos caer ante otro para adorarle, como le sucedió a él ante el ángel, quien le recriminó: “Guárdate de hacerlo. Yo soy consiervo tuyo y de tus hermanos, los que tienen el testimonio de Jesús. A Dios adora” (Apocalipsis XIX, 10).
Es éste un error capital que se da mucho entre los hermanos: “yo soy de Apolo”, “yo de Cefas”. Este defecto afecta al honor de Dios.
Dentro de poco esto será más evidente aún cuando dirán: “Yo soy del anticristo”, sea como sea que se llame, pues estarán convencidos de que es el Cristo. Es muy de notar que la figura del anticristo no será presentada como la de un criminal o vicioso, sino como la del que roba a Dios la gloria (cf. 2 Tesalonicenses II, 3 ss.), y muchos caerán en el engaño de creer que es Dios.
Por eso dijo Jesús: “Yo he venido en el nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, ¡a ése lo recibiréis!” (San Juan V, 43). Los falsos profetas se anuncian a sí mismos y son admirados sin más credenciales que su propia suficiencia y sabiduría.
En cambio, quienes vienen de Jesús, que hablan en nombre de Él, son escuchados por pocos, como fueron pocos los que escucharon a Jesús, el enviado del Padre.
Resulta así que “quien habla por su propia cuenta, busca su propia gloria; pero quien busca la gloria del que lo envió, ése es veraz, y no hay en él injusticia” (San Juan VII, 18), norma de extraordinario valor para conocer la veracidad de los hombres.
El que se olvida de sí mismo para defender la causa que se le ha encomendado, está demostrando con eso su sinceridad.
Por eso, “Uno solo es vuestro director: Cristo” (San Mateo XXIII, 10). Y la razón última por la cual no se nos ha dado otro nombre por el cual podamos ser salvados es que el nombre esencial produce lo que significa: Jesús es “el Salvador”.
Y este Nombre no lo tiene otro. Dice Jesús de Sí mismo: “no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan V, 30).
Por eso, la salvación solo puede venir de Jesús, pues es el único que nos lleva al Padre. La salvación está en pensar, sentir y obrar como Dios quiere, que es según como nos enseña Nuestro Señor Jesucristo.
Una simple oración, pero poderosísima, es invocar repetidamente el Dulcísimo Nombre de Jesús: “Jesús, Jesús, Jesús…”
Llamarle a Jesús por su Nombre bendito, es darle el título más glorioso de todos, y el más significativo.
¡Jesús es su Nombre!
Como dice San Bernardo: “Miel en la boca, música en el oído, y melodía en el corazón”. Amén.