domingo, 9 de enero de 2022

Sagrada Familia – 2022-01-09 – Padre Edgar Díaz

Sagrada Familia - Jacob de Wit
Holanda 1726

*

Quiere la Iglesia que, además de los días dedicados a festejar separadamente al Niño Jesús, a María Santísima y al Patriarca San José, se recuerde hoy a los tres juntos, como ejemplo que toda familia cristiana debe seguir.

La caridad es algo más que un uniforme con que estamos vestidos: es señal de nuestra elección. El mundo debe conocernos por las obras de nuestra caridad, y el lugar primero donde se debe practicar es en el contexto de la familia.

Jesús puso como señal para sus discípulos el mutuo amor y enseñó que el mundo debería convertirse al ver las obras que del mutuo amor se desprenden: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros” (San Juan XIII, 34), “para que el mundo crea que Tú eres el que me enviaste” (San Juan XVII, 21).

Por eso, San Pablo exhorta a que por “sobre todas las cosas [debemos vestirnos] del amor, que es el vínculo de la perfección” (Colosenses III, 14), es decir, el lazo de unión que vincula y caracteriza a los perfectos (cf. Filipenses III, 3).

“En verdad, la caridad es vínculo de perfección, porque une con Dios estrechamente a aquellos entres quienes reina, y hace que los tales reciban de Dios la vida del alma, vivan con Dios, y dirijan y ordenen a Él todas sus acciones”, escribió el Papa León XIII en su Encíclica Sapientia Christiana.

Y continúa San Pablo: “Y la paz de Cristo, a la cual habéis sido llamados en un solo cuerpo, primará en vuestros corazones. Por esto, sed agradecidos [con Dios]” (Colosenses III, 15). 

Esta paz, esta concordia, se debe dar en la familia y en la Iglesia, por estar ambas instituciones “formadas por una recta y bien proporcionada armonía y trabazón de sus partes y provista de diversos miembros que convenientemente se corresponden los unos a los otros” –afirma el Papa Pío XII, en su Encíclica “El Cuerpo Místico de Cristo”– “pues todos fuimos bautizados en un mismo Espíritu” (1 Corintios XII, 13).

De la idea principal de la caridad se desprenden los deberes de cada uno, particularmente los de los padres e hijos, en la familia, y los de la sociedad en general. Por eso, muy seriamente San Pablo amonesta:

“Mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene al Señor” (Colosenses III, 18).

“Maridos, amad a vuestras mujeres, y no las tratéis con aspereza” (Colosenses III, 19).

“Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto es lo agradable al Señor” (Colosenses III, 20).

“Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que se desalienten” (Colosenses III, 21).

La autoridad paterna, por lo mismo que es la más elevada como reflejo de la Autoridad de Dios Padre, su Paternidad, sigue el ejemplo de Dios, que no quiere movernos como autómatas, ni nos ha dado el espíritu de esclavitud, sino de hijos, como Jesús, y lejos de querer abrumarnos, se preocupa especialmente de evitar que caigamos en la desesperación o pusilanimidad, que señala San Pablo:

“Vosotros, padres… educadlos en la disciplina y amonestación del Señor” (Efesios VI, 4); “sujetándoos los unos a los otros en el santo temor de Cristo” (Efesios V, 21).

De lo contrario, la obediencia del hijo nunca se haría consciente y voluntaria, y llegado a ser adulto sacudiría el yugo paterno en vez de asimilarse a sus enseñanzas.

Toda paternidad procede de Dios Padre: “Honra a tu padre y a tu madre –es el primer mandamiento con promesa” (Efesios VI, 2), así como toda la familia y todas las cosas le deben al Padre el ser: “Uno es Dios y Padre de todos, es cual es, sobre todo, en todo, y en todos” (Efesios IV, 6). 

Para el Evangelio, lo esencial está en nuestra espiritualidad, es decir, en la disposición de nuestro corazón para con Dios.

Lo que Él quiere, como todo padre, es vernos en un estado de espíritu amistoso y filial para con Él, y de ese estado de confianza y de amor hace depender, como lo dice Jesús, nuestra capacidad –que solo de Él nos viene (cf. San Juan XV, 5)– para cumplir la parte preceptiva de nuestra conducta.

Desde el Antiguo Testamento, que aún ocultaba bajo el velo de las figuras los insondables misterios de su amor que el Padre había de revelarnos en Cristo (cf. Efesios III, 2), descubrimos ya, a cada paso, ese Dios paternal y espiritual cuya contemplación nos llena de gozo y que conquista nuestro corazón con la única fuerza que es capaz de hacernos despreciar al mundo: el amor.

Por eso, nada más hermoso que desear morar en la Casa del Señor, junto al Padre, como dice el Salmo: “Una sola cosa le he pedido al Señor: habitar en la Casa del Señor” (Salmo XXVII, 4), pues allí estaremos seguros y felices.

El amor a Dios nos debería mover a pedirle con toda nuestra fuerza habitar en su Casa todos los días de nuestra vida. Éste es el peso de nuestro amor por Dios, dice San Agustín. 

Y debería movernos con todo nuestro ser sin reservas: “¿Quién hay para mí en el cielo sino Tú? Y si Contigo estoy, ¿Qué podrá deleitarme en la tierra?” (Salmo LXXIII, 25).

En el Génesis, cuando Jacob despertó de su sueño, exclamó: “¡Qué maravilloso es este lugar! No es sino, la Casa de Dios, y la Puerta del Cielo” (Génesis XXVIII, 17). 

Que esta expresión sea natural y muy conforme con la morada de Dios en el cielo no nos llamaría tanto la atención como si la dijéramos de la morada de Dios en la tierra: la familia cristiana y la Iglesia, en donde Dios se revela y se hace sentir de una manera muy particular a través de los padres: ¡Qué maravillosas instituciones!

Por eso, desear vivir en esta Casa con todo el corazón es lo más natural del mundo; toda nuestra vida giraría solo alrededor del deseo de servir, estar, y vivir con Dios: “Ésta es la Puerta de Dios; entren los justos por ella” (Salmo CXVIII, 20); y no solo algunos, sino “todos los días de mi vida” (Salmo XXVII, 4), es decir, hasta el final. “Éste es mi reposo para siempre; aquí habitaré, porque lo he elegido” (CXXXII, 14).

Ahora bien, para poder habitar en la Casa del Señor, es necesario tener fe y practicar la caridad con las buenas obras. El pecado, por el contrario, nos hace extraños en la Casa.

La buena conducta del cristiano le hará poder ver la belleza de vivir con Dios, y su vida será placentera, lejos del dolor, por la bondad de Dios, que nos da la paz.

Y también estará en orden, porque estará guiada por la Providencia de Dios, que todo lo dispone según su beneplácito.

Que nuestra vida esté en orden gracias a la Providencia Divina es el máximo de los placeres, porque es el orden querido y establecido por Dios.

San Pablo expresa esta idea así: “transformaos por la renovación de vuestra mente, para que experimentéis cuál sea la voluntad de Dios, que es buena y agradable y perfecta” (Romanos XII, 2).

¿Por qué el Salmista insiste tanto en querer vivir en la Casa del Señor todos los días de su vida? Por los beneficios de los que gozaría: sería protegido de todo mal, y avanzaría más y más en su querer hacer el bien a los demás.

Y para esto, con toda seguridad, le serviría el ejemplo del Niño Jesús, sumiso a sus padres: “Y descendió con ellos y vino a Nazaret, y les estaba sumiso. Y su Madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Y Jesús crecía en sabiduría, y en edad, y en gracia, delante de Dios, y de los hombres” (San Lucas II, 51-52).

Por eso, al igual que el Salmista, muchos desearían también vivir en la Casa de Dios, y gozar de sus delicias. A muchos les gustaría hacerse un pequeño lugar escondido en algún rincón de la casita pobre de Nazaret, y desde ahí mirar, por el rabillo del ojo, a tan amable familia…

El Padre Llorente, un misionero español en Alaska del siglo pasado, en su abrumadora soledad junto a los hielos eternos, relata maravillosamente cómo él se incorporó a la Sagrada Familia, y la hizo su familia.

“En aquella soledad uno, al cabo de los años, se va familiarizando, familiarizando, y familiarizando más y más con Él… hasta que llega un momento en que ya es una especie de transfiguración en Él, y está uno que da gloria. Y allí me paso un rato muy largo con Él por las noches.

“Hay noches que hace mucho, mucho, mucho frío y tengo mucho que hacer. Bueno, pues entonces, antes de acostarme, entro en la capilla, que a lo mejor hace 25 o 30º bajo cero, o algo así… me arrodillo y pongo los codos en el altar, y pongo la cabeza así, muy cerca del Sagrario, y le digo algunas cosas muy bonitas, muy bonitas, y allí le tiro una infinidad de besos y… me marcho a la cama…

“Yo noto en muchas familias que cuando los niños van a acostarse dan un beso a sus padres, y yo digo: ¡hombre, esto que se usa en las familias… pues aquí vivimos una familia! Él, y yo, y la Santísima Virgen. La familia es: la Santísima Trinidad, la Humanidad de Jesucristo, la Santísima Virgen, San José y yo, ¡solos! 

“Dios es infinito… En esta Familia no admito a nadie, estoy de hijo único, unigénito solo con la Familia aquella. Y allí ¿pues qué dice un niño? Hay mucha diferencia entre ser uno de casa o no ser. Yo entro allí, entro en casa, y entro en la intimidad con Dios, porque soy de la familia.

“Entonces yo noto lo siguiente: cuando no se tiene más que un hijo se lo quiere de una manera especial, porque es el único. Pues para Dios Nuestro Señor, que es infinito, cada uno es como si fuera él solo… hijo único.

¡Que tengamos ese ferviente deseo de pertenecer a la Sagrada Familia, y de seguir su ejemplo, y de vivir en su Casa, así como el Salmista, todos los días de su vida!

¡Que queramos estar todos bajo el manto de la Santísima Virgen… amparados por el Sagrado Corazón de Jesús… y que podamos decir que vivimos en la Casa de Dios!

¡Qué así sea!