Epifanía Fernando Gallego (1440-1507) |
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Hasta ese momento Dios había apaciguado la sed de unos pocos solamente, el Pueblo Elegido. Pero desde ese momento en más se abrirían las Fuentes Eternas para saciar la sed de toda la humanidad.
Mientras el Pueblo Elegido gozaba de la Revelación, “las tinieblas cubrían la tierra, y densa oscuridad a las naciones” (Isaías LX, 2), por lo que la humanidad andaba a tientas, sin rumbo.
La malicia humana había alcanzado entonces su más extremada oposición a la Bondad Divina: “La rebeldía instigaba al impío en su corazón; a sus ojos no había temor de Dios” (Salmo XXXVI, 2), dice el Salmista.
La ignorancia y la confusión eran sumas; y la desviación de la moral de las naciones total: “Malicia y fraude… no se preocupaban de obrar bien…Meditaban la iniquidad; siempre en malos caminos… la maldad no les causaba horror” (Salmo XXXVI, 4-5).
Sin embargo, Dios vino a su auxilio: “la misericordia de Dios está en el cielo; y su verdad en las nubes. Su justicia es más alta que las montañas; y más profundos que el mar sus juicios… Se dignó socorrer a los hombres bajo sus alas… saciarlos con la plenitud de su casa, y con el torrente de sus delicias… la Fuente de la Vida. Y en su Luz… la luz” (Salmo XXXVI, 6-10).
He aquí que Dios vino también por el resto de la humanidad, errante, pero capaz de Dios.
He aquí la Manifestación de Dios no solo al Pueblo Elegido, sino también a toda creatura espiritual, para que alcanzasen también ellos el conocimiento de la Verdad Suprema.
La Verdad Increada, en cuanto a Dios, acababa de aparecer sobre la tierra como la Verdad creada, en cuanto hombre, dice Santo Tomás de Aquino, y podía ahora satisfacer todos los corazones sin distinción.
Y, a fin de que toda la humanidad llegara a conocer al Hijo, Dios había ido progresivamente llevando a algunos gentiles, no por el camino de la Revelación, como hizo con el Pueblo Elegido, sino por el camino del amor a la Verdad.
Estaba escrito por los profetas que “todos serían enseñados por Dios” (San Juan VI, 45). En consecuencia, no fue enviado el Hijo sino para que “todo aquel que escuche al Padre y aprenda venga a Él… (todo) aquel que viene de Dios” (San Juan VI, 45-46). Tal fue el caso de los Magos de Oriente.
Dice el Salmo que “el corazón les ardía en el pecho; cuando reflexionaban, el fuego se encendía” (Salmo XXXIX, 4). Así de inmenso era el deseo de Verdad, de Amor y de Justicia de algunos paganos.
San Agustín (citado por Santo Tomás de Aquino) reafirma lo que la Sagrada Escritura dice al respecto: “El Hijo es enviado cuando es conocido y percibido por alguien”, porque la experiencia da cierto conocimiento de la persona. A lo largo de la historia Dios fue dando arrimos de este conocimiento.
Y más profundamente continúa Santo Tomás: “Y esto es propiamente [llamado] ‘sabiduría’, cuya etimología es ‘sabroso saber’, según nos dice la Sagrada Escritura: “porque la sabiduría de su doctrina es como su nombre, y no es conocida de muchos; pero quienes la conocen perseveran hasta la presencia de Dios” (Sirácida o Eclesiástico VI, 23).
Éste fue el caso, como venimos diciendo, de unos pocos, que perseveraron en el deseo de la sabiduría, como los Magos de Oriente, a quienes el Niño Dios se les manifestó para colmarles ese deseo con tan gratificante experiencia.
Es por eso por lo que Isaías había ya adelantado que “caminarían a su luz las gentes y los reyes vendrían a ver el resplandor de su nacimiento” (Isaías LX, 3), ya que a Dios no se le escapa nada, porque todo lo que Dios hace lo hace por justicia, por misericordia, y por verdad, dice Santo Tomás de Aquino.
Puede fácilmente constatarse que la verdad es más alta que la justicia, ya que, en justicia, no nos merecíamos nada de lo que Dios nos prometió y cumplió en darnos, cosas tales como la Encarnación, y otras, que pertenecen al misterio de la Redención. Es por eso por lo que primeramente Dios obra por verdad.
Pero mucho más alta que la verdad es aún su misericordia. Ésta está por encima de la justicia y la verdad porque Dios nos da incluso cosas que ni siquiera podemos imaginar: “Lo que ojo jamás vio, ni oído oyó, ni entró en pensamiento humano” (1 Corintios II, 9). Es por eso por lo que principalmente Dios obra por misericordia.
Así, en el Salmo, la justicia de Dios es comparada a las montañas; la verdad, a las nubes, pues son más altas que las montañas; y la misericordia, al cielo, que está por sobre todo: “Tu misericordia está en el cielo; y tu verdad en las nubes… y tu justicia es más alta que las montañas” (Salmo XXXVI, 6-7).
Estos fueron los atributos de Dios que Le movieron a actuar en favor de la humanidad en tinieblas, oscuridad y soledad, dándoles oportunamente bienes espirituales tales como el conocimiento intelectual de la Verdad, que eventualmente los llevaría al restablecimiento espiritual, y a la fe, y de ahí a la eternidad.
Por eso “los hijos de los hombres se abrigan a la sombra de sus alas” (Salmo XXXVI, 8), así como los polluelos en la gallina (cf. San Mateo XXIII, 37).
Naturalmente, pudieron ver aquello por lo cual Dios brilla: “en tu luz vemos la luz” (Salmo XXXVI, 10). El conocimiento natural del hombre es participación de la luz de Dios, solo en el grado que le permite tener un conocimiento natural de las cosas, tal como el que los Magos tuvieron de la estrella.
Por haber sido grandes amantes de la sabiduría y de la verdad, y muy letrados en la ciencia de las estrellas, pudieron exclamar: “Hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo” (San Mateo II, 2).
La razón natural no es otra cosa que el destello de la divina luz reflejada en el alma. Esto es así por la condición del hombre, pues fue hecho a imagen y semejanza de Dios: “sobre nosotros, la luz de tu rostro, Señor” (Salmo IV, 7).
Pero del conocimiento natural de las cosas el hombre necesita ser elevado a un conocimiento superior para poder satisfacer su anhelo de verdad.
Conociendo Dios esta necesidad le da una mayor participación de su luz a través de su gracia. Por eso dijo a través de San Pablo: “Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará” (Efesios V, 14).
En el resplandor de la estrella se figuraba ya la gracia de Dios que los elevaría al conocimiento de un mundo maravilloso que jamás podrían haber imaginado. Ignoraban los Magos que se obraría en ellos tan gran prodigio de Dios.
Pero vista la estrella entendieron, por alumbramiento del Espíritu Santo, todo lo que por ella era significado, de manera que se movieron a buscar a Jesucristo, verdadero Dios y hombre: el cual, por la divina inspiración, entendían ser significado por la estrella.
En el Cielo, seremos elevados a un conocimiento de Dios más superior aún que los anteriores. Será la participación del hombre de la Luz de la Gloria de Dios, de la que Isaías habla en la Epístola de hoy, “Álzate y resplandece, porque vienen tu lumbrera, y la gloria de Dios brilla sobre ti” (Isaías LX, 1).
La lumbrera es Cristo, el Mesías, el Redentor. Es Luz, en cuanto procede del Padre; es la Fuente de la Vida, en cuanto junto con el Padre es Principio del Espíritu que da la vida.
Así como por la luz se pueden ver las cosas cuando son iluminadas, así por Jesucristo se llega al conocimiento de la Verdad Suprema.
Nuestra participación en la Verdad será colmada cuando la gloria de Dios en el cielo brille abundantemente sobre nuestras almas. Y atrás habrán quedado el conocimiento natural, y el que nos fue otorgado por participar de la gracia.
Justamente, la Estrella del Oriente desapareció. Había sido creada para señalar el Nacimiento de Nuestro Señor a los gentiles, pero una vez cumplida su misión, tuvo que desaparecer. Es decir, agotado el conocimiento natural de las cosas, los Magos no tuvieron más alternativa que recurrir a la Revelación.
Por eso, al llegar a Judea, al no ver más a la estrella que les había servido de guía, acudieron por respuestas a Jerusalén. Desde ese momento, Dios ya les comenzaba a exigir su dependencia de la fe.
Allí se les confirmó la veracidad de la profecía. En efecto, los sabios y doctores de la Ley les informaron que el nacimiento del Mesías tendría que ocurrir en Belén. Y hacia allí se dirigieron en busca de Jesús.
A su vez, el Mesías se sirvió de este encuentro para anunciar su Nacimiento en Jerusalén, princesa de todas las ciudades de la tierra, por medio de estos paganos, sin ninguna pretensión y sin ningún conflicto de interés.
La noticia cayó como un rayo fulminante. Los indolentes judíos no se habían ni siquiera molestado a ir a Belén, a poca distancia de Jerusalén.
La diligencia de los fieles Magos venidos de tan lejos a buscar con tan ferviente solicitud al Redentor los condenó.
La noticia también sirvió para que no tuviesen escusa por la falta de interés y el desconocimiento de la preciosa venida de Nuestro Señor.
Humillando sus ojos y rodillas, y puestos en tierra, no solo con el cuerpo, sino también con el alma, y así reclinados, y con divino y reverencial acatamiento que se merecía tan Digno Rey, se mostraron siervos y afables al Infante.
Con profunda humildad, que sin ella ninguno puede verdaderamente reverenciar a Dios, adoraron en aquella carne tierna a Dios eterno y verdadero, con adoración de latría, que es adoración y honra que solo a Dios pertenece.
Honrándolo como a Rey, aunque no le hallaron rodeado de atavíos de Rey, y adorándolo como a Dios, le miraban como a Niño, con la vista de fuera, mas conocían que era Dios, con la vista del corazón.
Por eso se gozaron con dulce recreación de sus ojos al mirar a aquel Niño, tan menospreciado por el mundo, porque el Espíritu Santo les había mostrado en sus almas que era digno de reverencia por ser Dios.
Acabada toda la reverencia que le pudieron dar, con sinceridad de fe, y la bendición recibida de parte del Niño, se inclinaron al Hijo, y a la Madre, y saludándolos, partieron con gran gozo.
Pero he aquí que habiendo recibido en sueños un aviso para que no volviesen a Herodes regresaron a su país por otro camino.
Se les dio así a entender que los conocedores de la Verdad, después que la han conocido, nunca deben volver tras los viejos caminos. Una vez conocida, es absolutamente imposible ignorarla.
¡Que la luz del Salvador ilumine las tinieblas confusas y horribles de este mundo; que tengamos pleno conocimiento de Él; que podamos ver y conocer nuestra propia alma para que en ella lo hallemos!
¡Que podamos ofrecerle la mirra de la amargura de nuestro corazón, el incienso de la devoción de nuestra oración, y el oro de nuestra piadosa caridad!
¡Que podemos surgir de las tinieblas y de la culpa para poder llegar a la bienaventuranza de su gloria!
Amén.