domingo, 16 de enero de 2022

Dom II post Epiph San Juan II, 1-11– 2022-01-16 – Padre Edgar Díaz

Las Bodas de Caná
Juan de Flandes

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“‘Hoy habrá tormenta, porque el cielo tiene un rojo sombrío’. Sabéis discernir el aspecto del cielo, pero no las señales de los tiempos” (San Mateo XVI, 3). Las señales de los tiempos eran el cumplimiento de las profecías mesiánicas, los milagros y la predicación de Jesús.

Como por el arrebol se puede saber qué tiempo va a hacer, así se puede reconocer la llegada del Mesías por el cumplimiento de los vaticinios, tanto la Primera, que ya ocurrió, como la Segunda, a punto de ocurrir.

El milagro de las Bodas de Caná fue tan solo un signo de la llegada del Mesías. Desde ese momento en más, cuando la voluntad divina así lo quisiera, ocurriría indefectiblemente el momento que se conoce como la Hora de Dios.

El signo fue bien claro: proveyó lo que faltaba al banquete de bodas. Así, con respecto a la realidad, Él proveería lo que le faltaba a la humanidad, es decir, la salvación, puesto que Él es el Cordero de Dios que vino a quitar los pecados del mundo.

Los grandes jarros de agua ubicados en el centro de la escena de la boda servían para las constantes purificaciones de los invitados. Obtenido el milagro, se convertirían en las más gloriosas vasijas que hayan podido existir, pues habrían contenido el vino que se convertiría en Su Sangre, la única capaz de efectuar una verdadera purificación de la humanidad.

Éste fue el primer acto público de Jesús. No era la realidad misma, sino un signo por el cual su Gloria sería conocida: “Y manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él” (San Juan II, 11).

La controvertida frase de Jesús: “¿Qué nos va a ti (mujer) y a mí en esto?” (San Juan II, 4) proviene de una manera hebrea de hablar que equivale a un rotundo “no”. Jesús responde de esta manera, un tanto brusca y desconcertante, porque sus acciones son independientes de cualquier intento humano de persuadirlo. El Señor manifestó así su voluntad de no realizar el milagro. 

San Ireneo comenta estas palabras y dice que “el actuar del Hijo de Dios depende solo de la voluntad del Padre”. Sin embargo, a ruego de su Madre, lo ejecutó, lo cual indica que se trataba de una voluntad o decreto que dependía de una cierta condición, establecida por Dios Padre, y de ahí que probablemente Jesús haya razonado así: “Pienso no hacer el milagro, a no ser que mi Madre me lo pida”.

El milagro de las Bodas de Caná es, según San Juan de la Cruz, un decreto divino condicionado. Puesta la condición, el ruego de María, Jesús lo hizo para dar a sus discípulos un signo.

A partir de ese momento, al menos para sus discípulos, su poder y su divinidad quedaron manifiestos. 

Una antífona del día de la Epifanía nos enseña que ese signo sirvió para marcar el comienzo de la nueva economía de la gracia. La antífona dice así: “Hoy se ha unido la Iglesia a su Esposo, porque en Caná se convirtió el agua en vino”. 

¿Qué unión es ésta, sino unión de amor de Dios con los hombres? ¿Y qué otro, sino el vino de la caridad, es el que se simboliza bajo el agua convertida? 

El pueblo judío desconocía este buen vino. La sinagoga no había producido más que racimos agraces. Pero Cristo, que es la verdadera vid (cf. San Juan XV, 1), nos ha dado, en la plenitud de los tiempos, el buen vino de la caridad que faltaba en el Antiguo Testamento.

La antífona de comunión nos enseña que el buen vino que probó el maestresala es el que se contiene en el Cáliz del Sacrificio, el Cuerpo y Sangre de Cristo, hecho comida y bebida, del cual todos participamos mediante la comunión. Por lo tanto, sirvió para señalar la Eucaristía, a través de la cual, Dios nos daría todo su amor y su gracia. 

La antífona dice así: “Al gustar el maestresala el agua convertida en vino, dijo al esposo: ‘Guardaste el buen vino hasta hora’”. Correctamente, pero inconscientemente, declaró el punto en cuestión – ¡el vino nuevo es mejor que el viejo! 

Con esto se indicó que Dios ha enviado a su Hijo, el Esposo (cf. San Marcos II, 19-20), para dar vida al mundo: “Mas cuando vino la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley” (Gálatas IV, 4).

Dios dio primeramente el viejo vino de la Ley, sin fuerza, sin espíritu, sin gusto, y, en la plenitud de los tiempos, el vino nuevo, de fuerte y robusto sabor, que nos permite cumplir con la Ley, que embriaga el corazón de una manera santa.

En la nueva economía de la gracia, signada por Jesús por voluntad del Padre expresada por el ruego de María, su presencia en las Bodas haría digno también el matrimonio. De todo esto fue signo el milagro de las Bodas de Caná. 

“Mi hora no ha venido todavía” (San Juan II, 4), le respondió Jesús a María, y, sin embargo, realizó el milagro con el que dejó vislumbrar realidades que en poco tiempo le llevarían a confrontarse con su Hora.

La Hora de Jesús es la hora de su muerte y glorificación, cuando limpiará de pecado a todos los que creen en Él, ofreciéndoles su Carne como comida, y su Sangre como bebida, para la vida eterna.

La Hora de Jesús es el tiempo dispuesto por Dios para manifestar la verdad: “Pero la hora viene, y ya ha llegado, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre desea que los que adoran sean tales” (San Juan IV, 23).

Hasta que llegue ese momento, sus acciones son signos de lo que vendrá, y sus palabras se manifiestan a través de parábolas.

Comenta San Ireneo, que “ésta es la razón por la cual, cuando María le pide que realice el maravilloso milagro del vino y deseando compartir el cáliz de salvación antes de tiempo, el Señor le detuvo su intempestivo apuro”.

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Lo que hizo Jesús en las Bodas de Caná fue tan solo un signo. Muchas otras acciones de Jesús fueron signos: 

“Muchos creyeron en su nombre por los milagros que hacía” (San Juan II, 23). 

“Y le seguía un gran gentío, porque veían los milagros que hacía con los enfermos” (San Juan VI, 2).

“Entonces aquellos hombres, a la vista del milagro que acababa de hacer, dijeron: ‘Éste es verdaderamente el profeta, el que ha de venir al mundo’” (San Juan VI, 14).

“Y muchos vinieron a Él, y decían: ‘Juan no hizo milagros, pero todo lo que dijo de Éste, era verdad’” (San Juan X, 41).

“¿Qué haremos? Porque este hombre hace muchos milagros” (San Juan XI, 47).

“Y por eso la multitud le salió al encuentro, porque habían oído que Él había hecho este milagro” (San Juan XII, 18).

“Mas a pesar de los milagros tan grandes que Él había hecho delante de ellos, no creían en Él” (San Juan XII, 37).

“Otros muchos milagros obró Jesús, a la vista de los discípulos, que no se encuentran escritos en este libro” (San Juan XX, 30).

Todos estos signos sirvieron para autenticar la divina misión de Jesús. No fueron narrados simplemente para mostrar prodigios o maravillas, sino para manifestar su gloria: “Y el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros – y nosotros vimos su gloria, gloria como de Unigénito del Padre – lleno de gracia y de verdad” (San Juan I, 14).

Sus parientes le habían dicho en una oportunidad: “Muéstrate al mundo” (San Juan VII, 4); y, “después de esto (su resurrección), Jesús se manifestó otra vez a los discípulos a la orilla del mar de Tiberíades” (San Juan XXI, 1).

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La Revelación de Dios nos depara otros signos que no se han cumplido aún y que nos manifestarán aún más la gloria de Jesús. Estos signos son los de su Segunda Venida, la Parusía del Señor.

Hay una victoria de la verdad que consiste en poseer un poder penetrante que triunfa sobre la ilusión y es capaz de poner orden sobre todas las cosas según su verdadero valor.

Este poder es dado por Dios para obtener claridad, de manera tal que el bien y el mal, la verdad y la falsedad, puedan ser discernidos, algo más que necesario cuando la confusión es la que impera. La degradación ha llegado a tal punto que es necesario explicar qué es lo normal, qué no lo es.

Pero todo este trabajo es en vistas a que la última luz de Dios irrumpa definitivamente en el mundo.

El brillo de esta luz profética, precursora de la última gran iluminación que está por venir, es dado a unos pocos.

Estos pocos son aquellos que miran hacia el futuro con imaginación y sabiduría, y aquellos que por la fe se vuelven profundamente perceptores de los signos de los tiempos, y están atentos. En ellos, por gracia de Dios, se encuentra la claridad necesaria para no sucumbir.

Como María en las Bodas de Caná, los pocos que están atentos están constantemente rogando al Señor que realice el milagro. Su Segunda Venida está condicionada a estos ruegos. Así lo estableció el Padre: “¿Hasta cuándo, Señor?” (Apocalipsis VI, 10), claman las voces de los mártires.

Hay muchas almas que están sufriendo mucho por la aparente tardanza. Mas aún, se sufre mucho por los pecadores que se envalentonan, se mofan y se ríen, en ilusoria victoria. Más se sufre por los rezagados, víctimas de los lazos del demonio. Solo Dios sabe porqué no se cumplen aún las cosas.

Jesús nos pide estar muy atentos a estos signos para no quedar confundidos y excluidos de la maravillosa realidad que nos espera.

Al igual que en las Bodas de Caná, de quienes estén atentos a su Segunda Venida se podrá decir: “Y manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él” (San Juan II, 11).

Por eso, no habría que maravillarse de que aún no sea la Hora de venir por segunda vez, porque su Parusía está fundada en un decreto de Dios condicionado a los frágiles ruegos humanos.

Por lo tanto, su cumplimiento no será según nuestro entendimiento de las Escrituras, sino según nuestra fe en Dios que nos mueva a desear su pronta venida. Amén.